El portero del dormán rojo de Hampshire House detuvo el primer taxi que pasó por Central Park South.
—Studio 54 —indicó al chófer, mientras habría la portezuela.
Vistiendo un fastuoso conjunto de lamé negro y oro de Yves Saint Laurent, con una falda estrecha y abierta hasta muy arriba, y una estola orillada de plumas, Leila Dajani se metió en el coche. El chófer echó un vistazo al espejo retrovisor.
—Bueno, ¡menudo éxito debe tener usted! —dijo, con admiración.
La joven le dio las gracias con una sonrisa.
Cuando el taxi se acercaba a la famosa discoteca neoyorquina, Leila se inclinó hacia delante.
He cambiado de idea. Lléveme a la esquina de la Avenida del Parque y la calle 32.
Unos momentos más tarde, el taxi se detuvo en el cruce indicado. Leila pagó la carrera y dio las buenas noches al chófer. Cuando las luces traseras del coche hubieron desaparecido, llamó a otro taxi que pasaba por la Park Avenue y pidió al chófer que la condujese a su verdadero punto de destino.
Los dos hermanos Dajani y su hermana Leila se habían vuelto a encontrar. La débil luz amarillenta que brotaba de la única bombilla ennegrecida por las cagadas de las moscas, dejaba en la sombra la mayor parte del garaje. Al fondo del edificio, una plataforma de cemento comunicaba con un almacén abandonado y del que llegaba un ruido extraño. Leila aguzó el oído.
—¡Ratas! —gritó, aterrorizada.
Su hermano Kamal, el pasajero clandestino del
Dyonisos
, estaba sentado sobre una litera de campaña cerca de una carreta elevadora, en medio de la plataforma. Desperdigados a su alrededor, había varias cajas de cartón llenas de restos de pizzas, botellas vacías de Coca Cola y de cerveza bolsas todavía llenas de patatas fritas frías y desperdicios de hamburguesas. Tenía en una mano una pistola de aire comprimido y, en la otra, una linterna eléctrica. Sus últimas víctimas yacían junto al muro: dos ratas grandes como gatos.
Doblado por la mitad, con aire dolorido, el mayor de los Dajani andaba de un lado a otro de la plataforma, sujetándose el vientre. Gotas de sudor perlaban su frente.
—Whalid, toma uno de los sellos que te he traído —le aconsejó su hermana.
—Ya he tomado cinco —gimió su hermano—. Es la dosis máxima diaria.
Whalid se detuvo. El enorme barril de 1,60 metros de altura y 80 centímetros de diámetro estaba delante de él, negro y amenazador, sujeto a la tabla en la que había sido transportado. El nombre y la dirección de la empresa importadora formaban un cinturón de letras blancas a media altura. Contemplando aquella masa sombría, el palestino se pregunto cómo podía caber tanto horror y tanta devastación, la muerte potencial de millones de personas, dentro de sus metálicas paredes. Se enjugó la frente con el pañuelo. Sin embargo, en Trípoli le habían inculcado duramente esta idea: «No pienses en nada. En nada que no sea tu misión».
Pero, ¿cómo no pensar? ¿Cómo apartar de su recuerdo los rostros neoyorquinos que había visto en los dos últimos días, un mar de rostros, jóvenes y viejos, hermosos y feos, pobres y ricos; rostros tristes, indiferentes, dichosos; los rostros del amor y de la soledad? Las caras de las niñas que se deslizaban en trineo sobre la nieve del Central Park; del policía negro que había ayudado a una anciana a cruzar la calle en la esquina de la Quinta Avenida; del gordo vendedor de periódicos de Times Square, que gritaba
Good morning!
, sin quitarse el cigarro de la comisura de la boca. ¿Cómo podía olvidarlos? ¿Cómo no evocar, por el contrario, como en una película de movimiento retardado, las multitudes presurosas, las hileras de automóviles los escaparates iluminados, los
buildings
que se elevaban hasta el cielo; todas estas imágenes que representaban tantas vidas?
Whalid oyó crujir la litera de campaña.
—Tengo sed —declaró Kamal, levantándose.
Buscó en el fondo de una de las cajas de cartón y sacó una botella medio vacía de whisky Ballantine's, que ofreció a su hermano.
—¡Tal vez es este medicamento el que necesitas! Antes tomabas buenas dosis de él.
—¡Se acabó desde esta maldita úlcera! —gruñó Whalid.
Leila se impacientaba. Las lentejuelas de su vestido de baile brillaban en la penumbra como luciérnagas. También a ella le impresionaba el barril; pero, a diferencia de su hermano, no se imaginaba exactamente el infierno que estaba a punto de provocar.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó.
—Treinta minutos —respondió Kamal, agachándose para agarrar una caja de cartón que contenía un trozo de pizza.
Leila vio en la caja la marca de un restaurante.
—¿Estás seguro de que nadie se fijó en ti cuando fuiste a buscar las provisiones? — preguntó, con inquietud.
Kamal le dirigió una mirada irritada. ¡Siempre la misma! ¡Tenía que meterse en todo!
Leila observó un momento a su hermano. «Parece nervioso —se dijo—. Es natural. A fin de cuentas es su bomba. Y si falla, sólo podrá hacer una cosa saltarse la tapa de los sesos».
El joven palestino consultó su reloj.
—Vamos, Whalid —enciende el aparato. Trípoli enviará la señal dentro de veinte minutos.
La señal en cuestión era el impulso cifrado que debía provocar la explosión de la bomba. Para estar seguro de que funcionaría correctamente cuando decidiese cumplir su amenaza, Gadafi había organizado un ensayo con sus tres enviados a Nueva York.
Whalid Dajani se dirigió a un maletín metálico gris del tamaño de una cartera grande de documentos cubierta de marcas de la TWA, de Lufthansa y de varios grandes hoteles europeos. Nada podía parecer más anodino, más inofensivo que aquella maleta.
Al llegar, el jueves anterior, al aeropuerto Kennedy, Whalid había mostrado un pasaporte libanés a nombre de Ibrahim Jalld, ingeniero electrónico. Al ver el maletín, el aduanero le había pedido que lo abriese.
—Es un controlador de microprogramadores —le había explicado el palestino—. Un aparato para detectar las averías de los ordenadores.
¡Demasiado complicado para mí! —había bromeado el aduanero, con admiración—, y le había dejado pasar.
Y, en efecto, nunca habría podido imaginar el aduanero hasta que punto era complicado el dispositivo que acababa de ver. En su origen, el maletín era ciertamente un sencillo controlador de microprogramadores, un Testline Adit 1000, de fabricación americana. Hacía siete meses, un alto funcionario del Ministerio libio de Telecomunicaciones había llamado a su despacho de Trípoli al ingeniero Hidé Kamaguchi, representante de la empresa japonesa Oriental Electric, que había instalado la nueva red telefónica hertziana de Libia. Le había explicado que su Gobierno deseaba comprar un aparato capaz de producir un impulso eléctrico por radio a distancia El sistema debía ser infalible y absolutamente inviolable. Seis semanas después, Kamaguchi había llevado al libio el maletín, junto con una factura de 165.000 dólares.
Sólo el genio de los japoneses para la miniaturización podía concebir el arsenal de sistemas que ponían al aparato al abrigo de toda tentativa de neutralización. Una pantalla interior protegía sus mecanismos de los rayos ultravioleta, a fin de que nadie pudiese anular las informaciones programadas en su mini ordenador. Si alguien tratase de destruir su memoria por medio de imanes, un detector de campo magnético activaría inmediatamente el circuito de ignición: filtros antiparásitos tenían por objeto evitar toda interferencia en el receptor de radio. En fin, tres tubos supersensibles a las variaciones de presión hacían imposible la destrucción del maletín por medio de proyectiles o explosivos. Una vez conectados los circuitos, el simple cambio de presión producido por la caída de una caja de cerillas sobre el aparato bastaría para provocar el impulso fatal.
Whalid maniobró en la cerradura de triple combinación y abrió la tapa. Apareció un tablero azul pálido, en uno de cuyos lados había una pequeña pantalla catódica y un teclado de seis piezas con las cifras, letras y símbolos de las diferentes operaciones: A
RRANQUE
, D
ATOS
, A
UTO
, F
IN
, C
ONTROL
.
En el centro del tablero había un lector de casetes que sólo podía abrir una orden cifrada que se pulsase en el teclado. En su interior, se hallaba colocada una casete BASF de treinta minutos, que contenía las instrucciones programadas en Trípoli para el mini ordenador. Dos cables eléctricos estaban enrollados en el hueco de la tapa. Uno de ellos debía conectarse en la bomba; el otro, a la antena que Kamal había instalado en el tejado. Todo intento de desconectarlos después de colocados activaría inmediatamente el sistema de ignición. Ocultos en el interior del maletín, se hallaban, por último, un receptor de radio, un mini programador, el mini ordenador y una serie de poderosas pilas de litio de larga duración.
Whalid sacó un pedazo de papel cuidadosamente doblado de debajo del forro de su chaqueta; la lista de las dieciséis operaciones cifradas a realizar para controlar el buen funcionamiento del maletín y poner en marcha el sistema de ignición cuando llegase la orden final de Gadafi. Pulsó la tecla de A
RRANQUE
, y la palabra «Identificación» apareció en la pantalla catódica. Con dedos húmedos por la emoción, el palestino compuso entonces en el teclado la clave 01C2. La pantalla dio la palabra «Correcto». Si Whalid hubiese compuesto una clave inexacta, habría aparecido la palabra «Incorrecto» y el palestino solo habría tenido treinta segundos para rectificar su error y para que el maletín no se destruyese automáticamente.
Entonces apareció en la pantalla la indicación «Recibidos los datos». Whalid consultó la lista y pulsó las teclas F 19A. Por la ventana del lector del casete vio desfilar la cinta magnética. Ésta se desenrolló durante un minuto exacto, el tiempo necesario para transmitir a la memoria del mini ordenador su programa grabado. Las palabras «Datos Recibidos: O.K.» indicaron que la operación era conforme.
Este ordenador era el cerebro electrónico del aparato. Ahora que estaba programado controlaría los circuitos, los dispositivos de protección, la carga de las pilas, y ordenaría la autodestrucción del maletín en caso de necesidad. Pero, sobre todo «leería» el mensaje de radio procedente de Trípoli lo autenticaría, y ordenaría en la hora H, cuando el maletín estuviese realmente conectado con la bomba, que se produjese la explosión.
—
Okey!
—anunció Whalid, enjugándose nerviosamente la frente—. Todo funciona correctamente. Sólo falta comprobar la ignición manual.
Pues aunque el maletín había sido concebido para hacer explotar una bomba en respuesta a una señal radiada, tenía también un sistema de emergencias que los Dajani podían utilizar en caso de accidente.
Whalid pulsó cuidadosamente las cuatro cifras 0636 en el teclado. Este número había sido elegido como clave de ignición manual porque ninguno de los tres palestinos podría olvidarlo jamás. Era la fecha de la batalla de Yarmok, en que los guerreros de Omar sucesor del Profeta, habían derrotado a los bizantinos cerca del lago Tiberíades y establecido la dominación árabe sobre su patria hoy perdida. Cuando el dedo de Whalid pulsó la última cifra se extinguió la luz verde y la pantalla tomó un color rojizo durante un par de segundos. Después, se encendió la indicación «Ignición manual: O.K.».
¡Esto funciona! Whalid consultó su reloj. Solo faltan diecisiete minutos para la llamada de Trípoli.
En algún lugar del espacio infinito, una bola de metal gira bajo la bóveda celeste.
Oscar
es un pájaro abandonado, un pobre y pequeño satélite perdido en medio de la galaxia de sus hermanos mayores de las telecomunicaciones, de la meteorología, de la vigilancia militar, de la navegación, de todas las observaciones que saturan la órbita terrestre. Fue lanzado por la NASA en 1961, por cuenta de un grupo de radioaficionados. Al no estar sujeto a ningún control internacional, fue rápidamente olvidado. En realidad, está tan olvidado que su nombre no aparece siquiera en el inventario ultra secreto de satélites que el Gobierno norteamericano lleva constantemente al día.
Para destruir Nueva York, Gadafi solo tendría que transmitir su señal a este satélite olvidado, que la transmitiría a través del espacio hasta la antena fijada en el tejado del garaje. Así de sencilla era la cosa.
Sólo la roedura de las ratas turbaba ahora el silencio. Acurrucados sobre la plataforma de cemento húmedo, los tres Dajani esperaban sin decir palabra, sumido cada uno de ellos en sus propios pensamientos. «¿Estoy viviendo un sueño o una pesadilla?», se preguntaba Leila.
Whalid observaba el maletín mientras la saeta de su reloj avanzaba hacia las veintidós y quince horas. En voz baja, casi imperceptible, contó los últimos segundos. «Tres… Dos… Uno…» No había tenido tiempo de decir cero cuando se oyó una señal sonora en Morse, mientras se apagaba la luz verdosa de la pantalla de control y era inmediatamente sustituida por otra luz, en respuesta a una señal llegada del otro lado del mundo. Era una luz roja idéntica a la que había aparecido un cuarto de hora antes.
Leila observaba sin atreverse a respirar. Aliviado y horrorizado al mismo tiempo, Whalid se inclinó hacia el aparato. Solo Kamal permaneció impasible.
Se apagó la luz roja y se encendieron las palabras «Control radio global: O.K.». Estas desaparecieron a su vez y fueron sustituidas por la palabra «Conexión». Ahora que se habían realizado con éxito todas las comprobaciones, se habría dicho que el maletín gris asumía la dirección de las operaciones, eliminando para lo sucesivo el incierto recurso a toda intervención humana.
Whalid conectó entonces el enchufe de cincuenta y cuatro púas del cable eléctrico que salía del maletín con el enchufe hembra inoxidable colocado sobre la pared de la bomba. La próxima vez que apareciese un resplandor rojo en la pantalla, una descarga eléctrica producida por las pilas de litio pasaría por las púas y haría explotar el ingenio termonuclear colocado sobre la plataforma.
Whalid contempló la impresionante masa negra. Pensó en los miles de horas que había pasado concibiéndola, diseñándola, montándola. El era su padre. Y ella era suya. Solo suya. No de Gadafi, de su hermano, de su hermana, de sus colegas de la Ciudad de las Ciencias de Trípoli. Si alguna vez recibía impulso eléctrico, él, y solo él sería responsable de todos los horrores que provocaría. «¡Dios mío, Dios mío! —pensó—, ¿por que me has dado este poder?»