Cerca de cuatro milenios más tarde un puñado de militantes del Bloque de la Fe había vuelto para escribir, en estas colinas de Samaria, una nueva página de la historia judía. En la noche del 9 de abril del año 1974, aniversario de la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito, un comando había ocupado una colina desahbitada próxima a la aldea árabe de Kaddum para implantar en ella una colonia de una decena de caravanas. En recuerdo del lugar vecino donde Dios había dado la tierra de Israel a Abraham, los colonos la llamaron Elon Sichem.
Esta instalación ilegal, es un territorio árabe ocupado militarmente en 1967, sellaba el desenlace de largos meses de guerra de guerrilla entre los adeptos del Bloque de la Fe y el Gobierno del Estado de Israel, dirigido a la sazón por el general Itzak Rabin. Invocando el derecho sagrado de los judíos a colonizar la totalidad de la tierra legada por Dios a sus padres, los discípulos del viejo rabino Kook no vacilaron en desafiar sistemáticamente las prohibiciones gubernamentales. Ocuparon un hotel en Hebrón (Judea) y fundaron otras varias colonias «salvajes» en las regiones de Belén y de Jericó. Después, lanzaron sus comandos en dirección a Sebastiyé, la legendaria capital de Samaria. Después de expulsarles nueve veces por medio del Ejército el general Rabin acabó por ceder y toleró la implantación de treinta caravanas móviles en la árida loma de Elon Sichem. Pero negó toda ayuda a los colonos: ni agua, ni electricidad, ni carreteras, ni escuelas, ¡para los intrusos de Elon Sichem! Sin embargo, centenares, millares de familias fueron a reunirse voluntariamente con aquel primer núcleo judío que había vuelto a Samaria. La autorización para abrir una
yeshiva
permitió la introducción clandestina de algunos habitantes más. A raíz del primer aniversario, en diciembre de 1975, quince mil simpatizantes, llegados de todo el país, ascendieron a la desolada loma para testimoniar su solidaridad. Con ayuda de algunos tabiques prefabricados y de planchas onduladas, los colonos construyeron un local, donde instalaron su sinagoga. Colocaron en el centro el pupitre ritual, cubierto por un mantel de seda con franjas rojas y adornado con la estrella de David. Clavaron estantes a lo largo de las paredes, para guardar en ellos los libros sagrados ofrecidos por una familia rica de Tel-Aviv a los primeros judíos que consiguiesen instalarse en Samaria. El tabernáculo de madera dorada había sido donado en 1945, por una comunidad de israelíes italianos a soldados de la brigada judía. Treinta y cinco años después, éstos la ofrecieron a la colonia el día de su primer aniversario. En cuanto a las tres Torás ricamente iluminadas, eran regalo de los habitantes de Jerusalén.
Para subvenir a sus necesidades en la colina sin cultivar, los moradores construyeron un pequeño taller de ferretería, cuya producción vendían a Tel-Aviv y a Haifa. Pero sus condiciones de vida siguieron siendo tan precarias, que muchos cabezas de familia tenían que trabajar fuera de allí y sólo volvían para el descanso del sábado. Sin embargo, se organizó la vida. En diciembre de 1975 nació el primer bebé. Empezaron a florecer las buganvillas alrededor de las caravanas, símbolo de la irrevocable voluntad de estos judíos a arraigarse en esta tierra. La subida de Menachem Begin al poder marcó el principio de una nueva Era en su ruda existencia. Apenas elegido, el Primer Ministro acudió a Elon Sichem y prometió a sus habitantes el apoyo de su Gobierno. Recorrió las caravanas y los talleres, repitiendo a todos: «Os quiero, os quiero; sois mis hijos mejores». La pequeña colonia acabó por parecer una verdadera aldea. Pronto hubo un centenar de caravanas, unidas por toda una red de canalizaciones de agua, electricidad e incluso teléfono. Se inauguró una escuela y, después, un dispensario. Se amplió la sinagoga, que resultaba pequeña. Poco a poco, Elon Sichem se convirtió en trampolín y cuartel general de las operaciones de población emprendidas por el Bloque de la Fe en Cisjordania y, después, en el Golán, en el Sinaí y hasta en la franja de Gaza.
Igual que en las acciones anteriores, el puesto de mando de la operación iniciada la víspera, a medianoche, por el rabino Kook ante el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, fue instalado en el
Hadar ha Okel
, el refectorio de la colonia, largo barracón de Eternit y techo de plancha ondulada, que coronaba la cima de la loma. El fondo del local estaba adornado con una enorme fotomontaje, de cuatro metros de largo por dos de alto, mostrando la magnífica explanada del Haram ech Cherif, de Jerusalén. Pero la foto había sido alterada. Los santuarios musulmanes —la Cúpula de la Roca, desde donde Mahoma había subido al cielo, y la mezquita El Aqsa— que se alzan hoy en la explanada y hacen de Jerusalén la tercera ciudad santa del Islam, habían sido borrados y sustituidos por una imagen monumental del templo judío de Salomón antes de su destrucción por Tito en el año 70. En el cielo, sobre el panorama figuraba inscrito en grandes caracteres el mandato del profeta Josué al pueblo de Israel:
Reconstruye tu casa
tal como era al principio.
Una intensa animación había reinado en la colonia durante toda la noche. Después de haber guiado sus tropas hasta la salida de Jerusalén, Yaacov Levine y Ruth Navon habían vuelto a Elon Sichem para dirigir la operación por radio. En efecto, aquella noche los militantes del Bloque de la Fe inauguraban poderosos medios de telecomunicación. El artífice de este dispositivo inédito era un atlético rabino de treinta y cinco años, de ojos azules y barba roja. Nacido en Brooklyn y padre de cuatro hijos, Joel Ben Sira era oficial de transmisiones del cuerpo de paracaidistas.
De pronto, se oyó una llamada en uno de sus puestos.
—¡Yaacov, Yaacov! Aquí, Efraim. ¡Estamos cercados!
—¿Dónde estáis?
—En el kilómetro seis de la carretera de Ramalla-Jericó. Los soldados disparan al aire.
—¡Abandonad los vehículos y dispersaos! ¡Os reagruparéis más lejos!
La táctica era tan vieja y eficaz como la colonización judía en Palestina. Pero esta vez la dispersión de los grupos fue acompañada de una manifestación simbólica. Como habían jalonado los hebreos con grandes fogatas las tierras que invadían, para significar que eran suyas, los colonos de Shuvah Israel encendían hogueras en todos los sitios por donde pasaban, a través de los campos de Judea y de Samaria.
Yaacov Levine y Ruth Navon examinaron el mapa a escala 1/25.000 que cubría una pared del refectorio. El muchacho sintió contra su mejilla el rostro de la joven israelí. Reconoció el perfume de jazmín que había percibido la primera noche que se habían amado en su habitación de Katamon, en Jerusalén.
—¿Recuerdas una de las primeras cosas que me dijiste? —preguntó él, sin ambages.
—No.
—Me dijiste: «La acción es lo que agrupa a los hombres, no las ideas». No lo he olvidado nunca.
Ella le asió la mano y la estrechó cariñosamente. Después, los dos clavaron en el mapa unas banderitas con la estrella de David, que indicaban los sitios previstos para las nuevas colonias. Entonces llegó un capitán del Ejército encargado de entregar a los responsables de la colonia un sobre que llevaba el sello del despacho del Primer Ministro. Yaacov Levine hizo saltar el sello de cera y reconoció inmediatamente la firma de Menachem Begin al pie del mensaje. Leyó en voz alta:
Tengo el triste deber de informarle que, por una razón de Estado de máxima importancia, todos los habitantes de la colonia de Eloll Sichem tiene que evacuar ese lugar hoy martes, quince de diciembre, antes de las once de la mañana.
Las fuerzas de Defensa israelíes han recibido la orden de proporcionarles los medios de transporte necesarios para su traslado a la zona de refugio prevista para acogerles.
En caso de incumplimiento de este requerimiento dentro del plazo indicado, las fuerzas de Defensa israelíes procederán a evacuar el lugar por la fuerza.
Levine levantó despacio su barbuda cara. Todos pudieron ver en sus ojos el reflejo de su propio estupor. Se volvió a Abraham Katsover, jefe de la colonia.
—Abraham, hay que agrupar a todo el mundo. ¡No dejaremos que nos atrapen como a perros!
En su bella residencia de Gracie Mansions, a orillas del East River, el alcalde de Nueva York empezaba a comer sus huevos revueltos. Eran las 7.15 del martes 15 de diciembre. Abe Stern tenía el rostro macilento. Por fin se había decidido a abandonar el Puesto de Mando subterráneo a las tres de la madrugada, para dirigirse ostensiblemente a su casa y no despertar la curiosidad de los periodistas, siempre al acecho de cualquier indiscreción. Pero no había podido pegar un ojo en todo el resto de la noche, evocando una y otra vez las terribles imágenes de pesadilla que le perseguían. ¡Y ahora faltaban menos de cinco horas para que expirase el ultimátum de Gadafi!
El descubrimiento de radiaciones en el almacén de Queens y en la furgoneta que había servido para transportar la bomba, y la certeza de que era la misma persona, un palestino que había participado en el programa nuclear libio y el chófer que había retirado el cargamento del
Dyonisos
, habían destruido definitivamente la loca esperanza que Stern había alimentado inconscientemente durante las últimas horas. Sí; ¡la bomba era una realidad!
El alcalde de Nueva York fue arrancado de sus pensamientos por la entrada de su esposa, que envolvía su flaca silueta en un kimono de seda, de un rosa desvaído, que habían comprado los dos en Tokio, en 1960.
—¿Por qué te has levantado tan temprano? —preguntó él, con asombro.
En vez de responder, Esther Stern besó a su marido.
—¡Feliz cumpleaños, querido! ¡Que cumplas muchos más, con salud y alegría!
En el horror de estas trágicas horas, Abe Stern había olvidado completamente que este 15 de diciembre cumplía setenta y dos años.
—¿Te ocurre algo, querido? Te he oído agitarte toda la noche.
—Nada, nada en absoluto —gruñó él—. No he podido dormir, esto es todo.
Su mujer señaló el plato con dedo acusador.
—¿Por qué comes huevos en el desayuno? Sabes muy bien que el doctor Mori te los prohibió. Es malo para el colesterol.
—¡A la mierda mi colesterol!
Con súbito furor, Stern clavo el cuchillo en la pastilla de mantequilla y depositó una gruesa capa de esta sobre una tostada.
Si la diño de un infarto, no será a causa de los huevos, ¡puedes creerlo…! ¿A qué hora sale tu avión?
Esther Stern salía todos los años, en estas fechas para pasar las fiestas de Navidad en Miami, con sus nietos. Su partida estaba prevista desde hacía dos semanas. El hecho de que ella escaparía a la catástrofe era el único consuelo del alcalde de Nueva York.
—No tengo muchas ganas de marchar.
—¿Qué? —rugió él, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Qué te pasa? ¡Tienes que irte!
—¿Por qué tienes tanto empeño en que me vaya? ¿Estás harto de mí?
—¡Esther!
Había en su voz un tono de reproche. Después de treinta y dos años de perfecta paz conyugal, ¿cómo podía decir ella una cosa así?
—Es preciso que tomes tu avión. Los niños tendrían una desilusión muy grande —dijo, simplemente.
Esther se sirvió una taza de café y lo bebió a sorbitos, con aire pensativo. Sus cabellos blancos flotaban como cabellos de ángel olvidados en un viejo árbol de Navidad.
—Lo he dicho en broma, perdóname—. Contemplaba a su marido con profunda ternura—. Pero tengo la impresión de que algo anda mal, Abe. Hay algo que te preocupa. ¿Qué es? Dímelo, por favor.
Stern suspiró. Después de tantos años juntos, no podía haber secretos entre ellos.
—Sí —respondió al fin—. Se trata de algo grave, muy grave. Pero no puedo decirte lo que es. Por lo que más quieras, Esther, toma ese avión. Dame al menos esta alegría. Ve a Miami…
Esther se levantó, se acercó a su marido y tomó su cara entre las manos deformadas por la artrosis.
—Abe, ya has dicho demasiado, o demasiado poco… No importa… Ya que se trata de una cosa grave, mi sitio está a tu lado, ¡no en Miami!
Detrás de los olmos desnudos del parque, el alcalde de Nueva York vio amanecer el día sobre las brumosas aguas del East River.
«¡Qué hermoso es! —pensó acariciando tiernamente las manos de su esposa—. ¡Qué hermoso es!»
En el puesto de mando subterráneo donde
Feds
y policías trabajaban sin descanso, la titánica operación de búsqueda había cambiado de pronto de dirección y tomado un nuevo rumbo. Se había abandonado el seguimiento de todos los árabes entrados en Estados Unidos desde hacía seis meses, así como las investigaciones en los muelles. Todas las fuerzas disponibles se concentraban ahora sobre los tres palestinos, en la caza del hombre más gigantesca que jamás se hubiese dado en una ciudad norteamericana.
Al Feldman se había pasado toda la noche coordinando con el FBI la acción de sus efectivos, esta vez, absolutamente todos. Identificados los tres sospechosos, se había resuelto lanzar al combate los treinta y dos mil guardias de orden público de Nueva York. Para preservar el secreto y evitar todo riesgo de pánico, los Dajani fueron presentados como los asesinos de dos motoristas de la policía de Chicago. Feldman sabía que los polis muestran un celo esencial por encontrar a los asesinos de sus camaradas.
Se habían impreso varios miles de copias de las fichas de los tres palestinos, con sus fotografías. Al amanecer, estos documentos fueron distribuidos a todos los agentes de servicio en todas las comisarías de la ciudad. Comprendidos los que terminaban su guardia nocturna y fueron movilizados para un nuevo turno de servicio. La consigna era la misma en todas partes: «Esta mañana, prescindan de todo lo demás: desvalijadores, ladrones por el sistema del tirón, accidentes de tráfico, borrachos, proxenetas, prostitutas. Su única misión es encontrar a los tres individuos que mataron a los policías y de los que tienen el retrato».
Persuadido de que al menos uno de los tres Dajani aparecería de un momento a otro, Feldman había trazado un plan general de búsqueda para cada comisaría. Había que mostrar la foto de los sospechosos a todos los vendedores de periódicos, empleados de
drugstores
, camareros de restaurantes, a todas las cajeras de
self-services
, de quioscos de hamburguesas, de pizzerías, a todos los vendedores de bocadillos y de patatas fritas, a todos los dueños de bares, mozos de tascas, encargadas de lavabos, chicas de guardarropas, a todos los patronos, empleados, vendedores, recaderos y cajeras de establecimientos de comestibles, desde la más humilde abacería de Brooklyn, hasta el mayor supermercado de Queens. Y también a los vendedores ambulantes de perros calientes y de bebidas gaseosas, a los guardianes de retretes y baños públicos y a los directores de baños turcos.