—¡Amigos míos! ¡Ya es hora de que la Torá deje de ser únicamente un libro que se guarda en los estantes de nuestras sinagogas! Ya es hora de que vuelva a ser un libro vivo, la guía de nuestro pueblo, resuelto a afirmar su soberanía sobre la patria ancestral, patria a la que se aplican sus leyes y sus preceptos. ¡Aunque hayamos de correr graves riesgos para ello!
—Creo —le interrumpió el japonés Aarón Bin Nun—, que es mejor no meter la Torá en este asunto. —Hablaba con la voz entrecortada de un bonzo desgranando una plegaria budista—. Me parece que las teorías de nuestro querido rabino deben permanecer al margen de la estrategia política y de las consideraciones tácticas inmediatas. El ultimátum que nos dirige el Primer Ministro, por muy cruel que sea, debe sin duda traer consigo importantes compensaciones. Por ejemplo, unas garantías de paz para el país, consideradas por él más importante que nuestra presencia aquí.
La secretaria del Bloque de la Fe se exaltó.
—¡Te engañas, Aarón! —exclamó la rubia Ruth Navon—. Es erróneo creer que se puede conseguir la paz vendiendo la tierra de Israel a los extranjeros. La tierra de Israel, Aarón, ¡es nuestro propio cuerpo! Había gritado estas palabras, contraído el semblante por la fe y el dolor. Y todo país extranjero que se arrogase la soberanía sobre este cuerpo, crearía condiciones de rechazo, es decir, la guerra.
Yehareg uval yaavar!
¡Antes perecer que partir!
Otras voces repitieron este grito y lo cantaron a coro. Yaacov Levine trató de calmar el vocerío. Hundidas las facciones, comidas las mejillas por su barba, aquel sabra, que tenía la edad del Estado de Israel, exclamó:
—¡Camaradas! ¡Nosotros somos la esperanza y el futuro de Israel! Porque existen colonias como la nuestra, podrán venir mañana a nuestro país centenares, centenares de millares de judíos. No para ir a vivir en los bloques de Tel-Aviv, sino aquí, para reconstruir Israel desde dentro. Los políticos que nos amenazan no pueden nada contra la voluntad que nos trajo a esta colina. Aunque ésta tenga que convertirse… —buscó en las miradas la fuerza de evocar la imagen presente en todos los espíritus— aunque tengamos que morir todos aquí, ¡como nuestros padres zelotas en Masada!
Una ferviente resolución brillaba en los ojos del muchacho. Hizo una señal a Katsover, indicándole que había llegado el momento de votar. Todos los colonos se pusieron en pie. El secretario pidió que levantasen la mano los partidarios de aceptar el ultimátum de Begin. Ni un brazo se alzó en el vasto refectorio decorado del Templo de Salomón. Levine ordenó entonces a los colonos que fuesen a buscar sus metralletas y pidió voluntarios para transportar las ametralladoras y los morteros a los emplazamientos previstos desde hacía meses, por si había que rechazar algún ataque de los fedayines.
Cuando todos se disponían a abandonar la sala Ruth Navon subió a una mesa, agitando sus rubios mechones en el aire saturado de angustia.
Kol od balevav panima nefesh yehudi homia
, empezó a cantar. «Mientras palpite el alma judía en lo más hondo del corazón…» entonadas a voz en grito por todos los asistentes, las primeras palabras de la Hatikvah se elevaron sobre las cabezas. Era el eterno canto de esperanza de los judíos en peligro, que sería llevado por el viento invernal a través de las colinas de Samaria.
Michael Bannion, jefe de policía de Nueva York, palidecía al leer la nota que acababa de pasarle un secretario del Puesto de Mando subterráneo.
—¿Qué sucede? —preguntó inquieto Harvey Hudson, viendo el aire consternado del jefe de policía—. ¡No me diga que es otra mala noticia!
—La peor que podíamos recibir —replicó Bannion, haciendo una mueca—. La gente de
The New York Times
está sobre la pista y habrá que neutralizarla.
El jefe de policía se levantó, buscando un lugar tranquilo desde el que pudiese llamar al periódico sin que le molestasen. Al cruzar la estancia desde la que Al Feldman dirigía sus fuerzas, oyó que gritaba una orden a su operador de radio.
—¡Que envíen inmediatamente diez coches a la esquina de Christopher Street y Séptima Avenida, a disposición de Romeo 14!
—¿Qué más pasará ahora? —se preguntó Bannion.
Angelo Rocchia y el representante de Colgate acababan de llegar al corazón del «triángulo ardiente» de Greenwich Village, donde bullía toda una fauna de homosexuales negros y blancos, ataviados, como los Ángeles de Satán, con botas y chaquetas de cuero negro, blandiendo cadenas de bicicleta, con cascos de motorista y gafas de aviador, como personajes sacados de una película mala de los años cincuenta. Esos matones atraían a toda una caterva de empleados que vestían terno completo, que bajaba todos los días, a la hora del almuerzo, de los rascacielos de Wall Street o de la Quinta Avenida, para extasiarse con los cadenazos y los latigazos, especialidades de las «salas de recepción» montadas en los
docks
abandonados del West Side.
Con una mezcla de asco y de compasión, Angelo se volvió a McKinney. ¿Qué extraña fuerza podía impulsar a un honrado padre de familia de White Plains hacia este antro de sadismo, de violencia, de perversión?
—¿Me promete no decirlo nunca a nadie? —preguntó el representante, temblando de miedo.
—No se preocupe —le tranquilizó Angelo—. Este pequeño desliz quedará estrictamente entre nosotros.
—Es ahí.
McKinney señaló la esquina de Christopher Street con la Séptima Avenida.
—Fui a tomar una copa allá abajo, en Casa de Butch. Y dejé un mensaje para… —se interrumpió avergonzado— …para mi amigo.
Angelo agitó una mano en el aire.
—Eso no es de mi incumbencia.
«Así, pues —calculó el policía—, la furgoneta habría llegado por Hudson Street y girado a la izquierda para subir por Christopher Street. Si mi hipótesis es exacta —pensó— esto significa que el barril de gas debe de estar en alguna parte de este rincón entre el río y la Quinta Avenida. Pues si estuviese al otro lado de la Quinta Avenida, los palestinos habrían venido de Brooklyn por el Este, cruzando el puente de Brooklyn». Movió la cabeza. ¡Menuda cantidad de bloques habría que registrar!
Observó los manejos de los tipos con botas que pasaban por las aceras, con cadenas de bicicleta y látigos en la mano. Profesionales, en su mayoría. Y si era uno de ellos quien había dejado el mensaje en el parabrisas de McKinney? Había hecho bien en pedir refuerzos para interrogar a la gente del barrio con la esperanza de descubrir un testigo de la colisión. También estaba el cacharro de McKinney. La abolladura estaba situada tan baja en el guardabarros delantero izquierdo, que el golpe había sido dado sin duda por el parachoques. ¡No era extraño! La calle estaba tan llena de baches y había en ella tanta nieve, que sólo un Fangio habría podido evitar que resbalase y chocar con algo al pasar.
—Mr. McKinney, le prometo cuidar de que sus patronos no se enteren de nada, pero es preciso que llevemos su coche enseguida a Brooklyn. Tenemos que hacer un trabajito en su guardabarros. Afortunadamente, ¡aún no lo ha hecho reparar!
La voz grave del Michael Bannion vibraba en el teléfono con fuerza wagneriana.
—Mr. Pick —dijo el jefe de policía—, perdone que no le haya llamado antes. Pero, como sabe usted, tenemos entre manos un asunto muy serio.
—Lo sé —replicó, impaciente, el jefe de redacción del
Times
—. ¿De qué se trata, exactamente?
—Lo que voy a decirle es absolutamente confidencial, señor Pick, pues sé que el
Times
tiene tanto interés como nosotros en proteger la seguridad de la población de Nueva York. Tenemos motivos para creer que los tres palestinos a quienes estamos buscando escondieron un barril de gas clorhídrico en algún lugar de la ciudad. Amenazan con hacerlo estallar si no son atendidas sus reivindicaciones políticas.
—¡Caray! ¿Y qué reclaman?
—Este es uno de los problemas. De momento, sus exigencias son más bien vagas, pero se refieren a las colonias de Cisjordania y a Jerusalén.
Pick tomaba notas, sin dejar de guiñar el ojo a Grace Knowland.
—¿Se imagina usted el pánico y el jaleo que provocaría esta información, si el público tuviese conocimiento de ella antes de que hayamos podido determinar con precisión el sector donde se encuentra el barril de gas?
—Cierto, señor jefe de policía; pero también me imagino el peligro que corre la población.
—¡Lo sé! ¿Recuerda usted las precauciones que tomaron los canadienses cuando descarriló aquel tren? Pero en aquel caso se trataba de todo un vagón de cloro, mientras que, por fortuna, nosotros sólo tenemos que habérnoslas con un barril. Tenemos grandes probabilidades de encontrarlo, y pensamos que sería una locura ordenar prematuramente una evacuación general.
Mientras hablaba con el jefe de policía, Pick redactaba ya toda una serie de instrucciones para su gente. Quería que el servicio científico preparase urgentemente un estudio sobre los efectos tóxicos del gas clorhídrico; que Grace investigase en los medios de la OLP en Nueva York que el corresponsal del
Times
en Jerusalén cablegrafiase sobre las últimas fases del programa de colonización de los israelíes en los territorios árabes ocupados.
—Yo pongo las cartas sobre la mesa, Mr. Pick, y le pido su colaboración. Sé el desagrado que causa en el
Times
esta clase de peticiones, pero le suplico que no publique nada hasta que hayamos encontrado el barril.
—¡Señor jefe de policía…!
Antes de responder a la petición de éste, Pick quiso poner en claro otra cosa.
—A propósito, ¿qué hace toda esa gente en el cuartel de Park Avenue, con sus furgonetas alquiladas? ¿Tienen alguna relación con esta historia?
Más tarde, al pensar en esta conversación, Pick recordaría la vacilación del jefe de policía y se reprendería por no haberse olido inmediatamente la verdad.
—¡Desde luego! Es un equipo del laboratorio general que participa en la busca del barril, tratando de detectar eventuales fugas de gas. Personalmente le tendré al corriente de los progresos de la investigación. Le doy mi palabra. Pero, ¡por el amor de Dios! no publique nada antes de que descubramos ese maldito barril. ¡Piense en las graves consecuencias del pánico que inevitablemente se produciría!
—No puedo asumir tal compromiso, señor jefe de policía. Esto compete a la dirección.
—Estoy dispuesto a hablar personalmente con su presidente.
Después de colgar, Pick se volvió a Grace.
—Esa historia del gas tóxico es terrible —dijo—. Pero, ¿sabes? Por un momento creí que se trataba de algo aún mucho más trágico. Pensé que un terrorista había conseguido al fin… ¡poner una bomba atómica en esta ciudad!
En su refugio subterráneo del bajo Manhattan, Michael Bannion volvió a la sala de mando que compartía con los
Feds
.
—Creo que he parado el golpe —dijo, algo aliviado—. Al menos de momento. Pero, ¡que Dios nos ampare si llegan a enterarse de que les hemos mentido!
Angelo Rocchia apretó el claxon del Pontiac del representante de Colgate hasta que tres
Feds
salieron del garaje Hertz de Brooklyn.
—¡Bueno! ¿Vais a abrir de una vez vuestra cueva de Alí Babá? —gritó el inspector, señalando la puerta del laboratorio improvisado, donde los
Feds
habían despedazado la furgoneta Volkswagen—. ¡He encontrado a alguien a quien un camión amarillo abolló un guardabarros!
Como esperaba Angelo, la acogida que le prestaron fue muy poco calurosa. El responsable del equipo, que le había echado del garaje una hora antes no escatimó sus sarcasmos al enterarse de que el buen inspector neoyorquino se había lanzado sobre una pista tan mezquina.
—¿Es todo lo que ha encontrado? —se chanceó—. ¿Un tipo al que un camión amarillo abolló un guardabarros?
—Sin duda tendrán ustedes la bondad de efectuar un análisis espectográfico del guardabarros delantero izquierdo de este Pontiac —pidió Rocchia, con forzada amabilidad—. Tal vez descubran una pizca de pintura, que demostrará que estos vehículos se encontraron antes de ahora.
Sin dejar de preguntarse si Angelo estaba bien de la cabeza, el
Fed
hizo entrar el Pontiac en el garaje-laboratorio.
Dos expertos pusieron inmediatamente manos a la obra. Uno de ellos pasó una especie de scanner metálico gris a lo largo del guardabarros. «Un imán de gran potencia —pensó Angelo. Debe de ser capaz de atraer minúsculas partículas enganchadas en la plancha». Se acercó, intrigado.
—Qué es esa máquina? —preguntó.
—Un contador Geiger.
—¿Un contador Geiger para examinar la pintura?
—Sí, comprobamos, por si acaso, que no haya rastros de radiactividad—.
Angelo se puso lívido. Sintió que le flaqueaban las rodillas y pensó que iba a derrumbarse sobre el cemento. «Los muy cerdos. ¡Lo sabían desde un principio y no nos dijeron nada!»
Se apoyó en la pared. Entonces vio a Rand, sumido en animada conversación con uno de los técnicos. «¡Esta basura de Dakota del Sur, de Colorado, de Washington, con sus corbatas estrechas y sus trajes de dacrón! A ellos se les podía decir la verdad, porque son
Feds
. En cambio, a mí, que soy hijo de esta ciudad, que tengo aquí a todos los míos, ¡no me han tenido confianza!»
Se acercó a Rand y le dio en el hombro una palmada tan fuerte, que el joven
Fed
se tambaleó.
—¡Basta de charla y vayamos a lo nuestro!
Se metió en el coche y cerró la portezuela con tanta furia, que Rand se quedó pasmado.
—¿Qué te pasa Angelo? —preguntó el
Fed
, sentándose a su lado.
—Tú lo sabías desde el principio, ¿no?
—Sabía, ¿qué?
—Me tuviste en la higuera como todos los otros. ¡No hay gas clorhídrico en vuestro sucio barril! ¡Hay una maldita bomba atómica!
Hizo girar la llave de contacto y enseguida rugió el motor.
—¡Es mi ciudad, mi casa, mi gente, y no han confiado en mí!
Toda su rabia su amargura, su humillación, se desfogaban en su cólera.
—Confían en un novato de Luisiana, recién salido del cascarón; pero no en mí, ¡que llevo más de cuarenta años a cuestas!
Apretó a fondo el acelerador y el Chevrolet se deslizó furiosamente, haciendo chirriar los neumáticos, para asombro del vigilante del garaje.
«¡Sólo dos horas!» El presidente echó una mirada al reloj de la sala del Consejo Nacional de Seguridad y midió todo el horror de la situación: sólo faltaban dos horas y seis minutos para que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi. Se volvió a Jack Eastman. Acababa de tener una idea. Tal vez no resultaría nada de ello, pero, en el punto en que estaban, había que intentarlo todo.