«E
L ADMINISTRADOR
: A propósito, querido amigo, ¡pronto tendremos un premio Nobel en la casa! — S
ERRE
: Imposible. Sabe usted muy bien que los suecos no darán jamás el Nobel a una persona que esté relacionada aunque sea de lejos con nuestro programa. Están demasiado deseosos de hacer olvidar al mundo cómo ganó su venerado señor Nobel su fortuna, para que recompensen a un francés que trabaje en un centro donde nos ocupamos de la bomba. — E
L ADMINISTRADOR
: Pues se equivoca, querido. ¿Se acuerda de Alain Prévost? — S
ERRE
: ¿Aquel hombrecillo que, hace años, pasó algún tiempo con el reactor del submarino de Cadarache? — E
L ADMINISTRADOR
: ¡El mismo! Con la reserva más absoluta, le dijo que él y su equipo del rayo láser de Fontenay-aux-Roses acaban de hacer un descubrimiento decisivo en sus estudios sobre la fusión. — S
ERRE
: ¿Han hecho explotar la burbuja? — E
L ADMINISTRADOR
: La han pulverizado, amigo mío. Prévost visitará el Elíseo el martes por la tarde, para exponer a Giscard y a un grupito de ministros escogidos la importancia de todo esto. — S
ERRE
: ¡Caray! Transmita a Prévost mi felicitación. Dicho entre nosotros, nunca hubiese imaginado que ese muchacho fuese capaz de realizar una hazaña semejante. Adiós, querido.»
—¡Alain Prévost!… ¿Cómo? ¿Alain Prévost? ¡Cielo santo! —exclamó el general—. ¡Alain Prévost, el ingeniero asesinado en el Bosque de Boloña cuando se dirigía a una reunión en el Elíseo!
El general Bertrand cerró de golpe el legajo de las escuchas y aspiró profundamente el humo de su Gitane. «Hay dos posibilidades —se dijo—. La primera es que el DST no fue el único Servicio de Información que escuchó esta conversación aquel día».
En cuanto a la segunda… Había llegado el momento de estudiar atentamente el pasado del ingeniero francés encargado del proyecto libio.
Una voz salió del estuche de galalita blanco ajustado en el centro de la mesa de conferencias de la sala del Consejo Nacional de Seguridad de Washington. El general responsable de las transmisiones de la US Air Force en el Mediterráneo llamaba al presidente de Estados Unidos, desde el Boeing 747
Catastrophe
, que volaba a quince mil metros sobre las costas libias.
—Águila-Uno a Águila-Base. Nuestro enlace secreto por radio con FoxBase está en funcionamiento. —«Fox-Base» era el nombre en clave de Trípoli—. Fox-Base anuncia que Fox-Uno estará en línea dentro de sesenta segundos.
El murmullo de las conversaciones se interrumpió al sonar el nombre de Fox-Uno. Durante un momento no se oyó más ruido que el zumbido de los aparatos de climatización. Todos se daban cuenta de que dentro de unos segundos iban a escuchar al hombre que amenazaba la vida de seis millones de neoyorquinos.
Hubo una crepitación y, de pronto, la voz de Gadafi llenó la estancia. El hecho de que llegase por un circuito especial protegido le daba una resonancia extraña; se habría dicho que procedía de la banda sonora de una película de extraterrestres lanzados a la conquista del planeta Tierra.
—Aquí el coronel Muamar el Gadafi, presidente de la Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista.
Cuando el intérprete oficial hubo traducido esta presentación, Jack Eastman se inclinó sobre el micro.
—Señor presidente soy el general Jack Eastman, consejero del presidente de Estados Unidos de América para asuntos de seguridad nacional. Ante todo, debo asegurarle, en nombre de mi presidente, que nuestro enlace por radio se hace por un circuito estrictamente confidencial. Para facilitar nuestra conversación, tengo a mi lado al señor E. R. Sheenan del Departamento de Estado, que cuidará de la traducción.
Eastman hizo una seña al intérprete.
—Esta disposición es correcta —declaró Gadafi, después de la traducción—. Estoy dispuesto a hablar con su presidente.
—Quedo muy agradecido a su excelencia —respondió respetuosamente Eastman—. El presidente me ha pedido que le diga ante todo que presta la mayor atención al contenido de su carta. En este mismo momento está conferenciando con los miembros del Gobierno para estudiar la mejor manera de dar satisfacción a sus demandas. Me ha encargado que le represente y que busque con usted los términos de un acuerdo sobre las diferentes cuestiones que plantea. Hay varios puntos en su carta que desearíamos que nos aclarase. Por ejemplo, ¿ha pensado usted qué medidas de seguridad habrá que implantar en Cisjordania cuando se marchen de allí los israelíes?
Los tres psiquiatras cambiaron unas sonrisas satisfechas. Eastman representaba con autoridad su papel de negociador, terminando su primera intervención, según lo convenido, con una pregunta encaminada a hacer creer a Gadafi que podría conseguir su propósito y a obligarle a continuar el diálogo.
Hubo una pausa, hasta que volvió a hablar el libio. A pesar de hacerlo en árabe, todos advirtieron enseguida un cambio en el tono de su voz.
—General Eastman, sólo hablaré con el presidente! ¡Con nadie más!
Los reunidos esperaron que continuase, pero sólo el zumbido lejano del amplificador sonó en el altavoz.
—Procure ganar tiempo —murmuró el doctor Jagerman a Eastman—. Dígale que ha mandado avisar al presidente. Que éste vendrá enseguida. Cualquier cosa, con tal de que él permanezca en la línea.
Pero en cuanto Eastman empezó de nuevo a hablar, le interrumpió la voz de Gadafi. Esta vez se expresaba en inglés.
—General, está usted muy equivocado si se imagina que me hará caer tan fácilmente en su trampa. Si el objeto de mi carta no es lo bastante importante como para que su presidente quiera discutirlo personalmente conmigo, no tengo nada que añadir. No trate de restablecer el contacto mientras el presidente no esté dispuesto a hablar directamente conmigo.
De nuevo se oyó el zumbido del amplificador, y nada más. Después llegó una llamada del 747
Catastrophe
:
—Águila-Uno a Águila-Dos. ¡Fox-Base ha cortado la comunicación!
El Chevrolet de Angelo Rocchia zigzagueaba suavemente entre los baches de Hicks Street. Situada entre los
docks
y la Express Way, la calle ofrecía un aspecto tan mísero como las del barrio de los muelles. El joven
Fed
de Denver abría unos ojos horrorizados. Las mismas inscripciones obscenas anunciando que el poder negro iba a «joder al mundo», las mismas fachadas medio carbonizadas, los mismos restos de automóviles «canibalizados» hasta el chasis, los mismos montones de basura en las aceras. En la ventana de una casa, Rand observó a una vieja andrajosa. Envuelta la cabeza en un pañuelo, y con los restos de una vieja colcha sobre los hombros, tenía una botella de whisky en la mano. La miseria de aquel rostro le resultó insoportable. Se volvió a Angelo.
—¿Qué hemos venido a hacer aquí? ¿Tenemos que ir de puerta en puerta?
Angelo reflexionó antes de responder.
—No —dijo al fin—. Si tratásemos de encontrar a nuestros tipos llamando de puerta en puerta, estaríamos pringados. En cuanto se extendiese el rumor de que había guripas en el barrio, no encontraríamos a nadie. Se imaginarían que somos del Servicio de Inmigración. Y la mitad de esa gente esta en situación irregular. Hay que hacerlo de otro modo.
Pasaron por delante de una minúscula abacería, un agujero en una pared, con algunas cajas de legumbres medio podridas amontonadas contra el cristal. Angelo observó el nombre del dueño pintado en blanco sobre la puerta.
—Tengo una idea —dijo, buscando un lugar donde aparcar.
Los dos policías se abrieron paso entre montones de basura que llenaban la acera, se cruzaron con una pandilla de chiquillos que pulverizaban a pedradas los últimos cristales de una casa en ruinas, y llegaron, al fin, a la abacería.
—Deja que yo lleve la voz cantante —ordenó Angelo—, guiñando un ojo.
Cuando se abrió la puerta y salió de ella un fuerte olor a ajos y a salchichas, se oyó el son familiar de una campanilla. Aquello parecía una despensa, con sus montones de conservas, de botellas de aceite, de botes de confitura, de paquetes de pasta y de sopas en bolsitas. Botellas de vino italiano, con su revestimiento de rafia trenzada, pendían del techo. Una anciana vestida de negro con los cabellos blancos recogidos en un moño, apareció detrás del mostrador refrigerado, lleno de leche, de mantequilla y de cajas de productos congelados. Observó a los dos visitantes con aire receloso.
—¿Signora Marcello? —preguntó Angelo—, exagerando el acento de su Calabria natal.
La vieja emitió un gruñido. Angelo se acercó a ella. Tenía una expresión tan jovial, que Rand se preguntó si no iría a cantarle «Tosca». El neoyorquino estaba ahora tan cerca de la abacera, que percibí el olor a lejía que brotaba de su negro vestido.
—Signora Marcello —murmuró, lo bastante bajo para que no lo oyese el
Fed
—; tengo un pequeño problema y necesito su ayuda.
Desde luego, ni pensar en decirle que era de la poli. Aquellas viejas, nacidas allá abajo, no hablaban nunca a los policías. Esto era cosa sabida.
—Una sobrina mía, una buena italiana de la tierra, fue atracada el domingo pasado en la Cuarta Avenida, al salir de la misa de las diez en San Antonio. —Se inclinó hacia la vieja, como un sacerdote que la estuviera confesando—. Ese es su
fidanzato
—murmuró—, señalando a Rand con el pulgar. Una casi imperceptible expresión de repugnancia pasó por su semblante—. No es italiano. ¡Ah! ¿Qué se puede esperar hoy de nuestros jóvenes? Es alemán, pero buen católico.
Retrocedió un paso, sintiendo que se había establecido un lazo de simpatía entre la tendera y él. Fingiendo un aire abrumado, prosiguió:
—¿Puede usted imaginar que haya gente capaz de hacer una cosa así a una buena chica, a una muchacha nuestra que acababa de recibir a Nuestro Señor? ¡Y casi en la puerta de la iglesia! ¡Se le echaron encima y le arrancaron el bolso.
Acercó la boca al oído de la signora Marcello:
—Eran metecos… sudamericanos. —Escupió en el suelo, como muestra de desprecio—. Venían de por ahí —añadió, señalando la calle.
Angelo sacó entonces del bolsillo las fotografías de Torres y de Yolanda Belíndez.
—Un amigo mío, inspector italiano de Manhattan, me ha dado estas fotos. Pero, ¿que pueden hacer los polis? —Golpeó los dos retratos con sus velludos dedos—. Yo soy el mayor de la familia. Seré yo quien vaya a buscarlos. Por el honor de la
famiglia
. ¿Vio usted alguna vez a este par?
—¡Ay, ay, ay! —gimió la vieja—. ¡Jesús, Maria y José! ¿En qué se ha convertido este barrio?
Buscó unas gafas sobre el mostrador. Su dedo nudoso tocó la fotografía de la chica de pecho provocativo.
—A ésa la conozco. Viene todos los días a comprar leche.
—¿Sabe dónde vive?
—Un poco más abajo, al lado del café. Hay tres casas iguales. Vive en una de ellas.
Sólo el presidente no se asombró de la brutalidad con que Gadafi se había negado a hablar con Jack Eastman y cortado la comunicación. Esperaba algo parecido.
—Dejen pasar unos minutos y digan al 747 que restablezca el contacto con Trípoli —ordenó.
Después, se volvió a los tres psiquiatras.
—Caballeros, les ruego que aprovechen esta pausa y me digan cómo hay que abordar a Gadafi en este nuevo contacto. ¿Doctor Tamarkin?
El médico norteamericano parpadeó nerviosamente detrás de sus gafas de miope.
—Señor presidente, la experiencia me ha enseñado que los terroristas se lanzan a sus acciones espectaculares porque llevan algo en el corazón. Algo que tienen que expresar. Si se les escucha, hablan, y, generalmente, lo que dicen da la clave para la respuesta. Por consiguiente, mi consejo es, en términos generales, escuchar lo mas posible.
—Esto está muy bien, doctor; pero ¿cómo iniciar un diálogo, si me limito a escuchar? ¿Cómo debo empezar la discusión? ¿Con un llamamiento en favor de la paz del mundo?
Aunque no estaba sentada a la mesa de conferencias, Lisa Dyson pensó que era ella quien debía responder a esta pregunta.
—Señor presidente, temo que un llamamiento en favor de la paz no es un buen argumento para impresionar al coronel Gadafi —observó, recordando al apuesto oficial que le había ofrecido un día un zumo de naranja—. La paz no es forzosamente un estado deseable para un beduino. Implica sumisión a una autoridad cuando la disposición natural del beduino es la de estar constantemente alerta, preparado para lanzar un ataque contra los campamentos o las tribus vecinas. Yo interpretaría el continuo afán de aventuras exteriores que muestra Gadafi, su apoyo a todos los movimientos revolucionarios, como una prolongación de aquel estado de ánimo. Aunque dijese estar de acuerdo con usted en la necesidad de mantener la paz, seria un error sacar de ello una conclusión definitiva.
El presidente le dio las gracias con una breve sonrisa.
—¿Y usted, doctor Jagerman?
El psiquiatra holandés lanzó un suspiro, preguntándose un a vez más qué había venido a hacer en este condenado lugar.
—Señor presidente, no debe usted mostrarse amenazador ni débil, pero si dispuesto a infundir en su mente la idea de que lo que reclama no es irrealizable.
—¿Aunque no sea verdad?
—¡Ja, ja! Debe usted llevarle progresivamente a creer que puede triunfar en su empeño. Evite un enfrentamiento directo que pudiera reforzar sus actitudes negativas. A juzgar por su primer contacto, parece bastante seguro de si mismo, dueño de sus emociones. Y esto, contrariamente a lo que pudiera pensarse, es buena cosa. Las personas débiles, que se asustan fácilmente, son las más peligrosas. Pueden echarse encima de uno a la menor provocación. —Jagerman se acarició la peca del centro de la frente, su tercer ojo, como si buscase en ella la luz de la verdad—. Trate una vez más de persuadirle de discutir con el general Eastman. Hágale ver que, de esta manera, podrá usted dedicar todo su tiempo y toda su energía a darle satisfacción. Es realmente vital que le obliguemos a sostener un verdadero diálogo.
El presidente cerró los ojos, cruzó las manos y permaneció un momento inmóvil, encerrándose en sí mismo a fin de ordenar sus pensamientos y prepararse para la prueba que le esperaba.
Como suelen hacer los deportistas, hizo una profunda inspiración y soltó el aire de golpe.
—
Okey
, Jack. Estoy dispuesto.
Mientras se acercaba al micro, le invadió una oleada de cólera. Cólera por tener que representar esta comedia, por verse obligado, él, el jefe de la nación más poderosa del mundo, a humillarse ante un hombre capaz de matar a seis millones de sus conciudadanos.