En alguna parte intermedia se halla el ser humano.
Y en alguna parte, por doquier, los yrr.
¿Qué ves?
¿Qué ves?
Weaver se siente increíblemente cansada, como si llevara años viajando; se siente una pequeña partícula cansada, triste y solitaria.
—¿Mamá? ¿Papá?
Tiene que forzarse a dirigir la mirada a los controles.
Presión interior, correcta; oxígeno, correcto.
Inclinación, cero.
¿Cero?
El
Deepflight
está horizontal. Weaver se queda perpleja. De pronto vuelve a estar completamente despierta. También el control de la velocidad de descenso indica cero.
Profundidad, 3.466 m.
A su alrededor todo es negrura.
El batiscafo ha dejado de descender. Está en el suelo. Ha llegado al fondo de la cuenca de Groenlandia.
Casi no se atreve a mirar el reloj porque teme ver algo terrible: que hace horas que está abajo, que no tendrá suficiente oxígeno para regresar a la superficie, alguna cosa de ese tipo. Pero el indicador digital anuncia con una luz tranquila que su vuelo de descenso ha comenzado hace treinta y cinco minutos. No ha estado realmente ida. Del aterrizaje no se acuerda, pero al parecer lo ha hecho todo correctamente. Las hélices están paradas; los sistemas, activos. Podría volver a subir de inmediato.
Y de pronto comienza.
Colectivo
Primero, Weaver cree que es una ilusión óptica. Un destello azul, débil y a cierta distancia. Como si alguien hubiera soplado un polvo de color azul profundamente oscuro de la palma de una mano gigantesca, la aparición se levanta en un remolino y se extingue.
Un nuevo fulgor, esta vez más cerca y en una superficie mayor. Esta vez perdura y pasa describiendo un arco por encima del batiscafo, de modo que Weaver tiene que mirar hacia arriba. Lo que ve le recuerda a una nube cósmica. Es imposible decir a qué distancia se halla y cuál es el tamaño de la nube, pero le transmite la sensación de haber llegado no al fondo del mar, sino a orillas de una galaxia lejana.
Luego el azul se desvanece. Durante un momento Weaver cree que se ha hecho más débil, pero reconoce en seguida que es una ilusión óptica: la nube está fundiéndose en una mayor que va cayendo lentamente hacia el batiscafo.
De pronto se da cuenta de que si quiere deshacerse de Rubin no es una buena idea hacerlo en el fondo marino.
Ahora es el momento de hacerlo. Ahora o nunca.
Inclina las alas laterales y pone en marcha las hélices. El
Deepflight
avanza un corto trecho rozando el suelo, levanta sedimentos y asciende. Sobre horizontes desmesurados, negros como la noche, refulgen rayos, y Weaver nota que la fusión ha comenzado.
El colectivo es gigante.
La luz blanco azulada se acerca velozmente desde todas las direcciones. El
Deepflight
ha quedado suspendido en medio de la nube que está fusionándose. Weaver sabe que la gelatina puede contraerse formando un tejido sumamente resistente: prefiere no pensar en lo que podría pasar con su batiscafo si se cerrara en torno a él un músculo de unicelulares. Por un instante se le presenta la imagen de un puño que aplasta un huevo crudo.
Está a algo más de diez metros del suelo.
Tiene que ser suficiente.
Ahora.
El dedo que oprime y decide todo. Si no se fija bien, si tiembla por miedo o nerviosismo y abre la tapa incorrecta, morirá al instante. A tres mil quinientos metros de profundidad la presión es de trescientas ochenta y cinco atmósferas. Uno no necesariamente pierde su forma externa, pero definitivamente pierde la vida.
Pero Weaver abre la cabina correcta.
Junto a ella, la cápsula del copiloto se pone vertical. El aire salta como una explosión y hace asomar un poco el cuerpo de Rubin. Weaver acelera su avión submarino, que con una cápsula abierta es casi inmanejable, y lo hace descender de golpe, con lo que catapulta definitivamente a Rubin hacia el exterior. Flota como una silueta negra contra la tormenta azul y blanca que se acerca. El hábitat ajeno le aplasta los tejidos y los órganos, le tritura el cráneo, le quiebra los huesos bajo la presión de sus propios músculos y expulsa sus líquidos corporales.
Todo está iluminado.
La gelatina envuelve el cuerpo en rotación de Rubin y lo aprieta contra el batiscafo que huye. También del otro lado viene el organismo, de todas partes a la vez, de arriba y de abajo. Se pega al batiscafo y a Rubin, se compacta, y Weaver lanza un grito, muerta de miedo...
El batiscafo queda libre.
Casi tan rápidamente como se han aproximado, los yrr se retiran del batiscafo. Se han apartado mucho. Si hubiera algún concepto que pudiera describir el comportamiento del colectivo en ese momento, probablemente se diría que con profundo espanto.
Weaver se oye lloriquear.
A su alrededor el mar sigue azul. Unas luces borrosas se persiguen unas a otras en la inmensa masa de gelatina que rodea al batiscafo como un muro cerrado y que sube hasta el infinito. Weaver vuelve la cabeza y ve el rostro destruido de Rubin, débilmente iluminado por las luces de la consola. Al contraerse, sus tejidos se han aplastado contra el costado de la cúpula transparente y mira fijamente al interior desde dos cuevas oscuras. Sus globos oculares se han disuelto bajo la presión hidrostática. En su lugar, mana un líquido negro; luego el cuerpo del muerto se desprende lentamente y vuelve a caer en la oscuridad. Vuelve a ser sólo una sombra contra el fondo iluminado, con unas rotaciones extrañas, como si estuviera ejecutando una danza torpe e infinitamente lenta en honor de deidades paganas.
Weaver respira hondo, se fuerza a calmarse. En otras circunstancias hace rato que se hubiera sentido mal, pero ahora no tiene tiempo para estados de ánimo.
La gelatina sigue retirándose y sus márgenes se comban hacia arriba. Por abajo vuelve a crecer la negrura. Unas ondas recorren los bordes del organismo. Se riza en todas las direcciones cada vez más arriba, y el cuerpo del biólogo se funde con la oscuridad. Al mismo tiempo, de las alturas descienden unos tentáculos delgados que terminan en punta, largos como lianas de la jungla. Se mueven coordinados y decididos, encuentran a Rubin y comienzan a palparlo. Weaver no puede ver el cuerpo, pero el sonar se lo indica, y los cuidadosos movimientos de tanteo de los sensores permiten distinguir los contornos de un ser humano.
Unos sensores más delgados, más finos, surgen de las puntas y se ocupan minuciosamente de algunas partes del cuerpo antes de seguir avanzando. De vez en cuando se detienen o se ramifican. A veces se deslizan unos sobre otros como si se encontraran para deliberar en silencio. A diferencia de todo lo que ha visto de los yrr hasta el momento, estos sensores están iluminados por un blanco cambiante. El todo da la impresión de una coreografía, un ballet mudo, y súbitamente Weaver oye en la lejanía la música de su infancia:
La plus que lente
de Debussy, el vals más que lento, la obra favorita de su padre. Está desconcertada y fascinada y el miedo la abandona. Desde luego, nadie está tocando allí abajo La plus que lente, pero sería adecuado, porque este juego explorador es de una belleza paralizante, y en ese momento ella sólo puede reconocer...
La belleza.
Ha vuelto a encontrar a sus padres en plena belleza.
Weaver echa la cabeza hacia atrás.
Arriba se aboveda una campana de destellos azules y dimensiones gigantescas, alta como un firmamento.
Weaver no venera a ningún dios, pero tiene que recordarlo para no caer en el susurro de un rezo. Recuerda las palabras de Crowe, que ha hablado de extraterrestres demasiado terrenos, de cómo los humanos se miran el ombligo al representar lo otro en vez de llegar a visiones más audaces. Crowe quizá censuraría precisamente esa pureza de la luz y desearía una iluminación menos cargada de simbolismo que ese sagrado blanco. Pero esto no es comparable a nada. Es blanco sólo porque la luminiscencia genera con frecuencia una luz blanca, azul, verde o roja. Aquí no se manifiesta ningún dios, sino únicamente el estado de animación de unos seres unicelulares que generan luz. Además... ¿qué dios cercano al ser humano se manifestaría por medio de tentáculos?
Lo que a Weaver casi le arrebata los sentidos es darse cuenta de que no hay vuelta atrás. La discusión sobre la posibilidad de que los seres unicelulares desarrollen inteligencia. La cuestión de si la autoorganización de todas esas células permite inferir una vida consciente o acaso una mera forma de mimética sorprendentemente evolucionada. Los yrr incluso aportaron lo suyo para asegurarse un sitio en el gabinete de los horrores de la historia al penetrar por el casco del
Independence
agitando los tentáculos, monstruos gelatinosos junto a los cuales los marcianos de Wells parecían unos estúpidos. Pero todo ello pierde importancia en presencia de este espectáculo fantástico y extraño. Lo que Weaver contempla no necesita más pruebas de la existencia de una inteligencia definitivamente no humana.
Su mirada se pierde en la bóveda azul hasta llegar al vértice, desde donde algo cae lentamente... una formación de cuya parte inferior surgen los tentáculos. Es de forma un tanto redondeada y grande como una luna. Bajo su superficie blanca se deslizan rápidas sombras grises. Surgen dibujos complicados que duran fracciones de segundos, matices de blanco en el blanco, centelleos simétricos, series titilantes de puntos y líneas, códigos crípticos, una fiesta para cualquier estudioso de la semiótica. A Weaver el ser le da la impresión de un ordenador viviente en cuyo interior y en cuya superficie se verifican procesos de una complejidad inmensa. Está contemplando la cosa mientras piensa, y luego comprende que su pensamiento abarca todo lo que hay a su alrededor, toda la masa inmensa, aquel firmamento azul; y por fin toma conciencia de lo que está viendo.
Ha encontrado a la reina.
La reina toma contacto.
Weaver apenas se atreve a respirar. Las toneladas de presión han comprimido los líquidos de Rubin, pero al mismo tiempo han hecho que abandonen el cuerpo destruido y se diluyan en el agua. Por todos los puntos en que le inyectaron la solución sale feromona concentrada, a la que los yrr han reaccionado por instinto. La fusión se ha producido con gran brevedad y al instante ha terminado. Weaver sigue dudando de que su plan funcione. Pero si está en lo cierto, la experiencia tiene que haber precipitado a los yrr a una confusión babilónica... con la diferencia de que en Babilonia todos se reconocían aunque ya no se entendían, mientras que el colectivo entiende sin reconocer. El mensaje feromónico anteriormente sólo había sido difundido y entendido por los yrr. El colectivo no puede reconocer a Rubin. Es claramente el enemigo que han decidido exterminar, pero es un enemigo que está diciendo: fusión.
Ya que Rubin dice: soy yrr.
¿Qué pasará con la reina? ¿Adivinará el truco? ¿Reconocerá que Rubin, desde luego, no es un colectivo yrr, que sus células están unidas, que carece de los receptores? Con toda seguridad no será el primer ser humano que los yrr investigan minuciosamente. Todo lo que encuentren clasificará a Rubin como enemigo. Según la lógica yrriana, alguien no yrr debe ser ignorado o combatido ¿Pero habrán combatido los yrr alguna vez a los yrr?
¿Pueden estar seguros?
Por lo menos en este punto Weaver no alberga dudas, y sabe que Johanson, Anawak y todos los demás lo hubieran visto de la misma manera. Los yrr no se matan entre sí. Expulsan a las células enfermas y defectuosas, y la feromona se encarga de la muerte celular, lo que no es muy diferente del cuerpo que desprende escamas de piel muerta. No cabe hablar de una lucha entre las células del cuerpo, pues todas juntas dan como resultado un único ser, y en cierto modo los yrr también son así. Son incontables miles de millones, pero son uno. Hasta los distintos colectivos con distintas reinas son en última instancia un único ser con una única memoria, un cerebro que abarca el mundo, que puede llegar a tomar decisiones inadecuadas, pero que no conoce ningún tipo de culpa moral, que dispone de ideas individuales sin que ninguna célula individual pueda reclamar privilegios, y en cuyo interior no se imparten castigos ni se hacen guerras. Sólo hay yrr intactos e yrr defectuosos, y lo que es defectuoso, muere.
Pero de un yrr muerto jamás partirá un contacto feromónico como el de este pedazo de carne con forma humana, que es un enemigo que parece estar muerto y que ni lo está ni deja de estarlo.
Karen, deja en paz a la araña.
Karen es pequeña y ha tomado un libro para matar una araña, que también es pequeña, pero que ha cometido el error imperdonable de venir al mundo como araña.
¿Por qué?
La araña es fea.
Eso depende del observador. ¿Por qué te parece fea la araña?
Qué pregunta más tonta. ¿Por qué es fea una araña? Pues porque es fea. No hay en ella nada que te mire con grandes ojos de bebé, no tiene nada de tierno y amoroso, no se puede acariciar y tiene un aspecto extraño y maligno, por lo que hay que eliminarla.
El libro baja vertiginosamente y la araña queda reducida a una pasta.
Después, muy pronto, Karen se arrepentirá amargamente de este acto, sentada ante el televisor y viendo otro episodio de
La abeja Maya
. Ya sabe que con las abejas todo va bien. En este episodio aparece también una araña que, con sus ocho patas y la mirada fija, justificaría el uso inmediato del libro. Pero de pronto la araña abre una boca delgada y sin labios y habla con una voz infantil tierna y adorable. No profiere salvajes amenazas, como esperarían de las arañas las niñas pequeñas, sino que es la bondad en persona, encantadora y dulce.
De repente ya no puede imaginarse matando una araña. Peor todavía, esa araña se le aparecerá en sueños y la acusará con su voz infantil; será horrible, y Karen se pone a llorar.
Esa vez aprendió a respetar.
Aprendió lo que años después madurará en una idea formulada a bordo del
Independence
. Cómo podría lograrse que una especie sumamente inteligente engañe a otra eludiendo completamente el intelecto con el objeto de conseguir una prórroga, e incluso tal vez cierto entendimiento mutuo. Y que el ser humano, acostumbrado a jerarquizar la evolución superior según el grado de similitud con lo humano, llegue en su autorrenuncia a intentar parecerse a un yrr.
¡Qué desafío para la corona de la creación!
Pero depende de quién se considere la corona.