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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

El Ranger del Espacio (13 page)

BOOK: El Ranger del Espacio
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—Sí, si poseen sólo el equipo sensorial que tú tienes.

—Y me es posible verlo todo con claridad. Lo que significa que los rayos de luz penetran en el escudo. ¿Por qué no lo cruzan también, en sentido contrario, y dejan ver mi rostro?

—Sí lo hacen, pero cambian de trayectoria y sólo dejan ver lo que se ha reflejado en el espejo. Para explicártelo con propiedad tendría que utilizar conceptos que están fuera del alcance de tu mente.

—¿Y el resto? —las manos de David se movieron con lentitud por encima del humo que lo envolvía. No sintió nada.

La voz profunda respondió, una vez más, al pensamiento no verbalizado:

—Tú no sientes nada. Y lo que se te muestra como humo es una barrera resistente a radiación de onda corta e infranqueable para objetos materiales de tamaño mayor que el molecular.

—¿Es decir que se trata de un escudo personal de fuerza?

—Bien, es una burda descripción, sí.

David estalló:

—¡Gran Galaxia, es imposible! Se ha probado definitivamente que ningún campo de fuerza tan pequeña como para proteger a un hombre de la radiación y de la inercia material puede ser generado por una máquina que el hombre pueda llevar consigo.

—Y así es para la ciencia que tus congéneres están en condiciones de desarrollar. Pero la máscara que llevas no es una fuente de energía, sino un equipo de almacenaje de energía que, por ejemplo, puede ser renovada por unos pocos instantes de exposición a las radiaciones de un Sol poderoso como lo es el nuestro, desde la distancia de este planeta. Y más aún: es un mecanismo que libera esa energía por deseo mental. Ya que tu propia mente es incapaz de controlar el poder, ha sido adaptada a las características de tu mente y operará en forma automática y en la medida de lo necesario. Ahora quítate la máscara.

David llevó su mano hasta los ojos y, respondiendo otra vez a su deseo, la máscara se separó de su rostro y se convirtió en un leve trozo como de gasa en la mano.

Por última vez la voz profunda habló:

—Y ahora debes abandonarnos, Ranger del Espacio.

Con suavidad inimaginable, David Starr perdió el sentido.

No hubo transición, casi, en su recuperación del sentido, que fue completa, pues ni siquiera experimentó la menor inseguridad en cuanto al lugar en que se hallaría; en ningún momento se preguntó dónde se hallaba.

Supo con certeza que estaba de pie sobre sus dos buenas piernas sobre la superficie de Marte; que nuevamente llevaba la mascarilla y que respiraba a través de ella; que detrás de él estaba el exacto lugar del borde de la fisura donde había anclado la escala de cuerda para iniciar el descenso; que a su izquierda, semioculta entre las rocas, estaba la plataforma que Bigman le dejara allí.

Hasta supo el modo especifico en que lo habían devuelto a la superficie. No era memoria; era información deliberadamente implantada en su cerebro, tal vez como recurso final para impresionarlo con el poder de los marcianos sobre las interconversiones materia-energía. Sus huéspedes habían abierto un túnel hacia la superficie, para él, y lo habían elevado a velocidad de cohete, convirtiendo la roca sólida en energía, por delante de él, y luego la energía en roca, tras su paso, hasta que por fin se halló de pie sobre la corteza exterior marciana.

En su interior perduraban palabras que no había oído conscientemente. Sonaban en la voz femenina de la caverna y eran palabras sencillas: «¡No temas, Ranger del Espacio!»

Comenzó a marchar; ya no estaba en el entorno tibio y similar al terrestre que había sido preparado para él allá abajo, en la caverna. Por contraste, sintió más que nunca el frío y el viento le pareció el más fuerte que soportara en Marte. El Sol estaba naciendo, por el este, tal como cuando inició su descenso a la fisura. ¿Habría sido en el día anterior? No tenía medio de determinar cuánto tiempo había transcurrido durante sus intervalos de inconsciencia, pero estimaba con certeza que no debía haber sido un lapso mayor de dos días.

El cielo aparecía distinto. Era más azul, y el sol más rojizo. Intrigado, David frunció el entrecejo; luego se encogió de hombros. Se estaba habituando al paisaje marciano, eso era todo; se le había tornado familiar y, por la fuerza de la costumbre, lo interpretaba de acuerdo con los antiguos esquemas terrestres.

Lo mejor sería iniciar en seguida el regreso hacia la cúpula del huerto. La plataforma no era, por supuesto, ni tan veloz ni tan cómoda como un arenauto. Cuanto menor fuese el tiempo que transcurriese sobre ella, más confortable estaría.

Como un experto conocedor de Marte, echó una mirada de reconocimiento a las formaciones rocosas cercanas. Los horticultores hallaban sus caminos en un desierto sin rutas apelando a un método simple; buscaban una roca que semejaba «un melón en un sombrero», se dirigían hacia ella hasta llegar a otra que se veía «como una nave espacial con dos tanques arriba»; por entre ambas se encaminaban hacia una tercera «que parecía una caja desfondada». Era un método primitivo, pero no requería más instrumental que una cierta memoria e imaginación pictórica, y los horticultores disponían de buena cantidad de ambos elementos.

David avanzaba por la ruta que Bigman le había recomendado para un regreso más breve, con menos posibilidades de errar el camino que si se guiaba por formaciones rocosas menos reconocibles. La plataforma se sacudía, sorteando a brincos las rocas mayores y entre nubes de polvo al girar. David la conducía con firmeza, los talones asentados en las cavidades de apoyo, empuñando en cada mano uno de los cables metálicos que hacían las veces de timón. Y no se preocupaba por moderar su velocidad: aun cuando el vehículo sufriera un vuelco, no llegaría a ser demasiado el daño que sufriría, dadas las condiciones de gravedad marciana.

Pero, de pronto, otra circunstancia lo detuvo: un gusto extraño en la boca, una comezón en las mandíbulas y en la línea de la nuca. Experimentaba una sensación leve, arenosa, en el paladar. Observó con desagrado la nube de polvo que se expandía a su espalda, como la estela de un cohete. Era desusado que se extendiera hacia los lados por delante, como para colmarle la boca.

¡Hacia los lados y por delante! ¡Gran Galaxia! La idea que en ese instante irrumpió en su mente le hizo el efecto de una garra helada en el corazón y en la garganta.

Aminoró la velocidad de la plataforma y se dirigió hacia un grupo de rocas donde su paso no podía producir polvo; interrumpida la marcha, aguardó a que el aire se aclarase. Pero no sucedió así. Con la lengua recorrió el interior de la boca, inquieto por la creciente aspereza que provenía del finísimo polvo en suspensión. Observó el sol más rojo y el cielo más azul, ahora con clara idea de lo que estaba ocurriendo. El polvo que flotaba en el aire favorecía la dispersión de la luz, extrayendo el azul del sol y adicionándolo al cielo en general. Sus labios se resecaban y la comezón ya no se limitaba a mandíbulas y nuca.

No cabía ninguna duda. Con decisión firme se instaló en la plataforma y apuró la marcha, hasta el máximo de velocidad, por entre rocas, pedruscos y polvo.

¡Polvo!

¡Polvo!

Aun en la Tierra los hombres poseen un hondo conocimiento de las tormentas marcianas de polvo, que sólo en cuanto a sonido se asemejan a las tormentas de arena de los desiertos terrestres. La marciana es conocida como la más mortífera de las tormentas del sistema solar habitado. Ningún hombre, cogido como David Starr, sin arenauto que lo protegiese, a kilómetros del refugio más cercano, jamás en la historia de Marte, había sobrevivido a una tormenta de polvo. Muchos hombres habían rodado entre las angustias de la muerte a menos de dos metros de una cúpula, incapaces de cubrir la distancia, en tanto que, desde dentro, los que observaban la escena no se atrevían, ni podían intentar el rescate sin un arenauto.

David Starr sabía que sólo le restaban unos pocos minutos para arribar a esa misma agonía. El polvo, despiadado, ya se insinuaba por debajo de su mascarilla y contra la piel de su rostro. Lo percibía dentro de sus ojos lacrimosos y parpadeantes.

12 - LA PIEZA PERDIDA

La naturaleza de la tormenta marciana de polvo no ha sido bien comprendida. Como la de la Luna terrestre, la superficie de Marte está, en su mayor parte, cubierta de fino polvo; pero, a diferencia de la Luna, Marte posee una atmósfera capaz de poner en movimiento el polvo. Por lo común, no se trata de un hecho peligroso. La atmósfera marciana es leve y los vientos no tienen excesiva duración.

Pero en ocasiones, por razones desconocidas, aunque tal vez relacionadas con tormentas eléctricas en el espacio, el polvo adquiere una carga eléctrica y cada partícula rechaza a la partícula vecina. Aun sin la presencia del viento, el polvo tiende a elevarse; cada paso, cada movimiento, puede alzar una nube de polvo que no se asienta, sino que se expande y adensa el aire.

Cuando a esto se suma el viento, se habla de la existencia de una real tormenta de polvo. El polvo jamás es tan espeso que impida la visión; no es éste el peligro. La tremenda penetración es lo que lo convierte en elemento mortífero.

Las partículas de polvo son en extremo finas y lo penetran todo. Las ropas no logran detenerlo; el abrigo de una elevación rocosa no significa nada; la mascarilla de respiración, con su ancha banda de ajuste a la cara, no basta para detener en su camino a las diminutas partículas.

En medio de una tormenta, dos minutos son tiempo suficiente para que se genere una comezón insufrible; cinco minutos ciegan, virtualmente, a un hombre y quince minutos lo matan. Hasta una tormenta suave, tan débil que podría no ser advertida por las personas que la atraviesan, llega a enrojecer las superficies expuestas de la piel y ocasiona lo que se denominan quemaduras de polvo.

David Starr sabía todo esto y más aún. Sabía que su propia piel estaba enrojeciendo. Carraspeaba, en un intento de aclarar su garganta congestionada, pero sin resultados positivos. Había tratado de mantener cerrada la boca, apretando los labios con firmeza y exhalando sin abrirlos, casi. De nada le valió. El polvo lo invadía, se franqueaba sus propios caminos a través de sus labios. La plataforma avanzaba en forma irregular ya que el polvo penetraba en su motor y lo dañaba tanto como a David.

Sus ojos estaban inflamados y casi no los podía mantener abiertos. Las lágrimas que fluían y se acumulaban en la parte inferior de la mascarilla respiratoria iban empañando los cristales y ya le impedían la visión.

Nada detenía a esas partículas microscópicas, excepto las suturas herméticas de una cúpula o de un arenauto. Nada.

¿Nada?

Entre la comezón enloquecedora y la carraspera, pensaba con desesperación en los marcianos. ¿Sabrían ellos que se cernía una tormenta de polvo? ¿Podrían saberlo? ¿Lo habrían enviado a la superficie, de saberlo? De su mente bien podrían haber captado que sólo tenía una plataforma móvil para regresar hasta la cúpula. También podrían haberlo transportado a la superficie dejándolo junto a la cúpula, o dentro de ella, inclusive.

Los marcianos debían conocer la existencia de las condiciones para esa tormenta. Recordó que el ser con la voz profunda había sido abrupto en su decisión de hacerlo regresar a la superficie, como si lo poseyera el interés de que la salida de David coincidiese con el apogeo de la tormenta.

Y también estaban las palabras finales de la voz femenina, las palabras no oídas conscientemente y que, por ello, sabía que habían sido implantadas en su cerebro en su trayecto a través de la roca: «No temas, Ranger del Espacio.»

Mientras pensaba en todo esto, la respuesta se hizo clara en su mente. Una mano buscó un bolsillo, la otra la mascarilla de respiración. Cuando alzó la mascarilla, la nariz y los ojos, parcialmente desprotegidos, recibieron el castigo del polvo, ardiente e irritante.

Sintió el irresistible deseo de estornudar, pero lo rechazó con entereza. La involuntaria inhalación llenaría sus pulmones con una cantidad mortal de polvo.

Pero ya extraía del bolsillo el trozo de gasa y lo alzaba hasta sus ojos y nariz, y deslizaba por encima, nuevamente, la mascarilla.

Sólo entonces estornudó. Esto implicaba que había aspirado una buena cantidad de los gases atmosféricos marcianos, pero ya no mezclados con polvo. Inmediatamente inició una respiración forzada, absorbiendo cuanto oxígeno le era posible, exhalando con energía, arrojando el polvo de dentro de su boca. Alternó algunas aspiraciones con la boca, para evitar un próximo estado de hiperoxigenación.

Gradualmente, las lágrimas fueron lavando el polvo de sus ojos y, al no penetrar nuevas nubes de polvo, recuperó su capacidad visual. Sus miembros y cuerpo estaban oscurecidos por el neblinoso escudo de fuerza que lo rodeaba y sabía que la parte superior de su cabeza resultaba invisible dentro de la aureola de su máscara protectora.

Las moléculas de aire podían penetrar en el escudo con libertad, pero, y a pesar de ser tan pequeñas, las partículas de polvo eran del tamaño necesario para ser detenidas. David pudo observar el proceso con sus propios ojos: tan pronto como chocaba con el escudo, cada partícula de polvo se detenía y la energía de su movimiento era convertida en luz, de modo que en el punto de posible penetración surgía una diminuta chispa. Todo su cuerpo estaba sumergido en un océano de chispas que se arremolinaban, brillantes como el sol marciano, rojo y opaco entre el polvo, en tanto que su luz no lograba tocar el suelo ni disipar la semioscuridad sobre él reinante.

David sacudió sus ropas y una nube de polvo se elevó, bella a la vista ahora que el escudo lo protegía. El polvo podía salir del escudo de fuerza, pero no podía volver a penetrar. En forma gradual se fue liberando de casi todas las partículas. Con aire de duda observó la plataforma... intentó poner en marcha el motor y la respuesta fue un breve y ronco sonido; luego, el silencio. Era de esperar. a diferencia de los arenautos, las plataformas no tenían, no podían tener motores blindados.

Debería andar. El pensamiento no le asustaba: la cúpula del huerto estaba a una distancia menor de cinco kilómetros y tenía oxígeno suficiente. Sus cilindros estaban llenos. Los marcianos se habían ocupado de ello antes de enviarlo de regreso.

Se le ocurrió que ahora los comprendía. Ellos sabían que amenazaba tormenta; tal vez la habían favorecido. Era poco lógico suponer que con su antigua experiencia del clima marciano y sus vastos conocimientos científicos no hubiesen adquirido una idea precisa de las causas fundamentales y de los mecanismos de las tormentas de polvo. Al enviarlo a enfrentarse con la tormenta, sabían que él llevaba en su bolsillo la defensa perfecta. No le habían formulado ninguna advertencia acerca de la prueba que le aguardaba, ni acerca de la defensa que poseía. Era acertado. Si él era hombre merecedor del presente de un escudo de fuerza, podría o debería pensar en su valor por sí mismo. De lo contrario, no era la persona indicada para tenerlo.

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