El quinto jinete (9 page)

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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
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—¿Qué te pasa? —gruñó Kamal.

Whalid se sobresaltó como un alumno distraído sorprendido por el maestro. Todavía tenía el reloj en la mano.

—La luz roja no ha estado encendida durante dos segundos enteros —balbuceó—. ¿Estás seguro de haber conectado correctamente la antena del tejado?

—¡Naturalmente!

Sin embargo, creo que deberíamos comprobarlo. —Whalid encendió su linterna eléctrica—. Subiré contigo y te alumbraré mientras compruebas la conexión.

Los dos hombres se dirigieron a la escalera. De pronto, Whalid se llevó las manos al vientre y lanzó un gemido de dolor.

—¡Maldita úlcera! Ve tú en mi lugar —Leila —dijo tendiendo la lámpara a su hermana.

Cuando volvieron Leila y Kamal, vieron que la crisis de Whalid había pasado. Su hermano parecía súbitamente apaciguado.

—Todo está perfectamente allá arriba —declaró Kamal.

Whalid pudo entonces pulsar la tecla F
IN
del maletín. El sistema quedó entonces completamente cerrado.

—Harías bien en pasar la noche aquí conmigo, Whalid —sugirió Kamal—. Sería más prudente.

—No, no, ya me siento bien.

—¿Y tu, Leila?

—¡No te preocupes por mí! A nadie se le ocurrirá buscarme en el sitio al que voy.

A fin de envolver su desplazamiento en el secreto más absoluto, el presidente y sus colaboradores se dirigieron por el túnel que enlazaba la Casa Blanca con el Ministerio de Hacienda hasta los dos Ford corrientes que les conducirían al Pentágono.

Eran las 23.30 cuando los coche torcieron a lo largo del Potomac y penetraron en el recinto del Pentágono. Los visitantes pasaron bajo el pórtico del Comité de jefes de Estado Mayor y se detuvieron delante de una sencilla puerta blanca que llevaba el número 2 B 890. Dos centinelas armados y una batería de cámaras automáticas comprobaron su identidad, y se abrió la puerta. El jefe del Estado y sus colaboradores se metieron entonces en un ascensor, que se hundió a cincuenta metros bajo tierra. El Centro de Mando Militar Nacional es uno de los dos puestos de mando operacionales del presidente de Estados Unidos en casos de gran emergencia. Verdadera cueva de Alí Babá de la era electrónica, encierra una serie ultra secreta de sistemas de comunicación que permiten al presidente ver y escuchar el mundo desde su sillón; seguir en directo, gracias a la red de satélites K 11, cualquier acontecimiento, y dictar órdenes a todos los centros de poder norteamericanos dispersos en todos los rincones del Universo. Las imágenes transmitidas por los satélites a las seis pantallas que tapizan las paredes de la estancia son de tal fidelidad, que el presidente puede distinguir literalmente una vaca de Jersey de una vaca de Guernesey en un prado de Sussex; determinar el color y la marca de un automóvil que cruce la entrada del Kremlin y seguir la trayectoria de un misil disparado por el piloto de un F-15 en vuelo sobre el Bósforo. Gracias a los sistemas de escucha de la CIA, puede oír el diálogo entre un piloto ruso de MIG 13 y su controlador aéreo de Sebastopol; el ruido de las pisadas de los dirigentes comunistas en los pasillos de sus ministerios de Moscú, Berlín Este o Praga; sus conversaciones más íntimas, y el tintineo de los vasos de vodka. En fin, desde su sillón, el presidente podría ser a la vez espectador y actor de la tragedia final. Podría ordenar el disparo de un cohete Minuteman desde un silo de Dakota del Sur, y contemplar enseguida, como cualquier espectador de una sala de cine, el espectáculo del horror termonuclear devastando la población, las calles y las casas de cualquier ciudad soviética.

Más allá de la mesa de conferencias había tres pupitres ocupados por oficiales de transmisiones. Detrás de un cuarto pupitre, un poco más elevado, se hallaba el comandante del centro, un contra almirante de blanco uniforme, tan impecable, que parecía más propio de una
soirée
de gala.

Se apagaron las luces de la estancia y el almirante proyectó en las seis pantallas una serie de imágenes que revelaban la situación de las fuerzas soviéticas, tal como estaban desplegadas en aquel preciso instante: los submarinos nucleares en misión, representado cada uno de ellos por el destello de una luz roja en un planisferio; los emplazamientos de los cohetes intercontinentales, filmados con tanta precisión que podían distinguirse los centinelas que patrullaban alrededor de sus recintos; los parques de vehículos blindados; los bombarderos atómicos Backfire, en sus alvéolos de las bases de Alemania Oriental y del mar Negro; las baterías de misiles nucleares Sam, a lo largo del Oder.

Las imágenes desaparecieron y se encendieron de nuevo las luces.

—Señor presidente, no existe señal alguna que permita deducir que las fuerzas armadas soviéticas se hallen en estado de alerta —declaró el almirante.

Se inclinó sobre su pupitre para accionar una nueva serie de palancas. Las luces se apagaron de nuevo. Una franja de desierto, rojizo bajo el sol naciente, apareció en una de las pantallas. En el centro, apenas visible, se elevaba una especie de torre metálica.

—He ahí el lugar indicado en el mensaje depositado en la estación de Washington.

Una segunda pantalla mostró una vista ampliada de la torre metálica. Parecía un viejo
derrick
de prospección petrolífera. En su cima, podían observarse los contornos de un gran recipiente cilíndrico, parecido al barril que figuraba en el plano adjunto a la casete del coronel Gadafi.

El almirante explicó que ningún satélite se hallaba sobre Libia en el momento en que el sobre había llegado a la Casa Blanca. Sus órbitas eran fijadas una vez al mes por el Consejo Nacional de Seguridad, y casi todos ellos eran utilizados para vigilar la URSS y la Europa del Este. Al producirse la primera alarma, se había modificado la órbita de tres satélites KHII, dirigiéndola sobre Libia. Las imágenes transmitidas por un segundo satélite aparecieron en aquel instante en otra pantalla. Mostraban un grupo de edificios en la periferia de Trípoli, el cuartel de Bab Azziza, donde el encargado de negocios norteamericano no había podido entrar unas horas antes. Ante el portal de entrada, el presidente y sus colaboradores distinguieron siluetas que iban y venían, sin duda los mismos centinelas que habían cerrado el paso al diplomático. Entonces apareció el conjunto del campamento y, a continuación, se amplió la imagen, para mostrar sólo una serie de pequeñas construcciones un poco apartadas. El almirante deslizó un disco blanco sobre el laberinto de tejados y lo detuvo sobre un rectángulo.

—He ahí la residencia del coronel Gadafi. Pero no hemos observado en ella ninguna actividad especial, ni siquiera señales de que esté actualmente habitada.

—¿Qué le hace pensar que se trata realmente de la residencia del coronel? —preguntó el presidente.

El almirante desplazó ligeramente la imagen. Entonces apareció ante la casa un pequeño patio cercado en cuyo centro se levantaba una tienda de nómada. Al lado de ésta, destacaba la silueta de un dromedario.

—Según nuestros informes, esa tienda es utilizada como salón privado por el coronel, y ese animal le suministra la leche que más le gusta.

Entonces apareció una imagen de la costa Libia en una tercera pantalla. Una lucecilla roja centelleaba en medio del golfo de Bidra, entre Trípoli y Bengasi. El almirante indicó que se trataba del destructor
US Allan
, navío de vigilancia electrónica, parecido al que los israelíes habían torpedeado en 1967 frente a Gaza, porque espiaba sus comunicaciones por radio. Estaba equipado con aparatos sumamente perfeccionados, capaces de interceptar, descifrar y estudiar todas las emisiones de radio libias, así como de escuchar las conversaciones de cualquier abonado al teléfono de la red hertziana de telecomunicaciones libias. El Pentágono había transmitido ya al destructor muestras de las voces de Gadafi y de los cinco principales responsables libios. Millares de comunicaciones interceptadas serian cotejadas con aquellas muestras por ordenador, aislándose inmediatamente todas las llamadas de los dirigentes libios.

La costa mediterránea desapareció y fue sustituida por una vista general del territorio libio. Sobre la parte sudoeste de la imagen veíanse las dos líneas rojas paralelas que indicaban el pasillo aéreo propuesto por Gadafi en su segundo mensaje. Una luz roja se desplazaba hacia el Sur por el eje de este pasillo.

—Hemos pedido a un Blackbird de Adana que nos facilite información complementaria —explicó el almirante.

Los Blackbird SR 71 son una versión moderna del viejo avión espía U2. Vuelan a treinta mil metros de altura, a velocidad triple de la del sonido. Están equipados con instrumentos ultrasensibles de detección de radiaciones y de calor, con el fin de vigilar los experimentos nucleares franceses y chinos, y también con cámaras multidimensionales, capaces de proceder al desmenuzamiento fotográfico completo de un territorio.

El presidente fijó su atención en las dos pantallas que mostraban el presunto lugar del experimento. Alrededor de la torre se veían ahora claramente numerosas huellas de ruedas en la arena.

—¿Qué dice usted a eso, Green?

—Que se parece al viejo lugar de Trinity. Es sencillo y eficaz —respondió el secretario de Defensa.

Trinity es el nombre en clave del primer experimento atómico realizado en el desierto de Nuevo México, en el mes de julio de 1945.

El secretario de defensa examinaba la pantalla, con las cejas fruncidas, como un profesor buscando un error en el trabajo realizado por el alumno.

—Deberíamos ver en alguna parte señales de un puesto de mando cualquiera —dijo con inquietud.

—Hemos registrado toda la zona, pero no hemos encontrado nada —terció el almirante.

—¡Naturalmente! —saltó James Mills—. ¡Porque no hay nada que encontrar! ¡Repito que todo esto no es más que un enorme farol!

—Dios le oiga, James —murmuró el presidente, con un matiz de irritación—. Pero si se equivoca, se corre el riesgo de que el mundo entero se entere al mismo tiempo que nosotros.

—No forzosamente —objetó Green—. Ese desierto está realmente en el fin del mundo. La población mas próxima debe hallarse a varios cientos de kilómetros…

A trescientos catorce kilómetros exactamente, precisó el almirante. Es la aldea de Sidi Walfi.

El presidente agachó la cabeza.

—Aparte algunos nómadas, esperemos que la explosión, si se produce, no tendrá muchos testigos. Pero, ¿y los residuos?

Un mapa del nordeste de África y de la península Arábiga apareció entonces en una de las pantallas. Superpuesto a él, un arco en forma de morcilla partía del sur de Libia, rozaba el desierto de Chad y torcía hacia el Este, en dirección al Sudán y al extremo de Arabia Saudita.

—He aquí el probable eje de los residuos, según los vientos dominantes que soplan esta mañana en las capas altas de la atmósfera sobre el lugar —explicó el almirante.

El ministro de Defensa esbozó una sonrisa.

—¡Perfecto! No existen aparatos de medición de radiaciones en esa zona. Los sismógrafos de Europa del Próximo Oriente registrarán un temblor; de cuatro o cinco grados según la escala de Richter. Un fuerte temblor, pero nada que pueda alarmar al mundo.

Faltaban cuatro minutos para la medianoche. Sólo había que esperar. Las cifras luminosas de los segundos saltaban en los seis relojes del fondo de la estancia. La mirada del presidente volvió a la imagen de la residencia de Gadafi, cercada de blanco, con su patio, su tienda de nómada, sus palmeras, y su dromedario. «¿Es posible que un hombre que vive en una casa tan sencilla, un hombre profundamente creyente, un padre de familia, sea capaz de planear un crimen tan abominable? —pensó—. ¿Que odio, que afán de poder, qué deseo de vengar unos males que no han sido padecidos por él ni por su pueblo, pueden impulsarle a querer realizar una acción tan irresponsable? Si realmente ha hecho colocar esa bomba en Nueva York, ¿cómo será posible discutir con semejante fanático?»

Las 23.59. La carrera inexorable de los relojes seguía el ritmo del sordo ronroneo de los aparatos de climatización. Ningún otro ruido turbaba el pesado silencio. Detrás de sus pupitres, hasta los militares, por muy acostumbrados que estuviesen a las crisis, contenían el aliento. Nadie vio aparecer los cuatro ceros de la medianoche en las esferas. Todas las miradas estaban fijas en la torre metálica plantada sobre la arena del desierto, como vestigio petrificado de algún bosque soterrado.

Cinco segundos, diez segundos. Nada. Las doce y treinta segundos. Nada. El primer crujido de un sillón rebajó la tensión del ambiente. Las doce y cuarenta y cinco segundos. Y la torre metálica seguía en su sitio, como tímida antorcha de una esperanza que renacía.

Las doce y un minuto. Se oyeron carraspeos suspiros, ruidos de pies. Una especie de alivio físico reanimaba poco a poco a los reunidos. El acento lánguido de James Mills expresó una vez más lo que muchos pensaban. El georgiano tema el rostro carmesí. Rebosaba entusiasmado.

—¿No se lo había dicho? Ese libio bastardo no es más que un miserable baladrón. ¡Lo único que se merece es…

—Una buena lección —dijo el jefe de la CIA—. Sugiero, señor presidente, que estudiemos con urgencia las modalidades de una acción militar contra Libia.

—¡Eh, no tan deprisa! —terció Middleburger, subsecretario de Estado—. No tenemos ninguna prueba de que Gadafi esté realmente detrás de todo eso.

Mills saltó, enfurecido:

—No vamos a dejar que ese perro se salga de rositas porque no ha podido hacer explotar…

No terminó su frase. Una masa de luz blanca brotó de las pantallas de la sala 2 B 890. El relámpago fue de tal intensidad, el reflejo fue tan cegador, que todos tuvieron que protegerse los ojos con las manos. Desde una distancia de ciento cincuenta kilómetros, las cámaras del satélite captaron la bola de fuego que rugía sobre el mar de arena libio y la lanzaron contra las pantallas del Pentágono, como un hongo de gas en fusión girando en un ciclón multicolor de luz y de fuego.

La visión de pesadilla de los jinetes de san Juan sembrando el Apocalipsis se hizo realidad ante los horrorizados ojos del presidente. Pero ahora un quinto jinete galopaba en cabeza: Muamar el Gadafi, salido de las entrañas del infierno para asolar el mundo.

Mudos de estupor, el jefe del Estado y sus acompañantes contemplaron durante largos segundos el increíble espectáculo. El primer ruido que vino a turbar el silencio total procedía del Blackbird SR 71, que volaba a treinta y dos mil metros sobre el lugar de la explosión. Indiferente a la nube mortal que se extendía bajo sus alas, el piloto transmitía los datos de los instrumentos de a bordo: el número de rayos gamma y de partículas beta que chocaban con sus detectores, la intensidad de los neutrones, el efecto térmico de los rayos X. Pero estas informaciones tenían ya poca importancia para los espectadores de la sala 2 B 890. Para ellos, sólo contaba la horrorosa visión de la pantalla: aquella bola de fuego que subía de la arena.

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