Sin embargo, luego de la primera noche, David dispuso de poco tiempo para seguir con sus observaciones. El huerto parecía estar repleto de hombres que debían recibir comida tres veces al día. Por las noches, en especial, cumplido ya el trabajo cotidiano, los asalariados no cesaban de desfilar. Impasible, David permanecía de pie tras la mesa de la cocina mientras los horticultores, con sus fuentes de plástico, se movían frente a él. Las fuentes —comprobó David— eran de diseño especial para los huertos marcianos. Con la temperatura del cuerpo humano podían ser moldeadas a mano y cerradas sobre los alimentos para el caso de que fuese necesario llevar comida al desierto. Así selladas, rechazaban la arena y conservaban el calor. Dentro de la cúpula podían volver a su forma habitual, para uso corriente.
Los asalariados poco caso hacían de David. En cambio, Bigman, cuya pequeña silueta se deslizaba entre las mesas renovando los botes de salsas y los especieros, lo saludó calurosamente. El descenso de categoría había sido terrible para el pobrecito J. Bigman J., pero había sabido tomárselo con filosofía.
—Es por un mes —explicó en la cocina, mientras guisaban las comidas del día, en un momento en que el cocinero jefe, por unos minutos, había desviado su atención de la tarea que tenía entre manos— y casi todos los mozos aquí conocen mi caso y me lo hacen más llevadero. Claro que están Griswold, Zukis y esos otros tíos: las ratas que pretenden pasarlo bien lamiendo las botas de Hennes. Pero ¿para qué enfadarse? Es sólo por unas semanas.
En otra ocasión aconsejó a David:
—No te molestes porque los mozos no hagan caso de ti. Bien saben que eres un terrestre, pero no saben que eres de los buenos, como yo lo sé. Hennes siempre está metiéndose conmigo y, si no, lo hace Griswold, para asegurarse de que no hablo con los demás, pero ya sabrán quién soy yo. Y se cuidan.
Sin embargo, el proceso era lento. Para David nada variaba: un horticultor y su bandeja; un poco de puré, un cucharón de guisantes, un bistec pequeño (la carne era escasa en Marte, ya que la importaban de la Tierra). Luego el horticultor se servía una porción de torta y una taza de café. Después, otro horticultor y otra bandeja, puré, guisantes, bistec y así continuaba todo. Para ellos, al parecer, David Starr era un terrestre con un cucharón en una mano y un tenedor enorme en la otra. Ni siquiera lograba ser una cara: nada más que un cucharón y un tenedor.
El cocinero asomó la cabeza por la puerta; sus ojitos de cerdo lo hurgaban todo por encima de las bolsas de sus párpados inferiores.
—Tú, Williams, sacude las piernas y sirve la comida especial.
Makian, Benson, Hennes y algunos otros, considerados de especial categoría por su posición o por los años de servicio, cenaban en una habitación distinta. David ya les había servido antes. Acomodó las bandejas sobre una mesilla rodante y se encaminó al otro comedor.
Sin prisa comenzó a servir las mesas, en primer lugar la que estaba ocupada por Makian, Hennes y otros dos. En la mesa de Benson se demoró ostensiblemente. Benson cogió su bandeja con una sonrisa y un «hola» y comenzó a comer con apetito. Con el aire de quien cumple a conciencia su tarea, David limpió algunas migas invisibles. Se las compuso para situar su boca cerca de la oreja de Benson y el movimiento de sus labios fue imperceptible mientras preguntaba:
—¿Ha habido casos de envenenamiento en el huerto?
Benson se sorprendió ante el inesperado sonido de la voz y arrojó una mirada subrepticia sobre David. Inmediatamente desvió la vista e intentó adoptar un aire de indiferencia. Pero sacudió la cabeza en una negativa absoluta.
—Las verduras son marcianas, ¿no? —murmuró David.
Una voz ruda llenó la habitación. Eran las vociferaciones de Griswold, que estaba al otro extremo del comedor:
—¡Por el Espacio, tú, perfecto asno terrestre, ven ahora mismo! —Su rostro seguía clamando por una navaja.
Tendría que rasurarse alguna vez, pensó David, ya que la barba ni le crece ni tampoco se ve corta nunca.
Griswold estaba en la última mesa que debía ser servida. Su ira aumentaba y sus gruñidos también. Estiró los labios en una fea mueca:
—Tráeme esa bandeja, bobalicón. De prisa. De prisa.
David le obedeció, pero sin prisas, y la mano de Griswold, empuñando el tenedor, se disparó contra él, veloz. David lo esquivó con agilidad y el tenedor se estrelló contra el duro plástico de la mesa.
Con la bandeja en una mano, David cogió la muñeca de Griswold con la otra y apretó más y más. Los otros tres hombres de la mesa hicieron atrás sus sillas y se pusieron de pie.
Suave, helada, amenazadora, la voz de David se elevó lo justo para ser oída sólo por Griswold.
—Suelta el tenedor y pide tu comida decentemente o te la tragarás ahora mismo.
Griswold se retorcía, pero David mantuvo su presión, mientras con la rodilla evitaba que Griswold echara atrás su silla.
—Pídela como corresponde —dijo David y sonreía con falsa gentileza—. Como si fueras un hombre bien nacido.
Griswold jadeaba, sofocado. El tenedor cayó de entre sus dedos ya entumecidos y gruñó por fin:
—Pásame la bandeja.
—¿Y qué más?
—Por favor —estas palabras fueron como un escupitajo.
David depositó la bandeja sobre la mesa y soltó la muñeca de su contrincante, de la que había desaparecido la sangre y se veía blanca. Griswold se masajeó con la otra mano y buscó el tenedor. Enloquecido de ira, miró hacia sus compañeros, pero sólo halló caras divertidas o indiferentes. Los huertos de Marte eran lugares peligrosos: cada uno se cuidaba de sí mismo.
Makian se puso de pie.
—Williams —llamó.
—¿Señor? —respondió David, acercándose. Makian no aludió a lo ocurrido, pero por un instante observó a David con especial cuidado, como si lo estuviese viendo por primera vez y le agradase lo que estaba viendo. Luego pregunto:
—¿Quieres salir de inspección mañana?
—¿Inspección, señor? ¿De qué se trata?
—De una mirada discreta, se hizo cargo del estado de las bandejas en la mesa: el bistec de Makian había desaparecido, pero sus guisantes no y el puré apenas había sido tocado. En apariencia. había tenido menos ánimos que Hennes, quien había limpiado toda la ración.
—Se trata del recorrido mensual a lo largo de todo el huerto para comprobar el estado de los plantíos. Es una vieja costumbre aquí. Observamos posibles averías en el cristal, el estado y funcionamiento de los tubos de irrigación y de la maquinaria y también probables incursiones furtivas. Necesitamos la mayor cantidad disponible de hombres buenos en la inspección.
—Iré, señor; será un placer.
—¡Estupendo! Sabía que te interesaría.
Makian se enfrentó con Hennes, que había escuchado la conversación con ojos fríos e inexpresivos.
—Me gusta el modo de comportarse del chico, Hennes. Tal vez podamos hacer de él un buen horticultor. Y, Hennes... —la voz bajó de tono y David, que ya se alejaba, no logró oír las restantes palabras, pero la breve mirada de Makian en dirección a la mesa de Griswold traslucía clara reprobación para el veterano.
David Starr oyó los pasos dentro de su propio cuchitril y antes de despertar por entero ya estaba actuando; se deslizó hacia un lado de la cama y luego al suelo, debajo del colchón de muelles. Logró ver un par de pies descalzos, a la escasa luz blanquecina de los fluorescentes que se filtraba por la ventana; durante la noche permanecían encendidas para quienes se encargaban de la quema de residuos, tarea que no se realizaba durante el día, para evitar la acumulación de humo dentro de la cúpula.
David aguardó; sobre la cama, unas manos recorrían las mantas; luego oyó un susurro:
—¡Tú, terrestre! ¡Terrestre! ¡Por el Espacio, dónde...!
El joven tocó uno de los pies y hubo un brinco y una exclamación ahogada.
Tras una pausa, una cabeza, sin forma casi en la oscuridad, se acercó a su rostro.
—¿Estás ahí, terrestre?
—¿En qué otro lugar podría dormir, Bigman? Me gusta estar bajo la cama.
El hombrecito montó en cólera y susurró de mal talante:
—Has estado a punto de hacerme gritar y entonces sí que la habría hecho buena. Debo hablarte.
—Pues aquí estoy. —David soltó una risa ahogada y se arrastró hasta la parte superior de la cama.
Bigman le dijo:
—Para ser terrestre, eres una buena sabandija desconfiada del espacio.
—Puedes apostar por ello —respondió David—. Me propongo vivir una vida larga.
—Si no te cuidas no lo lograrás.
—¿No?
—No. Y soy un tonto por estar aquí. Si me cogen, jamás tendré mis papeles en regla. Pero tú me has ayudado en el momento oportuno y ahora es el momento de pagártelo. ¿Qué le has hecho a ese piojo, a Griswold?
—Oh, ha habido un poco de jaleo en la mesa especial.
—¿Un poco de jaleo? Estaba loco, furioso. Hennes apenas pudo detenerlo.
—¿Eso es lo que has venido a decirme, Bigman?
—En parte. Estaban detrás del garaje un momento antes de que se apagaran las luces. No se han dado cuenta de que yo andaba por allí y yo tampoco se lo he dicho. En fin, que Hennes le sacaba a relucir las burradas a Griswold; primero, por emprenderla contigo cuando el viejo estaba mirando y, segundo, por buscar pelea sin tener la hebra necesaria para terminar la cosa una vez comenzada. Griswold estaba tan enloquecido que ni hablar con sentido podía. Le he entendido, apenas, que te sacará las tripas. Hennes dijo... —en medio de la frase se interrumpió— Eh, tú, ¿no me has dicho que Hennes nada tiene que ver con lo que a ti te importa?
—Eso parece.
—Y las salidas a medianoche...
—Lo has visto una sola vez.
—Una sola vez basta. Si la cosa era limpia, ¿por qué no me quieres creer?
—No soy yo quien ha de creerte, Bigman, pero todo parece limpio.
—Y si es así, ¿por qué se las toma contigo, eh? ¿Por qué no deja de azuzarte los perros?
—¿Qué quieres decir?
—Vaya, que cuando Griswold cesó de decir tonterías, Hennes le dijo que él tenía que mantenerse fuera del asunto. Le dijo que tú irías mañana de inspección y que ése sería el momento. Así que he creído que tenía que advertírtelo, terrestre. Mantente lejos de la inspección.
La voz de David no se alteró.
—¿La inspección será momento para qué? ¿Lo dijo Hennes?
—Eso no he logrado oírlo. Ellos se alejaron y no he podido seguirlos, porque me habría vendido a mí mismo. Pero se me hace que todo está muy claro.
—Tal vez sea así. Pero me parece que debemos investigar para saber con exactitud qué es lo que intentan.
Bigman se aproximó, como si intentara leer en el rostro de David, a pesar de la oscuridad.
—¿Cómo lo haremos?
—Del único modo posible —respondió David—; mañana iré de inspección y daré a esos tipos la oportunidad de decírmelo.
—¡No irás a hacer tamaña tontería! —vociferó, casi, Bigman— No podrás apañártelas solo contra ellos en una inspección. ¡Qué sabes tú de Marte! ¡Tú, terrestre!
David respondió con absoluta calma:
—Pues será algo así como un suicidio, supongo. Será cosa de aguardar y ver qué ocurre.
David Starr palmeó la espalda de Bigman, y dándose la vuelta volvió a dormir.
Dentro de la cúpula del huerto, el ardor de la inspección se encendió junto con las luces fluorescentes principales. Estrépito salvaje y prisa loca a cada palmo. Los arenautos avanzaban en hileras y cada operario atendía al suyo.
Makian se trasladaba de un lugar a otro, sin permanecer largo tiempo en ninguno. Hennes, con su voz opaca y eficiente, asignaba funciones y marcaba los itinerarios a seguir dentro de la extensión del huerto. Al pasar frente a David le echó una mirada y se detuvo.
—Williams —dijo—. ¿Aún piensas venir de inspección?
—No me la quiero perder.
—Pues está bien. Ya que no tienes auto propio, te daré uno del almacén general. Una vez que te sea entregado tendrás que cuidarlo y mantenerlo en buenas condiciones. Cualquier reparación de averías que puedan ser evitadas tendrás que pagarla tú. ¿Has comprendido?
—Sí, perfecto.
—Te pondré en el equipo de Griswold. Ya sé que no os entendéis, pero él es nuestro mejor hombre en el campo y tú no eres otra cosa que un terrestrito sin experiencia. No quiero que embrolles a un tipo menos listo. ¿Sabes conducir un arenauto?
—Creo que puedo llevar cualquier vehículo con un poco de práctica.
—Puedes, ¿eh? Te daremos la oportunidad de demostrarlo. —Y ya estaba a punto de seguir su ronda, cuando sus ojos cayeron sobre algo—. ¿Dónde piensas ir? —gruñó.
En ese preciso instante Bigman hacía su entrada; llevaba ropas nuevas y sus botas estaban resplandecientes como un espejo. Peinado a rabiar, el cabello le caía hacia atrás y su rostro se veía relucir de limpio. Respondió con enfática dicción:
—A la arena, Hennes..., señor Hennes. No estoy arrestado y poseo mi licencia de horticultor, aunque usted me haya ensartado en la cocina. Y esto quiere decir que puedo ir a la inspección. Y también significa que tengo derecho a mi antiguo auto y a mi antigua partida.
Hennes se encogió de hombros.
—Te sabes muy bien los reglamentos y será eso lo que dicen, supongo. Pero una semana, Bigman, una semana más. Luego, si asomas tu nariz en cualquier lugar del campo de Makian pondré un hombre de verdad para que te deshaga.
Bigman dedicó un gesto de amenaza a la espalda de Hennes, que ya se alejaba, y se volvió hacia David:
—¿Alguna vez has usado mascarilla, terrestre?
—En realidad, nunca. Pero he oído algo de ellas, por supuesto.
—Oír no es usar. Ya he pedido una para ti. Mira, te mostraré cómo debes ponértela. No, no, quita las manos. Mira bien cómo me las pongo yo. Así, así está bien. Ahora por encima de la cabeza y fíjate que las correas no estén mal plegadas por detrás de tu cuello, o acabarás con la cabeza deshecha. ¿Ves bien ahora?
La parte superior del rostro de David se había transformado en una monstruosidad recubierta de plástico, y los dos tubos flexibles que salían de los cilindros de oxígeno y penetraban en la mascarilla a ambos lados del mentón de David, le quitaban cualquier posible apariencia de humanidad.
—¿Puedes respirar? —preguntó Bigman.
David se esforzaba por aspirar aire. De pronto se quitó la mascarilla.