—Le ruego que me disculpe —gimió—, pero no me encuentro bien. ¿Podría tomar un vaso de agua?
El policía asintió con la cabeza, con aire de fastidio, se levantó y salió despacio.
A través de los cristales del balcón, Françoise abarcó con la mirada el pestañeo de las luces sobre las aguas negras del puerto viejo. Escuchó el lamento del mistral, música familiar de su infancia, y volvió a verse en su niñez, asida de la mano de su padre observando las barcas de pesca que regresaban a puerto con su cargamento de pescado.
Se levantó bruscamente. Sus ojos, inundados de lágrimas, recorrieron la estancia, los archivadores metálicos, la mesa cubierta de documentos, el retrato del presidente de la República. Se sintió mal. Abrumada de vergüenza y desesperación, avanzó, hipando, hacia la ventana.
Apoyados los codos en la balaustrada del balcón descansando la cabeza entre las palmas de las manos, la mirada de Kamal Dajani vagaba sobre el mar y sobre el bulevar que discurría junto a la orilla, desde el aeropuerto de Al Maza hasta Beirut. El joven palestino soportaba mal el fracaso, y el fracaso de Cadarache había sido total. Sólo le quedaba un consuelo: Whalid, Leila y él habían conseguido ocultar a los franceses sus relaciones con Libia. La DST se había apresurado a aceptar la idea de que trabajaban para la OLP. Sólo podía tratar de salvar del desastre lo que pudiese salvarse. Si no había podido entregar plutonio a Muamar el Gadafi, tal vez podría entregarle algo que, a fin de cuentas, resultaría aún más precioso: el genio científico de su hermano.
¡A la mesa!
Kamal se volvió vivamente y obedeció en seguida la orden de su madre. Sulafa Dajani poseía una personalidad imponente, antítesis cabal del estereotipado retrato de la mujer árabe. Ningún velo había ocultado jamás su rostro. Su esbelta figura lucía un traje sastre negro de Givenchy. Una sola hilera de perlas hacía resaltar el pálido color de su fino y gracioso cuello y de su mentón ligeramente altivo. Sus negros cabellos, largos y rizosos, con algunas hebras grises aparecían recogidos en un moño. La expulsión de sus hijos de Francia era para ella motivo de regocijo. No necesitaba saber cuál había sido su delito. Lo habían cometido por la causa, y ello era suficiente.
Sobre la mesa del salón se exhibía un
mezzé
árabe, una tapicería de entremeses. La mujer llenó para cada uno de sus hijos un vaso de arak, licor de anís claro como el cristal, y levantó el suyo para brindar.
—Por la memoria de vuestro padre, por la libertad de nuestro pueblo, por la liberación de nuestro país —dijo antes de apurar de un trago el ardiente alcohol.
Sulafa Dajani no aceptaba todos los mandamientos del Islam.
Mientras Leila y Kamal se sentaban a la mesa, ofreció a Whalid un
sambusac
, un buñuelo relleno de carne.
—Debes comer —le dijo.
Pero Whalid no tenía apetito. Estaba completamente abrumado por los sucesos que acababan de trastornar su vida.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó su madre, con inquietud.
El se encogió de hombros.
—No lo sé. Dependerá de las intenciones de Françoise, cuando venga… Si viene… Si puede perdonarme lo que hice.
—¡Vendrá! —declaró categóricamente su madre—. Es su deber.
—¡Whalid! —gritó entonces Kamal, desde la cabecera de la mesa—. ¿Por qué no vienes conmigo a instalarte en Libia?
—Ir a estropear mi vida en ese desierto?
—Ese «desierto» quizá te sorprenderá. En él ocurren más cosas de lo que te imaginas. O de lo que se imagina la mayoría de la gente —Kamal miró severamente a su hermano—. Un sabio como tú, Whalid, no debería tener ideas preconcebidas. Ven a dar una vuelta por Libia. Verás lo que pasa. Después, podrás decidir.
Sonó el teléfono en la habitación contigua. Sulafa Dajani se levantó para contestar a la llamada. Ninguno de sus hijos observó el brillo de sus pupilas cuando regresó y se sentó junto al mayor. Le asió cariñosamente la mano y la apretó contra sus labios.
—Era de la Embajada de Francia, hijo mío. Ha ocurrido algo horrible. Françoise ha muerto.
—¿Muerta? —jadeó Whalid.
Sulafa Dajani acarició su rostro, que se había puesto lívido.
—Se arrojó por la ventana del edificio donde la policía la estaba interrogando.
Whalid se derrumbó en los brazos de su madre.
—¡Françoise, Françoise! —repitió, entre sollozos.
Kamal se levantó y encendió un cigarrillo. Miraba a su hermano con dureza.
—Ha sido por mi culpa —gemía Whalid—. Yo la he matado.
Kamal se colocó detrás del sillón donde estaba sentado su hermano y asió a éste de los hombros. Si había un atisbo de compasión en su semblante, no era por la pena de su hermano, sino por su estupidez. Ahora tenía la manera de manejar a Whalid para sus fines.
—Tú no la has matado, Whalid. Han sido ellos.
Whalid levantó la mirada, estupefacto.
—No creerás que ella se arrojó por la ventana, ¿eh?
Una expresión de horror pasó por el rostro del mayor de los Dajani.
—La policía francesa no se atrevería nunca… —balbució.
—¡Pobre imbécil! ¡Son ellos quienes la arrojaron por la ventana! Esos franceses a los que tanto quieres, a los que querías mantenerte fiel. ¿Qué crees que ha pasado? —Kamal silbaba las palabras, en breves ráfagas—. ¡Y sabe Dios lo que le habrán hecho antes!
Whalid se volvió a su madre, buscando un poco de consuelo, una confirmación de que las palabras de Kamal eran una horrible mentira. Sulafa se encogió de hombros.
—Así actúan todos nuestros enemigos—. Besó la frente de su hijo mayor—. Ve a Libia con tu hermano. Ahora tu sitio está allí.
B´ish Allah
. Es la voluntad de Dios.
Trece meses después de la partida de Whalid Dajani para Trípoli, el 14 de abril de 1978, a las dos de la tarde, el físico francés Alain Prévost, de cincuenta y dos años, jefe del Departamento de Fusión nuclear de la Comisaría de Energía Atómica, sacó de su caja fuerte un grueso documento de informática, que colocó sobre la mesa de su despacho de Fort de Chatillon. La tapa roja llevaba el sello oficial de
Ultra-Secret
. En su interior, expresada en cifras de densidades neutrónicas, de duraciones de milmillonésimas de segundo y en potencias de kilojulios, se hallaba el descubrimiento que todos los sabios de los países industrializados perseguían desde hacía un cuarto de siglo: el cumplimiento de un sueño imposible que permitiría a la Humanidad domesticar una nueva energía fantástica: la energía nacida de la fusión nuclear.
El experimento decisivo que había permitido esta hazaña se había realizado diez días antes en un recinto construido sobre la meseta de Fontenay-aux-Roses en las afueras del sudoeste de París. Tan grande como un campo de fútbol, aquella construcción albergaba una de las instalaciones de bombardeo con láser más colosales del mundo. Bautizada con el nombre de
La Folie
, había costado a Francia dos mil millones de francos nuevos. Allí, durante una milmillonésima de segundo, una onda eléctrica de energía cincuenta veces mayor que la de todas las centrales eléctricas francesas juntas había sido introducida en un cañón láser de bióxido de carbono. Con una velocidad que le habría permitido llegar al planeta Marte en pocos segundos, el chorro de luz había recorrido toda una maquinaria de tuberías de una altura equivalente a la de una casa de cinco pisos, y bombardeado con precisión infalible una burbuja de gas del diámetro de un cabello. Este experimento había dado la clave del enigma que los hombres se esforzaban en resolver desde hacía años.
Aquella tarde de abril, el físico Prévost estaba invitado al palacio del Elíseo para presentar al presidente de la República el documento que resumía este descubrimiento, y exponerle su alcance.
Salió de su despacho llevando en su cartera de documentos la mayor riqueza con la que podían soñar los hombres de ciencia: el secreto que permitía convertir el agua de los océanos en combustible y satisfacer las necesidades de energía del hombre para toda la eternidad.
Puntual como de costumbre, el presidente Valéry Giscard d'Estaing entró en el salón de consejos restringidos de la planta baja del palacio del Elíseo a las dieciséis en punto. Dio una vuelta alrededor de la estancia tapizada de seda azul para estrechar la mano de los ministros y altos funcionarios invitados a la reunión secreta. Cuando llegó Pierre Foucault, alto comisario de Energía atómica, una sonrisa amistosa se pintó en sus labios.
—¡Bravo! —murmuró a su camarada de promoción de la Escuela Politécnica.
Con un ademán, el presidente invitó a los reunidos a sentarse. Un ligero temblor de las ventanillas nasales reveló su irritación al ver una silla vacía: el físico Alain Prévost se había retrasado.
—Vamos a empezar según lo previsto —declaró secamente.
Después, hablando con la lentitud y el tono un tanto profesional que reservaba para las ocasiones solemnes, anunció:
—Señores, les he rogado que viniesen hoy para informarles de un acontecimiento que ciertamente influirá de modo decisivo en el destino de nuestro país. Un equipo de sabios nuestros, que trabaja en Fontenay-aux-Roses, consiguió la semana pasada, resolver uno de los más grandes desafíos científicos de la historia de la Humanidad. El fruto de sus trabajos permitirá a Francia, mejor dicho, al mundo entero, dar prontamente solución al problema más grave con que nos enfrentamos todos: la crisis mundial de la energía.
El presidente miró hacia la puerta con irritación.
—La persona a quien debemos este triunfo, el físico Alain Prévost, llegará de un momento a otro. Mientras tanto —se volvió a su antiguo condiscípulo Pierre Foucault—, ¿puede usted, señor alto comisario indicarnos el alcance de este descubrimiento?
Foucault asió el vaso de agua que tenía delante y lo levantó como si se dispusiera a brindar.
—Señor presidente, señores: este descubrimiento significa que el agua contenida en este vaso podrá dar energía suficiente para satisfacer las necesidades de electricidad de toda una ciudad como París durante dos días.
Una expresión de sorpresa se pintó en todos los rostros.
—El agua contiene, en efecto, uno de los átomos más simples y abundantes de la materia, el deuterio. Ahora bien, haciendo chocar dos de estos átomos con fuerza suficiente para que se fundan —procedimiento al que nosotros llamamos «fusión»—, se obtiene un desprendimiento de energía comparable al de las estrellas y del Sol, e inagotable, puesto que el agua es inagotable. En suma, nuestro descubrimiento demuestra por primera vez la posibilidad científica de dominar el principio de fusión. Pero, ¡cuidado! —Foucault había levantado un dedo para poner en guardia a sus oyentes—. La aplicación práctica de tal descubrimiento requerirá años de esfuerzos. Los beneficios que podemos esperar de nuestra hazaña son incalculables. Con una condición. —Se interrumpió para conseguir un mayor efecto—. Con la condición expresa de que guardemos el secreto más absoluto sobre este triunfo.
Estas revelaciones habían cautivado de tal modo a su auditorio, que nadie observó que un ujier acababa de entregar un sobre al ministro del Interior.
—Señor presidente —declaró éste después de leer el mensaje—, la brigada criminal me informa de que acaba de descubrirse un cadáver en el interior de un Peugeot 504 abandonado en la avenida de Longcham, del Bosque de Bolonia. La víctima ha sido provisionalmente identificada gracias a un salvoconducto que le había sido entregado para asistir a esta reunión. Debe tratarse del físico al que estábamos esperando —echó un vistazo al papel-… Monsieur Alain Prévost.
Tres coches azules de la policía, con sus faros giratorios lanzando destellos, jalonaban el escenario. Un cordón de agentes contenía a un grupo de transeúntes y a algunas prostitutas que se habían agolpado alrededor del Peugeot y del cuerpo que yacía sobre la hierba cubierto con una manta.
Indiferente al saludo de los agentes, el ministro del Interior, seguido del alto comisario de Energía atómica, se abrió paso a través del cordón de policías y fue precipitadamente al encuentro de Maurice Lemuel, jefe de la brigada criminal.
—¿Y bien? —ladró.
Lemuel señaló un cuadrado de plástico extendido sobre la hierba. Dos objetos habían sido depositados en él: un billetero y una regla de cálculo, amarillenta por el uso y el tiempo.
—¿Eso es todo? —se impacientó el ministro—. ¿No hay rastro de los documentos?
—Eso es todo, señor ministro —respondió Lemuel—. Eso y el salvoconducto gracias al cual hemos podido identificar a la victima.
El ministro se volvió a Pierre Foucault.
—¡Esto es inadmisible! —gritó, esforzándose en dominar su cólera—. ¡Dejan ustedes que personalidades científicas de la mayor importancia se paseen por París con documentos secretos, como si fuesen a llevar su ropa a la lavandería.
—¡Señor ministro, esos hombres son sabios! Piensan poco en cuestiones de seguridad.
—Si ellos no piensan en esto, deberían hacerlo ustedes en su lugar. Usted es personalmente responsable de la seguridad de su organización. En el caso presente, ésta ha demostrado ser deficiente.
Se volvió de nuevo a Lemuel.
—¿Qué indican sus primeras comprobaciones?
—Poca cosa. Sólo la autopsia podría determinar la causa exacta de la muerte. Por la expresión del rostro, yo diría que la víctima ha sido estrangulada o ha recibido un golpe violento en la tráquea, como de kárate.
El robo de los documentos del físico Prévost provocó estupor e inquietud en el Elíseo y en las altas esferas gubernamentales francesas. Cierto que este crimen no privaba a Francia de su prodigioso descubrimiento. Pero los colosales beneficios que pensaba sacar durante años de su adelanto técnico corrían el riesgo de desvanecerse, si los papeles no eran encontrados inmediatamente. Se trataba, en realidad, del más importante robo de secreto industrial que jamás se hubiese cometido. De regreso en la plaza de Beauvau, el ministro del Interior reunió, en presencia de Foucault, a los principales responsables de la policía y de los servicios secretos. El ministro trazó un rápido cuadro de la situación y se dirigió a Foucault.
—Señor alto comisario, ¿qué países podían tener interés en robar esos documentos? —preguntó nerviosamente.
—Inglaterra, Alemania, China, tal vez Japón, con toda seguridad la URSS y, naturalmente —Foucault levantó una mano desengañada en dirección a la Avenue Gabriel—, nuestros amigos de la embajada de Estados Unidos.