Treinta y seis años más tarde, en el mismo lugar, Agnew acababa de enterarse de que sus trabajos, realizados por el bien de América, amenazaban con volverse contra ella. Rodeado de su equipo, había empleado toda la tarde en pasar por el tamiz los documentos técnicos adjuntos a la casete de Gadafi, comprobando las columnas de fórmulas matemáticas, las densidades neutrónicas, los factores calóricos, las curvaturas de las lentes. A medida que los ordenadores escupían los resultados, la realidad aparecía, inexorable. Y ahora, con un nudo de emoción en la garganta, Harold Wood iba a comunicar el resultado de un estudio a la suprema autoridad de su país. Desde su despacho percibía las luces de Los Álamos, sus lindas villas de estilo mexicano, su iglesia con campanario de espadaña, sus escuelas floridas, la atractiva ciudad cuya única razón de existir era la fabricación de las mortíferas armas nucleares.
Apenas alterada por la distancia, la voz del físico llenó la sala de conferencias de la Casa Blanca. Los semblantes eran graves, atentos. Como en todos los momentos solemnes, el presidente había cruzado las manos sobre la mesa. Y escuchaba, concentrado, tenso.
—Señor presidente, el diseño y las indicaciones que figuran en los documentos que nos han sido enviados no corresponden a una bomba atómica… Un «¡Ah!» general de alivio sofocó momentáneamente su voz. El diseño en cuestión corresponde en realidad a una bomba de hidrógeno. —El sabio carraspeó—. Una bomba H de tres megatones. Ciento cincuenta veces más potente que la bomba de Hiroshima.
Kamal Dajani, el pasajero del
Dyonisos
llegado clandestinamente a Nueva York tres días antes, observó cuidadosamente las casas a su alrededor. Ni una ventana estaba iluminada. En cuanto se hubo asegurado de esto, se agachó y avanzó a gatas sobre el tejado helado. Arrastraba un saco de golf que contenía los elementos de una antena de televisión, así como los de una antena de radio de sensibilidad especial, debido a la aleación de bronce fosforoso que la componía. Cuando llegó a la chimenea fuera de servicio que había descubierto por la tarde, fijó en ella las dos antenas con una inclinación de 180 grados Sur Sudeste. El hombre que había elegido aquel viejo almacén de depósito del bajo Manhattan había seguido perfectamente sus instrucciones. Ningún obstáculo perturbaría allí la recepción de una señal.
El palestino comprobó minuciosamente su instalación. Un breve destello de su linterna le tranquilizó. Todo estaba en orden.
Siempre a gatas, emprendió el camino de regreso desenrollando detrás de él el cable que había fijado a la base de la antena. De pronto, escuchó un estruendo de risas en la calle de abajo. Un grupo de noctámbulos salía de un bar próximo. Kamal contuvo el aliento. Tumbado sobre el borde del tejado, permaneció inmóvil hasta que la última carcajada se hubo extinguido en el fondo de la noche invernal.
Unas calles más allá, el jefe de redacción del
New York
Times
, contemplaba el grueso fajo de galeradas colocado encima de su mesa. Aunque la actualidad de este domingo no era muy interesante el
New York
Times
permanecía fiel a su divisa. El número de mañana ofrecería, en sus 248 páginas, todas las noticias dignas de ser publicadas, es decir, más informaciones que cualquier otro periódico del mundo: más comentarios, entrevistas, reportajes, resultados, estadísticas, consejos; más despachos de más lugares del Universo, desde la Casa Blanca hasta la frontera ruso china; desde los pasillos de Wall Street, hasta los palacios de los emires del petróleo; desde los vestuarios del Yankee Stadium hasta las antecámaras del Kremlin. El diario que nacía cada noche en los catorce pisos del venerable edificio de la esquina de Broadway y la calle 43 era una institución única. Era la conciencia de América, un espejo de la historia tan universal que, según se decía, «si un suceso no aparecía en las páginas del
New York
Times
, era que no se había producido».
Antiguo redactor deportivo, Myron Pick dirigía la redacción neoyorquina del diario: un equipo de unos setecientos periodistas instalados en una sala tan grande como la nave de una catedral. Su alta silueta filiforme señoreaba sobre ellos en una especie de puente de mando que dominaba una multitud de mesas metálicas llenas de máquinas de escribir, teléfonos y teletipos. El ambiente era el propio de Nueva York, confuso, ruidoso, superpoblado. Tabiques de cristal dividían la sala en un mosaico de especialidades que llevaban por nombres, «Información General», «Economía», «Sociedad», «Ciencias», «Deportes», «Arte y Espectáculos», «Inmobiliaria», «Ocio», «Necrológicas»…. Pick había tardado años en identificar a sus ocupantes: reporteros deportivos que aparecían fugazmente, críticos de teatro con horarios de pájaros nocturnos, comentaristas de ajedrez ceremoniosos como notarios, viejos especialistas en sucesos, redactores de páginas necrológicas, taquígrafos de prensa trabajando en la sombra para la CIA, lobeznos hambrientos de primeras noticias, columnistas, reporteros de sociedad, investigadores, cronistas,
rewriters
, algunos emboscados detrás de las columnas o colocados tan lejos, que los predecesores de Pick empleaban antaño gemelos para vigilarles. Un mundo heterogéneo también a imagen y semejanza de Nueva York, con su mezcolanza de genios, artistas, chiflados y vagabundos.
Como siempre, una viva agitación precedía al cierre. Se multiplicaban las idas y venidas de los periodistas los timbrazos de los teléfonos, las crepitaciones de las máquinas de escribir. Pick y sus ayudantes recorrían los departamentos para apremiar a los que se retrasaban y comprobar la fotocomposición de los últimos artículos. Dentro de unos minutos, las rotativas empezarían a imprimir el periódico. Esta agitación febril no cesaría en toda la noche, porque las ediciones se sucederían hasta el alba, en una cadena sin fin de papel que devoraba anualmente más de cinco millones de árboles.
«Grace Knowland ¡la llama Mr. Pick!»
Todavía funcionaba el altavoz que había hecho temblar a generaciones de reporteros. Una joven alta con pantalón y chaqueta de
tweed
, respondió a la llamada. Grace Knowland, de treinta y cinco anos, hacía seis que trabajaba como redactora de las páginas neoyorquinas del
Times
. Había subido uno a uno los peldaños de la rígida jerarquía que obligaba a las recién llegadas a sentarse primero en el fondo de la sala para recoger algunas migajas de actualidad: la ruptura de una canalización en Brooklyn, el nacimiento de un oso panda en el zoológico del Bronx o la fiesta nacional ucraniana. Un año ocupándose de los «sucesos» del distrito de policía del sur de Manhattan había completado su experiencia haciéndola avanzar unos cuantos grados. El asesinato de una joven en una acera de un pacífico barrio del East Side le había dado su oportunidad. En el curso de su investigación, había descubierto que al menos treinta y ocho personas habían oído los gritos de socorro de la víctima. Y nadie se había movido. Su artículo había trastornado a los lectores del
Times
y ascendido a Grace a la tercera fila de la sala de redacción. Esta joven alta, fisgona, seria, eficaz, era precisamente la clase de reportero que necesitaba Myron Pick para realizar las ideas que bullían en su espíritu inquieto. Le gustaba enviarla a explorar las realidades neoyorquinas: la contaminación, los transportes, los hospitales, el sistema de educación pública, los conflictos raciales, los corredores de apuestas la corrupción municipal. Su artículo de la antevíspera, denunciando la incapacidad de los servicios urbanos para limpiar las calles de Nueva York después de la última nevada había provocado un alud de correspondencia y de llamadas telefónicas aplaudiendo sus críticas.
Myron Pick tenía una manera casi hipnótica de comunicarse con sus periodistas. Rodeó el cuello de la joven con un brazo y la arrastró al pasillo para hablarle al oído. Este tono confidencial daba siempre un relieve particular a lo que tenía que decir.
—Parece que tu artículo ha hecho cundir el pánico en el Ayuntamiento. El alcalde acaba de anunciar que dará una conferencia de prensa, mañana por la mañana, a las nueve, para rebatir tus acusaciones contra el servicio urbano de limpieza. Tienes que ocuparte de esto querida —Su tono se hizo más confidencial—. Ya sabes, estas historias apasionan a la gente.
En la Casa Blanca había caído un silencio angustioso sobre los miembros del Comité de Crisis. Todos estaban aturdidos por las conclusiones del laboratorio nuclear de Los Álamos. La bomba de hidrógeno representaba el refinamiento supremo descubierto por el hombre en su incansable carrera hacia su destrucción. Contrariamente a la bomba atómica corriente, resultado de la aplicación práctica de una teoría científica universalmente conocida, la fabricación de una bomba H dependía de un secreto, el secreto más colosal desde que los trogloditas de la antigüedad habían aprendido a dominar el fuego. Sin duda el secreto más furiosamente guardado del planeta. Decenas de millares de físicos competentes conocían el principio de la bomba atómica. Pero sólo trescientos, o quizá menos, poseían la fórmula mágica de la bomba de hidrógeno.
La voz metálica de Harold Wood llenó de nuevo la sala.
—Se trata de un ingenio parecido a «Mike», nuestra primera bomba H, probada en el atolón de Eniwetok en 1952. Está concebido para ser colocado en un cilindro del tamaño de un barril de petróleo. Calculamos que debe pesar, aproximadamente, una tonelada. Una toma de corriente hembra, fijada en la parte superior del aparato, permite conectarlo con un dispositivo de ignición. Este dispositivo, independiente, funciona probablemente bajo la acción de un impulso radioeléctrico.
Una sorpresa cada vez más viva se reflejaba en la mayor parte de los semblantes alrededor de la mesa. Sólo el presidente permanecía impávido. Aprovechando una pausa, preguntó:
—Mr. Wood, ¿puede indicarnos qué tipo de bomba atómica debe hacer explotar esta bomba H? — Esta pregunta denotaba la experiencia del presidente en materia de armamento nuclear.
—Una bomba de plutonio 239, señor presidente. Absolutamente simple y clásica. Dos hemisferios de plutonio de un peso de 2,4736 kilogramos. ¡Lo suficiente para provocar una buena masa crítica!
—¿Y el explosivo para hacer detonar la bomba A?
—Tserdlov 6. Un excelente producto ruso.
—¿Y las lentillas?
El presidente se refería a los minúsculos sistemas ópticos destinados a convertir las numerosas ondas de choque provocadas por la explosión del Tserdlov en una serie de haces perfectamente simétricos y capaces de aplastar de un solo impacto el plutonio en el corazón de la bomba A.
—Se trata de una variante de las viejas lentillas Greenglass. Rudimentarias, pero eficaces.
Cada respuesta provocaba una mueca imperceptible en el rostro del presidente. Mirando el altavoz con dolorosa intensidad, siguió preguntando:
—¿Y los materiales para la bomba H, Mr. Wood? ¿Es concebible que el coronel Gadafi haya podido procurárselos?
—¡Con toda facilidad! Debió de empezar empleando cloruro de litio. Es un producto químico que se encuentra en el comercio. Se utiliza en ciertos acumuladores eléctricos. Cuesta a menos de un dólar la libra. También necesitó un poco de agua pesada. Pero cualquier receta científica o médica permite comprarla.
La voz del físico se hizo grave, casi solemne:
—Lo terrible del caso, señor presidente, es que cuando se conoce la fórmula, no es muy difícil construir una bomba de hidrógeno. Basta con tener una bomba atómica y unos cuantos productos químicos muy corrientes.
Estas palabras flotaron un largo momento en el saturado aire de la sala de conferencias. Esforzándose en parecer tranquilo y objetivo el jefe del Estado formuló entonces la pregunta capital que angustiaba a todo el mundo:
—En la hipótesis de que la bomba que acaba de describirnos exista en realidad, en la hipótesis de que se encuentre realmente oculta en Nueva York, y en la hipótesis, en fin, de que llegase a explotar, ¿cuáles serian sus efectos?
El altavoz permaneció mudo durante unos interminables segundos. Después, como si viniese de otro planeta, la voz súbitamente derrumbada de Harold Wood, llenó de nuevo el salón:
—Nueva York sería borrada del mapa.
El inspector Rocchia contemplaba con orgullo el lento movimiento de las cabezas: los hombres se volvían siempre al pasar aquella joven alta, de pantalón y chaqueta de
tweed
, cabellos rubios y echarpe de pelo de camello flotando sobre los hombros, que se deslizaba con marcha felina y aire decidido entre las mesas del restaurante. Unos ojos alegres, un cutis espléndido y una nariz respingona, como de un retrato de Reynolds, hacían olvidar definitivamente que la periodista Grace Knowland tenía treinta y cinco años, un hijo de doce, y un pasado un tanto agitado.
—¡Salud, ángel mío! —dijo— depositando un beso furtivo en la frente del inspector, que empezaba a levantarse.
Se sentó al lado de él, en el banco tapizado de terciopelo, debajo del cuadro de la bahía de Nápoles y el Vesubio, que tanto apreciaba Ángelo. Mientras ella encendía un cigarrillo, Ángelo llamó al camarero.
Aunque era una noche de domingo, el restaurante Forlini estaba lleno de gente. Como decía el policía era uno de esos sitios «donde se traslucen cosas». Su proximidad al Palacio de Justicia lo había convertido en lugar predilecto de reunión de oficiales de policía, magistrados, abogados, periodistas y cierto número de pequeños
mafiosi
.
Ángelo ofreció un Campari con soda a Grace y levantó su vaso de Chivas seco. Bebía poco, pero le gustaba el viejo whisky y los alegres chianti de Toscana.
—
Cheers!
—dijo.
—
Cheers!
¿Cómo está Maria? Confío en que no te haya resultado demasiado penoso.
—Siempre ocurre lo mismo, ¿sabes? Uno se imagina que está curtido y… Descascarilló un cacahuete desvió la mirada. Lo más duro es tener que confesar que no hay esperanza.
—Pidamos la comida —dijo Grace, esforzándose en sonreír—. Estoy muerta de hambre.
—Buenas noches, inspector. Les sugiero
piccate a la marsala
. ¡Son algo delicioso!
Ángelo levantó los ojos. Había reconocido la voz de uno de sus confidentes titulares, un siciliano gordo que vestía traje azul petróleo y corbata de seda blanca. Le miró con condescendencia.
—¿Cómo van los negocios, Salvatore? ¿Estas un poco tranquilo estos días?