—Ya les he dicho que desconozco el objeto de esta visita —insistió Ferrari.
Grace se deslizó discretamente hacia un teléfono y llamó al
New York Times
.
Myror —murmuró a su jefe de redacción— algo ocurre en relación con el asunto del South Bronx. Stern ha salido para Washington. Quisiera ir allá y tratar de regresar con él en el mismo avión.
—¡Hecho!
Antes de partir, Grace decidió hacer una segunda llamada. El timbre del teléfono del despacho del inspector Rocchia sonó durante largo rato. Al fin, respondió una voz desconocida:
—No está aquí. Han ido todos a una reunión.
«Es extraño —pensó Grace, al colgar—. Ángelo me había dicho que tenía que redactar sus informes esta mañana». Mientras se deslizaba hacia la puerta, oyó aumentar el vocerío del grupo que seguía rodeando al encargado de prensa.
—Todo esto es maravilloso, Vic —gritó alguien—; pero, por simple curiosidad, ¿podríamos saber cuándo piensa el municipio acabar de quitar esa maldita nieve?
—Señor presidente, parece estar usted en espléndida forma. ¡Magnífica! ¡Formidable!
Los adjetivos crepitaban como una traca estallando en una noche de Año Nuevo. Ni siquiera allí, en la intimidad del despacho privado del presidente de Estados Unidos, acogedora y pequeña habitación contigua al salón oval oficial, podía el alcalde de Nueva York reprimir sus viejos instintos de político en campaña. Cruzó la estancia dando saltitos, como impulsado por unas suelas con muelles.
—Realmente ¡está usted en muy buena forma!
El presidente, pálido por la falta de sueño, hizo ademán a Abe Stern para que se sentase en el diván color albaricoque y esperó a que el mayordomo acabase de servir el café. Como música de fondo, se oían, atenuados, los acordes de las «Cuatro estaciones», de Vivaldi. El presidente prefería la intimidad de esta pieza al formalismo del despacho contiguo, santuario de su autoridad, de sus funciones y de sus servidumbres. La había decorado con algunos recuerdos personales: un mosquete, obsequio de la milicia de Georgia, un retrato al óleo de su esposa y de su hija pintado el día siguiente de su elección; una fotografía de su ídolo, el almirante Rickover, en la que, a modo de dedicatoria, figuraba la pregunta que tantas veces había meditado:
Why not the best?
(«¿Por qué no el mejor?»). Al lado del tintero había colocado la famosa placa que adornara antaño la mesa de Harry Truman, y cuya inscripción estaba muy indicada esa mañana.:
The buck stops here
: «A partir de aquí no se devuelve ya la pelota».
—Bueno —exclamó animadamente Stern—, en cuanto hubo salido el mayordomo de la habitación, por fin podremos hablar de cómo financiar la reconstrucción de South Bronx, ¿verdad?
—Lo siento mucho, Abe, pero tengo que desengañarle. No es ésta la razón por la que le he rogado que viniese.
El alcalde arqueó las cejas sorprendido.
—Nos enfrentamos a una terrible crisis, Abe, que concierne a su ciudad.
Stern emitió un sonido, que era mezcla de gruñido y suspiro.
—¡Oh, señor presidente, no va a ser el fin del mundo! Las crisis vienen y van. ¡Nueva York las ha superado todas!
Los ojos del Presidente se nublaron de pronto, mientras observaba al hombrecillo sentado ante él.
—Se equivoca, señor alcalde. Esta vez se trata de una crisis que Nueva York podría no superar.
«Los rascacielos volarán por el aire»
Harvey Hudson, director del FBI de Nueva York, subió de cuatro en cuatro los escalones del auditorio del Cuartel General de Federal Plaza. Le seguían el jefe de policía y el jefe de la brigada de inspectores. Mientras los dos últimos se sentaban entre el asta de la bandera de Nueva York y la del estandarte azul y oro del FBI, Hudson se acercó al pupitre del borde del estrado, con su cuarto puro del día entre los dientes. Se habían dado prisa. Eran apenas las nueve del lunes 14 de diciembre. Hudson abarcó con mirada satisfecha al vasto salón lleno a rebosar, respiró profundamente, dejó el cigarro y se inclinó sobre el micrófono.
—Caballeros, nos hallamos ante una emergencia.
Esta entrada en materia provocó un murmullo, seguido de un atento silencio.
—Un grupo de terroristas palestinos ha escondido un barril de cloro en Nueva York, probablemente en la isla de Manhattan.
Por detrás de Hudson el jefe de policía, Bannion, observaba los rostros de sus inspectores, tratando de interpretar sus reacciones.
—Estoy seguro, siguió diciendo Hudson— de que huelga recordarles las propiedades sumamente toxicas del cloro. Todos se acordarán de lo que pasó recientemente en Canadá, a raíz de un accidente de ferrocarril. En este momento, un barril de cloro, oculto en alguna parte de la ciudad es una amenaza de muerte contra la población. ¡Imagínense el pánico que se produciría si se enterasen los habitantes! Por esto apelo a su sentido de responsabilidad y les pido encarecidamente que guarden un riguroso secreto sobre lo que voy a decirles.
Los inspectores de la policía neoyorquina eran hombres curtidos, pero el jefe Bannion se estremeció al ver la expresión de espanto que se plasmaba en numerosos semblantes. «¡Señor! —pensó— ¿qué habría pasado si les hubiésemos dicho la verdad?»
Hudson expuso el resto de la historia urdida con Bannion y Feldman; un comando palestino se hallaba en Nueva York, con la orden de hacer estallar el barril de gas mortal si Begin no liberaba antes de mañana al mediodía a diez camaradas suyos presos en las cárceles de Israel. Una ampliación del dibujo de la bomba H de Gadafi, con los elementos nucleares cuidadosamente disimulados, apareció entonces en la pantalla, detrás del orador.
—Algunos de ustedes tendrán a su cargo la persecución de los terroristas; otros procederán a las operaciones de búsqueda, por sectores; otros rastrearán los aeródromos, los muelles y los
docks
, tratando de descubrir cómo llegó este gas a Nueva York. Trabajarán en equipos; los policías de Nueva York, con los
Feds
, agrupados en sus respectivos servicios contra
gangs
, secuestros, contra explosivos, etc.
—¡Caray! —gritó alguien en el fondo de la sala—. ¿Por qué no dice a los israelíes que liberen a los hijos de puta que tienen presos?
Bannion esperaba esta reacción. Hizo una seña a Hudson, se levantó y tomó el micro.
—Esto atañe a los israelíes. No a nosotros. ¡A ustedes les incumbe encontrar el maldito barril!
Bannion hizo una pausa y terminó, con voz tonante:
—Cuento con ustedes, muchachos. ¡Encuentren el barril! ¡Y rápido!
El inspector de guardia en la entrada principal del Departamento de Hacienda, en Washington, se acercó a los dos hombres que se apeaban del Ford negro oficial. Comprobó de una ojeada sus documentos de altos funcionarios del Departamento de Defensa y les hizo seña de que le siguiesen al vestíbulo del ministerio. Les condujo hasta una pesada puerta rotulada como «Salida», les hizo bajar dos pisos hasta el sótano del edificio y, después, les llevó por un pasillo débilmente iluminado hasta una segunda puerta, ésta cerrada con llave. Daba acceso a los pasillos secretos de la Casa Blanca americana, al túnel que pasa por debajo de la East Executive Avenue y que había seguido ayer el presidente para trasladarse de incógnito al Pentágono.
David Hannon, de cincuenta y cuatro años y cabellos grises era el responsable de la Agencia de Seguridad Civil; Jim Dixon era especialista en efectos de las armas nucleares y termonucleares. Ambos habían consagrado la mayor parte de su vida profesional al estudio de un tema espantoso: la aniquilación de las ciudades, de los campos y de las poblaciones americanas por las armas nucleares y termonucleares. Lo inimaginable les era tan familiar como un balance para un perito mercantil. Habían ido a Hiroshima y a Nagasaki; habían presenciado las pruebas en los desiertos de Nevada; habían concebido y hecho construir lindas casas coloniales, bonitos
bungalows
y muñecos de tamaño natural, en los que los planificadores militares de los años cincuenta habían medido los efectos de las sucesivas generaciones de armas nucleares.
Su guía les hizo pasar por debajo de la Casa Blanca y res condujo, por una escalera secreta, hacia el ala Oeste, donde se hallan las oficinas presidenciales y la sala del Consejo Nacional de Seguridad. Allí les dejó al cuidado de un comandante del cuerpo de marines.
—La conferencia acaba de empezar, les informó el oficial mostrándoles dos sillas plegables instaladas cerca de la puerta—. Les llamarán dentro de un momento.
Los miembros del Comité de Crisis habían vuelto a sus sitios alrededor de la mesa de conferencias. El presidente había sentado a su derecha al alcalde de Nueva York. Las cifras blancas del reloj electrónico de la pared marcaban las 9.03. Habían transcurrido nueve horas desde la explosión en el desierto de Libia.
—Hemos informado por teléfono al gobernador del Estado de Nueva York —comenzó el presidente. Yo mismo acabo de exponer la situación al señor alcalde, al que he rogado que se uniese a nosotros. Dado que la amenaza concierne a su ciudad y a sus conciudadanos, el secreto habitual de nuestras deliberaciones no regirá para él.
Hizo una señal con la cabeza al almirante Tap Bennington. Por tradición, las reuniones del Consejo de Seguridad se iniciaban siempre con una exposición por parte del director de la CIA.
—En cuanto nuestra Embajada en Tel-Aviv recibió la llamada telefónica anunciando la inminencia de un bombardeo israelí contra Libia, hicimos una gestión cerca de los soviets para pedirles que presionasen a Israel. Esto surtió un efecto inmediato. La Elint
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de la VI flota nos confirma que los israelíes han anulado, a las tres cuarenta y ocho de esta mañana un ataque contra Libia. Creo que, en este aspecto; podemos considerar que la situación es satisfactoria.
El director de la CIA correspondió con una inclinación de cabeza al murmullo de alivio provocado por sus palabras.
—Por otra parte, la CIA se esfuerza en la busca de algún indicio que permita identificar a los individuos capaces de haber colocado esa bomba en Nueva York por cuenta de Gadafi—. Hizo una pausa—. Desgraciadamente, no hemos encontrado nada concreto hasta ahora.
—¿Ha contestado el encargado de Negocios en Trípoli al mensaje de Eastman, pidiéndole que diga a Gadafi que deseo hablar con él? —preguntó el presidente.
—Todavía no. Nuestro Boeing
Catastrophe
está, empero, en el lugar preparado para establecer un enlace en cuanto tengamos la conformidad de Trípoli.
—Perfecto.
Esta lacónica respuesta daba a entender que el presidente estaba convencido de que, si establecía contacto con Gadafi, podría hacerle entrar en razón, conducirle a aceptar una solución razonable apelando a sus sentimientos religiosos y a su inteligencia.
—Tap, según usted, ¿de qué libertad de maniobra goza Gadafi? ¿Conduce personalmente su nave? ¿Es dueño de todas sus decisiones?
—Completamente. El Ejército, el pueblo, el país entero están a sus pies. Nada ni nadie se opone a su voluntad.
El presidente frunció los labios y tamborileó con los dedos sobre la mesa. Se volvió al director del FBI.
—¿Mr. Holborn?
Mientras cada participante exponía las actividades de su servicio en el curso de las últimas horas, el alcalde, Abe Stern, se hallaba todavía bajo la impresión de la terrible confidencia que acababa de hacerle el jefe del Estado. Cuando el almirante Fuller, presidente del Comité de jefes de Estado Mayor, anunció que los portaaviones y los submarinos nucleares de la VI Flota se acercaban a su destino frente a las costas libias, se inclinó hacia delante y cruzó sus rollizas manitas sobre la mesa. Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla.
—Caballeros, los israelíes tenían razón. —Todas las caras se volvieron al viejo—. No debieron obligarles a renunciar a su contraataque. ¡Liquidar a ese energúmeno debe ser nuestro único objetivo!
—Nuestra mayor preocupación, señor alcalde, observó serenamente Jack Eastman, es salvar a la población de su ciudad.
Pero nada podía detener a Abe Stern. Su rostro se había enrojecido. El apocalipsis que amenazaba a su ciudad le hacía perder todo sentido de la mesura.
—¡Ese árabe es un nuevo Hitler! Ha violado, desde hacía diez años, todos los principios de moral internacional. Ha matado, destruido, sembrado el terror en todos los rincones del Globo, para imponer su voluntad. Ha arruinado el Líbano con su dinero, inundado Beirut con sus millones, por mediación, dicho sea de paso, de nuestros buenos bancos americanos. Está detrás de Jomeini. Trata de suprimir a todos los amigos que tenemos en el Próximo Oriente, desde Sadat hasta los saudíes, para arruinarnos cortándonos el petróleo. Y nosotros hemos permanecido sentados durante todo este tiempo dejándole actuar ¡como una pandilla de Chamberlains delante de este nuevo Fuhrer!
Stern se volvió al presidente y le interpeló directamente:
—El bufón de su hermano se puso en ridículo, y también usted, señor presidente, cantando las alabanzas de Gadafi por todo el país. Como aquellos cretinos del partido germano americano que ladraban
Heil Hitler
en Chicago, en 1940.
Hizo una breve pausa para recobrar aliento y prosiguió:
—Y ahora, ha puesto una bomba H en mi ciudad, en medio de mi gente y usted quisiera suplicarle de rodillas ¡y darle lo que pide a ese fanático! ¡En vez de liquidarle!
—El problema, señor alcalde —intervino el almirante Fuller—, es que, liquidando Libia, no salvaríamos Nueva York.
—¡Tonterías!
—Pero es verdad.
—¿Por qué?
—Porque la destrucción de Libia no impediría que explotase la bomba. Al contrario.
El alcalde golpeó la mesa con ambas manos. Se incorporó a medias, temblando de rabia, y fulminó con la mirada al plácido jefe del Estado Mayor, sentado al otro extremo de la mesa.
—¿Va usted a decirme que, después de los miles de millones de dólares que hemos tirado en los treinta últimos años para su diabólica máquina nuclear, miles de millones que mi ciudad necesitaba con urgencia y que no recibió jamás, va usted a decirme que, después de todo esto, sus ejércitos son incapaces de salvar a mi pueblo, de salvar mi ciudad de las ambiciones de un dictador cien veces peor que Jomeini y que está al frente de un país que no es más que arena y excremento de camellos?