El Ranger del Espacio es la primera de una serie de novelas, llenas de intriga y acción, que Isaac Asimov sitúa en los distintos planetas del sistema solar. La Tierra está gobernada por un Consejo de científicos y depende de sus colonias en otros planetas para el suministro de alimentos. Un joven miembro del consejo —David Starr, a quien llaman Lucky— ha de enfrentarse a ciertos sucesos misteriosos que ponen en peligro la subsistencia misma de la raza humana.
Isaac Asimov
El Ranger del Espacio
Lucky Starr I
ePUB v2.0
Volao19.06.12
Título original:
David Starr, Space Ranger
Isaac Asimov, 1952.
Diseño/retoque portada: laNane
Editor original: Volao (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: Atramentum
ePub base v2.0
Esta obra se publicó por primera vez en 1954, y la descripción de la superficie de Venus se hizo de acuerdo con los conocimientos astronómicos de aquella época.
Desde 1954, no obstante, el conocimiento astronómico del sistema solar ha avanzado extraordinariamente debido al empleo del radar y los cohetes y satélites artificiales.
A finales de la década de los 50, la cantidad de ondas de radio recibidas desde Venus hizo llegar a la conclusión de que la superficie de dicho planeta era mucho más caliente de lo que se suponía. El 27 de agosto de 1962, un cohete sonda llamado Mariner II fue lanzado en dirección a Venus. El 14 de diciembre del mismo año llegó a 30.000 kilómetros de Venus. Midiendo las ondas de radio emitidas por el planeta, resultó que la temperatura de su superficie en todos sus puntos era considerablemente más elevada que la del punto de ebullición del agua.
Esto significaba que, lejos de tener un océano dominador de toda la superficie, como se describe en esta obra, Venus carecía por completo de mares. Toda el agua de Venus se halla allí en forma de vapor en sus nubes, y la superficie es tremendamente caliente y reseca. La atmósfera de Venus es, sin embargo, más densa de lo que se creía y está compuesta casi por entero de anhídrido carbónico. Tampoco se sabía en 1954 qué tiempo tardaba Venus en girar sobre su eje. En 1964, las ondas de radar, al rebotar sobre la superficie del planeta, demostraron que éste completaba una rotación cada 243 días (dieciocho días más que la duración de su año), y en dirección contraria con respecto a los otros planetas.
Espero que a los lectores les guste esta historia, aunque no desearía que se dejasen engañar al aceptar como datos incontrovertibles parte del material que en 1954 parecía «exacto», pero que en la actualidad ha quedado desfasado.
Isaac Asimov. Noviembre de 1970.
David Starr estaba observando el rostro del individuo, de modo que vio cómo ocurría: lo vio morir.
Mientras aguardaba con paciencia al doctor Henree, David estaba disfrutando de la atmósfera del nuevo restaurante de la ciudad, el Internacional. Esta sería su primera fiesta después de haber obtenido su título y la cualificación para integrarse como miembro del Consejo de Ciencias.
No le molestaba aguardar. El Café Supreme aún brillaba con la reciente capa de pintura cromosiliconada. En la pared, junto al extremo de la mesa de David, había un pequeño y refulgente cuerpo cúbico; contenía la diminuta réplica tridimensional de la banda cuya música se expandía por todo el ambiente. La batuta del director era un destello de movimiento de un centímetro; la tabla de la tarima, por supuesto, era de «sanito», última palabra en materia de campos de fuerza y, exceptuada la deliberada fluctuación, casi invisible.
Los calmos ojos castaños de David se deslizaron por las otras mesas, semiocultas en sus reservados; y no lo hacía por tedio, sino porque la gente le interesaba más que cualquiera de los artilugios científicos que el Café Supreme ofreciera. La televisión tridimensional y los campos de fuerza eran motivo de maravilla diez años atrás, pero ahora ya estaban aceptados por todos. La gente, en cambio, no había variado; pero aún hoy, diez mil años después de la construcción de las pirámides y cinco mil después de la primera explosión atómica, constituía un misterio insoluble, un enigma sin desvelar.
Allí estaba aquella joven de hermoso vestido, riendo con suavidad junto al hombre que se sentaba frente a ella; un hombre maduro con sus incómodas ropas de fiesta, escogiendo el menú en el teclado del camarero automático mientras su mujer y dos niños le observaban con aire atento; dos hombres de negocios hablando con animación acerca del postre...
Y ocurrió cuando la mirada de David se fijó sobre esos dos ejecutivos. Uno de ellos, con la cara congestionada, hizo un movimiento convulsivo y vaciló. El otro, con un grito, lo cogió de un brazo, en un gesto inútil de ayuda, pero el primero ya había caído de su asiento y comenzaba a deslizarse bajo la mesa.
David se había puesto de pie a la primera señal de conmoción y ahora sus largas piernas devoraron la distancia entre las mesas en tres veloces zancadas. Ya dentro del reservado, una presión de su dedo sobre el contacto electrónico junto al aparato de tridivisión hizo descender una cortina morada con dibujos fluorescentes en la boca del pequeño recinto. A nadie podía extrañar que hubiese quienes quisieran gozar de una cierta soledad.
Tan sólo entonces el compañero del hombre accidentado halló las palabras adecuadas:
—Manning está enfermo. Es una especie de ataque. ¿Es usted médico?
La voz de David fue calmada, serena. Infundía fortaleza:
—Siéntese usted y no se altere. En seguida llegará el administrador y se hará todo lo que se pueda.
Cogió al accidentado para alzarlo: parecía un muñeco de trapo, aunque era un individuo pesado. Empujó la mesa hacia un lado, tan lejos como le fue posible: mientras aferraba la tabla, sus dedos permanecían a dos centímetros del mueble, rechazados por el campo de fuerza. Tendió al hombre sobre el asiento, y tras desprender el cierre magnético de la camisa, comenzó a practicarle la respiración artificial.
David no creía que aquel hombre pudiera recuperarse; pues los síntomas le eran bien conocidos: congestión repentina, pérdida de la voz y el aliento, breves minutos de lucha por la vida y, por último, el fin.
La cortina se agitó. Con notable presteza el administrador respondía a la señal de emergencia que David había enviado antes de abandonar su mesa. El administrador era un hombre bajo, de cara roja, vestido con un traje negro y ajustado, de corte conservador. Sus facciones estaban alteradas.
—¿Alguien aquí ha...? —sufrió un estremecimiento cuando sus ojos captaron la situación.
El otro ejecutivo hablaba con prisa histérica:
—Estábamos cenando, cuando mi amigo ha sufrido este ataque. Y en cuanto a este hombre, no sé quién es.
David abandonó sus inútiles esfuerzos. Apartó de su frente un espeso mechón de cabellos castaños y preguntó:
—¿Es usted el administrador?
—Soy Oliver Gaspere, administrador del Café Supreme. —repuso el individuo regordete, lleno de azoramiento—. La llamada de emergencia de la mesa 87 suena; cuando llego, está vacía. Alguien me dice que un joven se ha precipitado hacia la 94, llego y me encuentro con esto. —El hombrecito giró—. Llamaré al doctor de la casa.
David lo detuvo:
—Un momento. No tiene sentido que lo haga. Este hombre está muerto.
—¿Qué? —gritó el otro ejecutivo—. ¡Manning!
David Starr lo empujó hacia atrás, contra la invisible tabla de la mesa.
—Tranquilícese, caballero. No puede usted ayudarlo y no es momento para alborotos.
—No, no —concordó Gaspere, de prisa—. No debemos sobresaltar a los otros comensales. Pero verá usted, señor, un médico ha de examinar a este pobre hombre y determinar la causa de su muerte. No puedo permitir irregularidades en mi restaurante.
—Lo lamento, señor Gaspere, pero prohíbo que este hombre sea examinado por nadie en este momento.
—Pero ¿qué dice usted? Si este hombre ha muerto de un ataque al corazón...
—Por favor. Le ruego que coopere usted conmigo y que no prosigamos una discusión sin sentido. ¿Cuál es su nombre, señor?
El amigo del muerto contestó con tono opaco:
—Eugene Forester.
—Vaya, señor Forester, quiero saber con exactitud qué han comido usted y su amigo.
—¡Señor! —el regordete administrador echó a David una mirada en la que los ojos se le salían de las órbitas—. ¿Sugiere usted que ha sido algo en la comida la causa de esto?
—No sugiero. Pregunto.
—No tiene usted derecho a preguntar nada. ¿Quién es usted? Es un don nadie. Exijo que un médico examine a este pobre hombre.
—Señor Gaspere, está usted hablando con un miembro del Consejo de Ciencias.
David descubrió la parte interna de su muñeca levantando la manga flexible de metallite. Por un instante sólo se vio la piel y luego una marca oval se fue oscureciendo hasta tornarse negra. Dentro del óvalo, diminutos gránulos luminosos danzaron titilando: reproducían las conocidas figuras de la Osa Mayor y de Orión.
Los labios del administrador temblaron. El Consejo de Ciencias no era un cuerpo gubernamental, pero sus miembros tenían acceso a muy elevados cargos en el gobierno; Gaspere murmuró:
—Le ruego que me excuse, señor.
—No es preciso que se excuse usted. Bien, señor Forester, ¿podrá ahora responder a mi pregunta?
—Ordenamos la cena especial número tres —murmuró.
—¿Ambos?
—Así es.
—¿Ninguno de los dos hizo ningún cambio? —inquirió David. Él mismo había examinado el menú en su propia mesa. El Café Supreme servía delicadezas extraterrestres, pero la cena especial número tres estaba integrada con los más comunes platos terrestres. sopa de verduras, chuletas de ternera, patatas asadas, guisantes, helado y café.
—Sí, hubo un cambio. —Forester arqueó las cejas—. Manning ordenó marciruelas en almíbar de postre.
—¿Y usted no?
—No.
—¿Y dónde están ahora esas marciruelas?
David también había comido ese postre. Eran ciruelas maduradas en los amplios huertos marcianos, jugosas y sin hueso, con un sutil sabor a canela que se unía al delicioso aroma de fruta fresca.
—Se las ha comido. ¿Qué se imagina usted? —repuso Forester.
—¿Cuánto tiempo antes del colapso?
—Alrededor de unos cinco minutos, creo. Aún no habíamos terminado el café. —El hombre empalidecía segundo a segundo—. ¿Estaban envenenadas?
David no respondió. Se encaró, en cambio, con el administrador.
—¿Qué pasa con esas marciruelas?
—Pues nada. No tienen nada malo. —Gaspere había cogido la cortina del reservado y la sacudía con fuerza, pero no se olvidaba de no alzar demasiado la voz—. Eran parte de un cargamento fresco de Marte, controlado y aprobado por el gobierno. Sólo en estas tres últimas noches hemos servido cientos de raciones. Nada semejante había ocurrido hasta ahora.
—De todos modos, será prudente que ordene usted que se eliminen de la lista de postres hasta que se les haga un nuevo análisis. Y por si no fueran las marciruelas, tráigame usted una bolsa de cualquier clase y recogeré los restos de la cena para que sean estudiados.
—En seguida, en seguida.
—Y, por supuesto, no hable de esto con nadie.