—Si llamásemos a la artillería, Jack, ese tipo apretaría el botón… ¡y todo volaría por los aires! Hay que hacer como los gatos, ¿comprendes? Tratar de pillarle por sorpresa, antes de que nos oiga.
El inspector neoyorquino se volvió a su compañero de equipo, sin dejar de observar la calle. Sus ojos brillaban excitados.
—Además, hijito, ese truhán es nuestro. Los muelles, el
Dyonisos
, el ratero, el perista, la furgoneta Hertz, el tipo del Colgate, todo esto nos pertenece a los dos. Tendrás muchas cosas que contar a los chiquillos de Denver…
Angelo puso punto muerto, dejando que el Chevrolet se deslizara sin ruido, por inercia. Estaban en una calle casi desierta, flanqueada de árboles desnudos y de casitas victorianas restauradas. A medida que se bajaba hacia el río, las viviendas eran remplazadas por una serie de garajes bajos y de almacenes abandonados. La ambulancia había aparcado delante de uno de éstos.
Kamal había saltado ya de la ambulancia. Empujó con el hombro la puerta enmohecida, entró en el pasillo y corrió hacia el fondo del almacén, hasta la plataforma del garaje. La bomba y el estuche de ignición estaban allí. Abrió la cerradura del estuche y levantó la tapa. Y entonces, a la débil luz de la única bombilla, vio el tablero azul pálido de control, con su pantalla catódica, su teclado y su casete.
¡Cinco minutos! Sólo necesitaba cinco breves minutos para contrarrestar la traición de Whalid, activar de nuevo el mecanismo que provocaría el impulso eléctrico y teclear la clave para la ignición manual. Y todo habría acabado.
Un ruido le sobresaltó. Sacó su revólver, presto a disparar. Pero no era más que una rata.
Angelo apretó suavemente el pedal del freno, y el Chevrolet se inmovilizó diez metros detrás de la ambulancia. El policía se desabrochó la chaqueta, se llevó la mano al cinturón y palpó la fría culata de su P 38 de servicio. Pocas veces había tenido que sacar el arma en treinta y cinco años de andanzas policiales a través de Nueva York. Pero hoy, con un cliente tan resuelto como aquel árabe, ¡la cosa podía convertirse en una película del Oeste!
—Voy a entrar —murmuró a Rand—. Tú te plantarás junto a la puerta y me cubrirás. Intervendrás a mi primera llamada, ¡pero ten cuidado de no pegarme un tiro en las nalgas!
Aunque dichas en un susurro, las órdenes no admitían discusión. El joven
Fed
vio que su compañero de equipo se descalzaba y sonrió al advertir que llevaba bordadas sus iniciales incluso en los calcetines.
—Haz como yo, hijito. Los gatos no llevan botas.
Rand obedeció, dócilmente. Después, sin hacer ruido, abrieron la portezuela y se deslizaron sobre el pavimento todavía cubierto de nieve.
Angelo hizo un guiño muy expresivo al
Fed
: «¡Brrr…!»
«Un verdadero choto el viejo Angelo» pensó Rand con asombro, al ver cómo saltaba el inspector sobre la acera y cruzaba la desvencijada puerta que el árabe, en su prisa, había dejado abierta.
Kamal Dajani había efectuado ya, de memoria, la primera operación, apretando la tecla de
PUESTA EN MARCHA
y componiendo su clave de identificación en el teclado. Acababa de encenderse la indicación «Datos recibidos». Desplegó la lista de comprobación y la iluminó con su linterna. Había llegado el momento decisivo, el momento de reanimar aquel ingenio árabe de venganza y de justicia. Tomó la casete grabada en Trípoli y que contenía las instrucciones de ignición para el ordenador; la casete que su hermano había sustituido por otra, virgen, en el último momento. Al sostenerla en la mano, temblorosa de emoción, un fulgurante recuerdo acudió a su memoria.
Había sido en Siria, hacia años, en el curso de una marcha de entrenamiento de los fedayines. Su comando había encontrado un nido lleno de pajarillos. Su jefe había dado un polluelo a cada uno de sus hombres y les había ordenado que los aplastasen con la mano. Tocar la casete mortal le causaba ahora la misma embriaguez.
Hizo el cambio de casete y consultó la lista, antes de pulsar el teclado. La cinta magnética empezó enseguida a desenrollarse. Dentro de dos minutos habría transmitido al ordenador el programa de ignición. Kamal no tendría que componer una última fórmula cifrada para provocar la explosión. Se la sabía de memoria: 0636. ¿Cómo habría podido olvidar la fecha de la victoria de Yarmuk, que había establecido el dominio árabe sobre la patria hoy perdida?
Por primera vez en su carrera de policía, Jack Rand había desobedecido. Inquieto al ver que su compañero iba a enfrentarse solo con el terrorista, había corrido descalzo hasta el extremo de la calle y entrado en la primera tienda para llamar a la policía de socorro.
—¡Hemos encontrado la bomba! —gritó, ante los pasmados clientes—. Está en un almacén de Van Nest Street, en la esquina con la calle 4. ¡Apresúrense! ¡Mi compañero está ya en el interior!
De pronto, Angelo la vio. Estaba allí, a treinta metros, bajo el halo fantástico de la única bombilla: un engañoso bulto negro, casi irrisorio, con su aspecto de barrica grande. ¿Era posible que el Apocalipsis estuviese encerrado en aquel cilindro metálico, en medio de un escenario de película policíaca mala de los años treinta? Amparándose en una depresión del suelo, apoyada la humedecida mano en la culata del arma, el inspector neoyorquino miraba, hipnotizado.
El árabe estaba delante del barril. Manipulaba febrilmente un aparato que, bajo la débil iluminación, parecía un maletín de documentos. Angelo levantó el brazo y se apoyó en el borde del hoyo para poder disparar sin temblar. Pero no podía apretar el gatillo mientras el árabe estuviese delante del barril. ¿Cómo podía saber…? La bomba podía explotar. Esta idea hizo que le corriera por la espalda un sudor frío. Esperó el momento propicio en que Kamal dio un paso a un lado. Hizo una profunda inspiración.
—¡Policía! ¡No se mueva!
La orden resonó con tanta fuerza, que Rand la oyó desde la calle al volver corriendo al almacén. Kamal permaneció una fracción de segundo como petrificado, antes de arrojarse de bruces en el suelo, esquivando la bala de Angelo, que rebotó en la plataforma de cemento. Con brusco giro, el árabe había rodado ya detrás de la bomba y empuñado su Smith & Wesson. Disparó media docena de veces en la dirección de donde había venido la voz. Angelo se había acurrucado en el hoyo. Al oír el tiroteo, Rand penetró sin vacilar en el pasillo.
—¡Angelo! ¡Angelo! —gritó varias veces, desplazándose de un lado a otro para no revelar su posición. —¡Angelo! ¿Estás bien?
—«¡Esos
Feds
son como cowboys!» —maldijo interiormente Angelo, pero se sintió emocionado por la solidaridad de su compañero de equipo.
Entonces oyó aullidos de sirenas y golpes de portezuelas al cerrarse. Con el dedo en el gatillo, echado atrás su sombrero de fieltro gris, espiaba al hombre oculto detrás del barril. El palestino estaba agazapado a más de un metro del estuche donde brillaba una luz verde.
El breve rayo de luz que iluminó el pasillo cuando los dos tiradores de primera, provistos de chalecos antibala, empujaron la puerta, fue suficiente. Kamal percibió al joven
Fed
adosado a la pared y vació su cargador. Alcanzado en plena cabeza, Jack Rand cayó hacia delante y rodó sobre unos charcos de aceite que manchaban el suelo. Pero antes de que Kamal tuviese tiempo de refugiarse de nuevo detrás del barril, una doble ráfaga de balas le inmovilizó sobre el cemento. Los dos tiradores de primera acababan de abatir al terrorista palestino.
Numerosos coches de la policía llegaron entonces, con ensordecedor estruendo de sirenas. Bill Booth se precipitó delante de los que corrían.
—¡Que nadie se acerque! —vociferó con todas sus fuerzas—. ¡Por el amor de Dios, que nadie se acerque!
Angelo se arrodilló junto al cuerpo de Jack Rand. Le miró un largo rato en silencio. Después alargó una mano y le cerró suavemente los ojos.
—Hijito, hijito —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta—, te dije que teníamos que hacer como los gatos. ¿Por qué fuiste a llamarles? ¿Por qué hiciste lo que ellos te enseñaron?
«Datos recibidos: O.K.» La verdosa inscripción que Bill Booth descubrió con sus gemelos en la pantalla catódica del aparato colocado al lado del barril le puso piel de gallina.
Larry —dijo a su colaborador, el físico alpinista Delaney—, ¡esa bomba está a punto de explotar!
Con esta comprobación empezó el trabajo de desactivación más delicada y peligrosa que jamás hubiesen intentado las brigadas Nest. Los primeros temores de Booth se vieron inmediatamente confirmados: la bomba estaba «protegida», en un perímetro de dos a ocho metros, por un cinturón de detectores de proximidad. En términos claros, esto quería decir que la entrada de cualquier persona en aquel campo magnético provocaría automáticamente la explosión. Por consiguiente, había que neutralizar la bomba a distancia. Un problema sin precedentes.
No veo más que un medio —confió Booth al jefe de policía Bannion, después de consultar con sus técnicos—: abrir con el cañón láser una ventana en el aparato de ignición y tratar de borrar las instrucciones en la memoria del ordenador.
Delaney se frotaba la barbilla, preocupado.
—¿Y si presurizaron el aparato?
El físico aludía a un peligro adicional de explosión. En efecto, al perforar el aparato, se correría el riesgo de liberar el gas productor de presurización y provocar la ignición automática.
A las 17.16, o sea, poco menos de cuarenta y cinco minutos antes de que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi, entró en acción el cañón láser del camión-laboratorio de las brigadas Nest, transportado en avión desde Las Vegas. El primer disparo abrió un orificio del diámetro de un cabello. Durante treinta segundos, Booth y sus técnicos, sudando copiosamente, no apartaron la mirada de las esferas de sus detectadores de gas. A la primera señal de filtración, había previsto tapar inmediatamente el minúsculo agujero soldando sus bordes con láser.
—¡Ninguna fuga de gas! —anunció, al fin, Delaney, visiblemente aliviado.
—Entonces, ¡adelante!
Sirviéndose de su cañón láser como de una verdadera sierra, Booth abrió una ventanita de diez centímetros de lado en la pared del estuche y su pantalla antirrayos ultravioleta.
—¡Santo Dios! ¿Cómo pudieron esos malditos libios concebir y realizar un instrumento semejante? —exclamó, al descubrir con sus gemelos un laberinto de hilos y de microprogramadores.
Percibió, en el fondo, dos hilos gruesos, azul el uno y rojo el otro. «Sin duda, los cables de alimentación eléctrica, se dijo. Los cortaremos con láser». Pero enseguida lo pensó mejor: ¿y si el aparato hubiese sido concebido de manera que se provocase la ignición en el caso de un corte de corriente? Valía más tratar de quemar la memoria del ordenador.
Había dos modos de lograrlo. Con una emisión de rayos electromagnéticos, o enviando un haz de rayos ultravioleta. Booth y sus técnicos discutieron rápidamente la cuestión. Cualquier error podía ser fatal
Emplearemos los rayos ultravioleta —concluyó Delaney—. Quizá no son tan potentes como los rayos electromagnéticos, pero, al menos, no hay peligro de que exciten esos malditos detectores de proximidad y hagan que todo vuele por los aires.
Siete minutos más tarde, los hombres de Booth lanzaron, durante quince segundos, un haz de rayos ultravioletas sobre las placas de resina que sostenían los microprogramadores que constituían la memoria del ordenador. Un interminable silencio siguió a aquel bombardeo luminoso. Luego, de pronto, una serie de bip, bip, bip, brotó desordenadamente del estuche. Booth lanzó una carcajada histérica, arrojó su sombrero de cowboy a la bomba y cayó de rodillas.
—¡Todo ha terminado! —gritó—. ¡El ordenador se ha vuelto loco! ¡No hay una probabilidad entre mil millones de que pueda recuperar las instrucciones de ignición!
Azuzada por el tiroteo, las sirenas y los coches de patrulla, una enorme multitud trataba de forzar las barreras de la policía. Docenas de periodistas estaban ya allí, agrupados alrededor de los vehículos de las diferentes cadenas de televisión, con sus cámaras y protectores enfocando la entrada del almacén, prestos a grabar la declaración que Patricia McKnight, oficial de prensa de la jefatura de policía, estaba redactando en su automóvil.
Una ambulancia salió del almacén y dos motoristas le abrieron paso hasta el bulevar del West Side. Transportaba los cadáveres de Jack Rand y Kamal Dajani, que emprendían juntos su viaje hacia el depósito.
Pálido, empapado en sudor, Angelo Rocchia se había derrumbado sobre el capó de un automóvil. Parecía quebrantado. Una sola idea le obsesionaba: «¿Por qué he traído a Rand a este maldito pasillo? ¿Por qué le he dicho que me cubriese? ¿Por qué?»
Un joven policía negro se acercó a él, brillándole los ojos de admiración.
—¡Buen trabajo, inspector! ¡Parece que convirtió en un colador a ese cerdo!
Angelo sacudió la cabeza, en ademán de negación. En treinta y cinco años de servicio, no había matado nunca a nadie.
El jefe de policía Bannion se abrió paso entre el circulo de admiradores y apoyó calurosamente una mano en el hombro del inspector.
—Le felicito, Rocchia, —dijo, emocionado—. La policía de Nueva York se siente orgullosa de usted.
El oficial al mando de la brigada de explosivos interrumpió estas efusiones.
—Discúlpeme, señor jefe de policía, pero, ¿no deberíamos colocar, alrededor del sector rótulos de precaución contra las radiaciones?
Los tres hombres oyeron entonces, a unos diez metros de distancia, la declaración que leía la oficial de prensa de la jefatura de policía ante las cámaras de televisión y los micros de las radios.
—…La carga explosiva sujeta al barril de cloro ha sido desactivada. El barril será inmediatamente transportado, en un vehículo especial, al centro militar de pruebas de Rodman Neck, a fin de ser examinado y destruido.
La noche de aquel martes 15 de diciembre, el ingenio termonuclear construido por Whalid Dajani para Muamar el Gadafi fue transportado en avión a Los Álamos, para ser sometido a un examen a fondo.
Cuatro días después, Harold Wood, director del laboratorio atómico, confirmó, en un informe confidencial al presidente de Estados Unidos, que la bomba correspondía exactamente al diseño y a las indicaciones técnicas que acompañaban a la casete depositada en la Casa Blanca el domingo 13 de diciembre. Se trataba realmente de una bomba de hidrógeno de tres megatones, o sea, de una potencia aproximadamente ciento cincuenta veces mayor que la de la bomba de Hiroshima. En cuanto al aparato de ignición, su autopsia demostró que los técnicos de Trípoli habían previsto igualmente un sistema infalible para provocar la explosión a distancia.