El quinto día (148 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
6.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sobre ella flota la luna blanca, pensativa.

Y desciende más.

Los tentáculos enrollan a Rubin hasta que vuelve a hacerse visible como un torso momificado por la gelatina, y se lo llevan al interior. Majestuosa, mucho más grande que el batiscafo, la reina desciende hacia el
Deepflight
. De pronto la negrura del océano ha desaparecido. El cuerpo de la reina comienza a rodear el vehículo. Todo está iluminado. En torno a Weaver la luz blanca palpita. La reina abarca el batiscafo y lo agrega a sus pensamientos.

Weaver vuelve a sentir miedo. Le falta aire. Resiste el impulso de poner las hélices en marcha, aunque nada ansia tanto como salir de allí. La magia se ha disipado y es sustituida por la amenaza real. Pero ella sabe que en esa gelatina firme, flexible, las hélices no harán más que enojar a la criatura. Tal vez también la diviertan, o la dejen indiferente, pero en cualquier caso lo mejor es no pensar en la fuga.

Percibe que el batiscafo se eleva.

¿Puede verla la criatura?

Weaver no tiene idea de cómo. El colectivo no tiene ojos, ¿pero puede descartarse tal posibilidad?

Hubieran necesitado mucho tiempo más a bordo del
Independence
.

Tiene la fervorosa esperanza de que el ser pueda verla de alguna manera o percibirla de otro modo a través de la cúpula transparente. También espera que la reina no sucumba a la tentación de abrir la cápsula para tocarla. Sería un intento de establecer contacto tal vez bien intencionado, pero bastante terminal.

No lo hará. Ella es inteligente.

¿Ella?

Qué rápido se cae en los modos de pensar humanos.

De pronto Weaver se pone a reír. Como si con eso hubiera dado una señal, la luz blanca que hay en torno a ella se vuelve más traslúcida. Parece alejarse en todas las direcciones de un modo peculiar, hasta que Weaver comprende de repente que el ser a quien ella llama la reina está disolviéndose. Se deshace, se expande y durante un instante maravilloso la rodea como el polvo de estrellas de un universo joven. Directamente frente a la cúpula bailan unos puntos blancos diminutos. De ser unicelulares su tamaño es considerable, casi como guisantes pequeños.

Después el
Deepflight
queda fuera y la luna vuelve a fundirse; ahora flota debajo de ella, con un disco azul oscuro e infinito como soporte. La reina debe de haber elevado el batiscafo un buen trecho. En la superficie del disco sucede algo que Weaver sólo puede definir con una palabra: hervidero. Miríadas de seres luminosos pasan flotando sobre la esfera azul. Peces quiméricos cuyos cuerpos resplandecen con complejos dibujos salen disparados del interior de la gelatina, se juntan y vuelven a hundirse en la masa. A lo lejos se producen fulgores como de pirotecnia, y luego justo delante del batiscafo se encienden cascadas de puntos rojos dispuestas en formaciones cambiantes con más rapidez de la que el ojo puede registrar. Mientras descienden y se acercan al centro blanco, van adoptando lentamente una forma, pero justo antes de llegar a la reina revelan su verdadera naturaleza, y Weaver siente vértigo. No es un banco de peces pequeños, como ella pensaba, sino un único ser gigantesco con diez brazos y un cuerpo delgado y alargado.

Un calamar grande como un autobús.

La reina envía un filamento claro que toca el centro del calamar, y el despliegue de manchas rojas se detiene.

¿Qué ha sucedido?

Weaver no puede apartar la vista. Ante sus ojos se encienden bancos de plancton como si fuera nieve que cayese de abajo hacia arriba. Pasa una escuadra de calamares oceánicos de color verde neón y con los ojos en el extremo de unos pedúnculos. Por el azul infinito refulgen rayos que se pierden donde su luz ya no puede llegar a Weaver.

Ella mira y mira.

Hasta que de pronto le resulta excesivo.

De repente no lo soporta más. Nota que su batiscafo empieza a bajar nuevamente hacia la luna luminosa; que una vez más podría acercarse demasiado a ese mundo terriblemente bello, terriblemente extraño, y esta vez sin ocasión de volver a dejarlo.

No. ¡No!

Cierra velozmente la cabina que aún estaba abierta y bombea aire comprimido a su interior. El sonar indica que están a cien metros del fondo, y decreciendo. Weaver controla la presión interior, el oxígeno y el combustible. Los indicadores no señalan fallos. Todos los sistemas funcionan. Inclina las alas laterales y pone las hélices en marcha. Su avión subacuático empieza a ascender, primero lentamente, luego cada vez más rápido; escapa del extraño mundo del fondo de la cuenca de Groenlandia y se dirige al cielo natal.

Retorno precipitado a la Tierra.

Nunca antes en su vida había pasado Weaver por tantos estados emocionales en tan poco tiempo. De repente le cruzan la cabeza miles de preguntas. ¿Dónde están las ciudades de los yrr? ¿De dónde procede su biotecnología? ¿Cómo producen Scratch? ¿Qué ha podido ver de la civilización desconocida? ¿Qué le han dejado ver? ¿Todo? ¿O nada de nada? ¿Era aquello una ciudad flotante?

¿O sólo un puesto de vigilancia? ¿Qué ves? ¿Qué has visto?

No lo sé.

Fantasmas

Arriba, abajo. Sube, baja.

Aburrido.

Las olas levantan el
Deepflight
y lo dejan caer. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Sube y baja. Flota en la superficie, hace ya un buen rato que Weaver ha despegado del fondo de la cuenca. Se siente un poco como en un ascensor esquizofrénico. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Son olas altas y regulares. Rara vez rompe una cresta, es más bien como una cadena montañosa de pizarra gris, monótona, en permanente movimiento.

Sería demasiado peligroso abrir la cabina. El
Deepflight
se inundaría en un momento. De modo que sigue acostada y mira fijamente al exterior con la esperanza de que el mar se calme en algún momento. Todavía le queda algo de combustible. No lo suficiente para llegar a Groenlandia o a Svalbard, pero sí cerca. Mientras haya tormenta ahorrará las reservas: no tendría sentido arremeter contra las olas, y no quiere volver a sumergirse. En cuanto haya más calma podrá iniciar viaje. No importa hacia dónde.

No sabe muy bien qué es lo que ha vivido. Pero si el ser de allí abajo ha llegado a la conclusión de que los seres humanos tienen algo en común con los yrr, aunque sólo sea el aroma, puede ser que la sensación haya vencido a la lógica. Entonces la humanidad habrá obtenido tiempo. Un crédito a devolver en buena voluntad, reconocimiento y hechos. Un día, los yrr llegarán a un nuevo consenso, pues su origen y su evolución, toda su continuidad, se basa en el consenso, y entonces la humanidad habrá decidido cuál es el resultado de ese consenso.

No quiere pensar más. No quiere pensar en Sigur Johanson, en Sam Crowe ni en Murray Shankar, no quiere pensar en los muertos, en Sue Oliviera, Alicia Delaware, Jack Greywolf. No quiere pensar en Salomón Peak, Jack Vanderbilt, Luther Roscovitz, en nadie, ni siquiera en Judith Li.

No quiere pensar en León. Porque pensar significa miedo.

Pero luego piensa.

Aparecen uno tras otro como si acudieran a una fiesta, toman asiento en el interior de su cabeza y se ponen cómodos.

—La anfitriona es encantadora —dice Johanson—. Pero sería conveniente que tuviera a bordo un vino razonable.

—¿Qué esperas que haya en un batiscafo? —replica Oliviera secamente—. ¿Una bodega?

—Hay cosas que se pueden pedir.

—Sigur, hombre. —Anawak sacude la cabeza riendo—. Deberías felicitarla. Acaba de salvar al mundo.

—Muy loable.

—¿Lo ha hecho? —Pregunta Crowe—. ¿Ha salvado al mundo?

Silencio desorientado.

—Bueno, la verdad es que al mundo... —Delaware se pasa el chicle de un carrillo al otro—. Al mundo algo así le importa un comino. Anda dando vueltas por el universo con nosotros o sin nosotros. Sólo podemos salvar o destruir nuestro mundo.

—¡He dicho! —Greywolf inclina la testa.

—La atmósfera se pasa por el culo si es respirable o no para nosotros —dice Anawak con aprobación—. Si el ser humano deja de existir, también se suprimirá el desdichado sistema de valores humanos. Y entonces un charco de azufre borboteante será bonito o tan poco bonito como Tofino a la luz del sol.

—Muy acertado, León —dictamina Johanson—. Bebamos el vino de la celebración. La humanidad está de capa caída. Quiero decir que Copérnico expulsó a la Tierra del centro del universo, Darwin nos arrancó de la cabeza la corona de la creación y Freud mostró que la razón humana fracasa en el inconsciente. Hasta hace poco éramos por lo menos los únicos pedantes organizados del planeta; ahora han aparecido inquilinos más viejos que nos sacan a patadas.

—Dios nos ha abandonado —afirma Oliviera.

—Bueno, no del todo —dice Anawak—. Al menos Karen nos consiguió una prórroga.

—¡Pero a qué precio! —Johanson pone cara larga—. Costó la muerte de algunos de nosotros.

—Gajes del oficio —dice Delaware, burlona.

—No hagas como si no te hubiera importado.

—¿Qué quieres? Yo creo que he estado muy valiente. En las historias de las películas siempre mueren los viejos y los jóvenes sobreviven.

—Eso es porque somos monos —dice Oliviera secamente—. Los genes viejos dejan paso a los más jóvenes, más sanos, que pueden garantizar una reproducción óptima. A la inversa la cosa no funciona.

—Ni siquiera en el cine —asiente Crowe—. Si los viejos sobreviven y los jóvenes mueren, la gente se queja. Para la mayoría de la gente eso no es un final feliz. Increíble, ¿verdad? Hasta el asunto profundamente romántico del final feliz es resultado de necesidades biológicas objetivas. Así que nada de libre albedrío. ¿Alguien tiene un cigarrillo?

—Si no hay vino, no hay cigarrillos —dice Johanson, malicioso.

—Tienen que verlo de forma positiva —interviene Shankar con su voz suave—. Los yrr son un prodigio, y el prodigio ha sobrevivido a nosotros. Quiero decir que en
King Kong
y en
Tiburón
siempre tiene que morir el monstruo mítico. El ser humano que lo descubre lo contempla asombrado y lo admira, se deja fascinar por su carácter extraño, y después lo mata. ¿Es eso lo que queremos realmente? Nos hemos dejado fascinar por Scratch, por lo otro, por lo incierto... ¿Para qué? ¿Para eliminarlo? ¿Por qué deberíamos liquidar otra vez el prodigio?

—Para que el héroe y la heroína puedan abrazarse y engendrar un montón de descendientes aburridos —gruñe Greywolf.

—¡Exacto! —Johanson se golpea el pecho—. Y también el científico viejo y sabio tiene que morir por unos burgueses descerebrados cuyo único mérito consiste en ser jóvenes.

—Gracias —dice Delaware.

—No me refiero a ti.

—Calma, niños. —Oliviera alza las manos—. Unicelulares, monos, monstruos, humanos, prodigios, todo es lo mismo. Todo es biomasa. No hay motivos para irritarse. Nuestra especie en seguida adquiere otro aspecto si la observamos bajo un microscopio o la describimos con conceptos biológicos. El hombre y la mujer se convierten en macho y hembra, el objetivo vital prioritario del individuo es obtener alimentos, comer se convierte en devorar...

—El sexo se convierte en apareamiento —dice Delaware, divertida.

—Exacto. Llamamos a la guerra disminución de la especie, y en el peor de los casos amenaza para la población, y no tenemos que seguir haciéndonos responsables de nuestra imbecilidad porque podemos endilgar todo a los genes y a las pulsiones.

—¿A las pulsiones? —Greywolf abraza a Delaware—. No tengo nada en contra.

Surge una ligera risa que se extiende de modo algo conspirativo y vuelve a silenciarse con cautela.

Anawak vacila.

—Bueno... para volver a la cuestión del final feliz...

Todos lo miran.

—Ya lo sé, uno podría preguntarse si la humanidad merece seguir existiendo. Pero la humanidad no existe. Sólo hay seres humanos, individuos, muchos de los cuales podrían mencionar muchas buenas razones para seguir viviendo.

—¿Y por qué quieres tú seguir viviendo, León? —pregunta Crowe.

—Porque... —Anawak se encoge de hombros—. Muy sencillo. Porque hay alguien para quien quiero seguir viviendo.

—Final feliz —suspira Johanson—. Lo sabía.

Crowe sonríe a Anawak.

—¿No será que estás enamorado hasta la médula, León?

—¿Hasta la médula? —Anawak se queda pensativo—. Sí. Calculo que probablemente estoy enamorado hasta la médula.

Siguen conversando; las voces resuenan en la cabeza de Weaver hasta que se mezclan con el murmullo de las olas.

«Ilusa —piensa—. Terrible ilusa».

De nuevo está sola.

Weaver llora.

Aproximadamente, una hora después se calma el tiempo. Pasa otra hora y el viento ha amainado tanto que las olas se aplanan formando extensas colinas.

Al cabo de tres horas se anima a abrir la cabina.

El seguro se abre con un clic. La cubierta se alza con un zumbido. Está rodeada por frío gélido. Se queda mirando al exterior. A lo lejos ve un lomo que emerge y vuelve a desaparecer. No es una orca lo que se acerca, sino algo más grande. La segunda vez que emerge para volver a sumergirse, ahora mucho más cerca, su enorme cola sale del agua.

Es una ballena jorobada.

Piensa un momento en volver a cerrar la cabina. ¿Pero qué puede oponer a las toneladas de una ballena jorobada? Esté acostada o sentada en la cabina, si la ballena no quiere que sobreviva los próximos dos minutos, no sobrevivirá.

El lomo se alza una vez más del gris encrespado de las aguas. El animal es gigantesco. Se queda en la superficie, pegado al batiscafo. Pasa tan cerca que a Weaver le bastaría con estirar la mano para tocar su cabeza llena de muescas y poblada de bellotas de mar. La ballena se pone de costado y durante unos segundos su ojo izquierdo observa a la pequeña mujer del batiscafo.

Weaver le devuelve la mirada.

La ballena descarga su chorro con un estampido. Luego se sumerge lentamente sin producir una sola ola, desaparece en el agua gris y ya es sólo un recuerdo.

Weaver se aferra al borde de la cabina.

No ha atacado.

La ballena no le ha hecho nada.

Casi no puede creerlo. El cerebro parece estallarle. Siente un zumbido en los oídos. Con la vista todavía clavada en el agua, oye que se acercan un estallido y un zumbido; y no es su cerebro. Es algo que baja por el aire y se convierte en un zumbido sordo, ahora muy cerca, atronador. Weaver vuelve la cabeza.

Other books

Vincalis the Agitator by Holly Lisle
Her Darkest Desires by Dane, Kallista
Rebuild the Dream by Van Jones
The Frog Earl by Carola Dunn
The Silenced by Heather Graham
Black River by Tom Lowe
Spy Games by Gina Robinson