Hace diez minutos que mira absorta y tensa una especie de capullo de un gris sucio, borroso, que los reflectores muestran al
Deepflight
. Oscuridad iluminada artificialmente. Luz que no aclara nada. Diez minutos en que se le ha extraviado el sentido del arriba y el abajo. Cada dos segundos controla los instrumentos, que le dicen lo que la mirada hacia el exterior no revela: a qué velocidad va, con cuánta inclinación vuela, cuánto tiempo pasa.
Se puede confiar en los ordenadores.
Sabe, claro está, que es con su propia voz con quien, sin notarlo, se pone a dialogar. Es la esencia de las experiencias hechas, de la vida aprendida y vivida, de las razones vislumbradas. Al mismo tiempo algo habla desde ella y con ella, algo cuya existencia hasta ahora le había estado oculta. Esa cosa de su cabeza hace preguntas, presenta propuestas, la confunde.
¿Qué ves?
Poco.
Poco es exagerado. Sólo a los seres humanos se les ocurre la idea absurda de confiarse a un aparato perceptivo que está probado que fracasa. Con el mayor respeto por tus instrumentos, para entender adonde te conduce tu viaje no es suficiente con un cono de luz, Karen. Esa luz es un espacio limitado, una cárcel. Libera tu entendimiento. ¿Quieres verlo todo?
Sí.
Entonces apaga los reflectores.
Weaver vacila. De todos modos ya lo había pensado. Cuando llegue el momento será necesario para ver la nube azul en la oscuridad. Pero ¿cuándo llegará el momento? Comprueba sorprendida lo mucho que se ha aferrado a ese ridículo cono de luz. Demasiado tiempo. Como a una linterna bajo las mantas. Va apagando uno a uno los potentes focos hasta que sólo quedan las lucecitas de los instrumentos. La lluvia de partículas ha desaparecido.
La rodea una absoluta oscuridad.
Las aguas polares son azules. En el Atlántico norte, al igual que en determinadas zonas del continente antártico, hay poca vida que contenga clorofila. Ese azul a pocos metros de la superficie tiene algo de cielo. Como el astronauta de una nave espacial ve que el azul familiar se va oscureciendo a medida que se aleja de la superficie de la Tierra, hasta que finalmente lo rodea la negrura del universo, así se hunde el batiscafo en dirección contraria hacia un universo sin luz y lleno de enigmas, un espacio interior. En el fondo no tiene importancia si uno sube o baja. En ambos casos, junto con las imágenes conocidas se desvanecen las sensaciones conocidas, o lo que el aparato sensorial humano convierte en sensaciones, empezando por la vista y siguiendo por la gravedad. A diferencia del espacio exterior, el mar está dominado por las leyes de la gravitación; pero quien viaja a mil metros de profundidad y en la oscuridad absoluta tiene que dar crédito al indicador digital que le dice si está moviéndose hacia arriba o hacia abajo. Ni el oído interno ni la mirada al exterior permiten estas apreciaciones.
Weaver ha alcanzado la máxima velocidad de descenso. El
Deepflight
ha atravesado brevemente ese cielo polar patas arriba y la oscuridad ha aumentado con rapidez. Cuando el batímetro indica sesenta metros, mide el cuatro por ciento de la luz que había en la superficie; pero para entonces ya había encendido los reflectores: una astronauta empeñada en iluminar el espacio con una lámpara.
Despierta, Karen.
Estoy despierta.
Sí, seguro, estás despierta y sumamente concentrada, pero no estás soñando el sueño adecuado. Toda la humanidad está atrapada en la ensoñación de un mundo que no existe. Nos inventamos un cosmos de tablas taxonómicas y valores medios estadísticos porque somos incapaces de percibir la naturaleza objetiva. La fusión y la coexistencia que se sustraen a nuestra mirada, lo inseparablemente entrelazado, lo intentamos desenlazar imponiéndole un orden, una sucesión y una jerarquía en cuya punta nos situamos nosotros mismos. Nos comunicamos mediante ídolos, mediante fragmentos, declaramos que son la realidad, creamos secuencias y jerarquías, deformamos el tiempo y el espacio. Para entender algo siempre tenemos que verlo, pero en el momento en que lo hacemos visible lo sustraemos a nuestro entendimiento. El hombre que ve es ciego, Karen. El propio origen de toda vida es oscuro.
Lo oscuro es amenazador.
¡De ninguna manera! Nos sustrae las coordenadas de nuestra existencia visible. ¿Es eso tan terrible? La naturaleza es objetiva y está llena de diversidad. Sólo la empobrecen las lentes del prejuicio, porque juzgamos por lo que nos gusta o nos disgusta. En todo momento nos miramos a nosotros mismos en los brillos estridentes. ¿Muestran el mundo real todas esas representaciones de las pantallas de nuestras computadoras y de nuestros televisores? Para comunicarnos por prototipos como «el gato» o «el color amarillo», ¿la suma de todas las impresiones da por resultado la diversidad? Sin duda es maravilloso el modo en que el cerebro humano obtiene esos valores intermedios de la riqueza de variantes, es un truco espléndido que hace posible la comunicación sobre lo imposible, pero al precio de la abstracción. En definitiva hay un mundo idealizado en el que millones de mujeres tratan de parecerse a diez supermodelos, las familias tienen 1,2 chicos y un chino promedio vive sesenta y tres años y mide un metro setenta. Con tanta obsesión por las normas pasamos por alto que la normalidad está en lo anormal, en la desviación. La historia de la estadística es una historia de malentendidos. Nos ha ayudado a disponer de un panorama, pero niega la variación. Nos aleja del mundo.
Y a cambio, nos ha acercado entre nosotros.
¿De veras lo crees?
¿No hemos intentado encontrar una vía de entendimiento con los yrr? ¿No lo hemos logrado incluso? Hemos descubierto las matemáticas como base para ello.
¡Pero cuidado! Eso es algo completamente distinto. En el cálculo del cuadrado pitagórico no hay margen de variación. La velocidad de la luz siempre será la velocidad de la luz. Mientras describan el mismo espacio físico, las fórmulas matemáticas son fijas. Las matemáticas no admiten ningún tipo de valoraciones. La fórmula matemática no es algo que viva en una cueva o en un árbol, que se pueda acariciar o que enseñe los dientes cuando uno se acerca demasiado. No hay una ley de la gravedad media entre muchas parecidas: sólo hay una. Indudablemente, con las matemáticas pusimos en marcha un intercambio, ¿pero nos entendemos así? ¿Las matemáticas han acercado a los hombres entre sí? El etiquetado del mundo sigue las particularidades de cada historia cultural, y cada círculo cultural ve el mundo de distinta forma. Los inuit no disponen de una sola palabra para la nieve, sino que tienen cientos para los tipos de nieve. El pueblo de los dani, en Nueva Guinea, carece de multitud de denominaciones para los colores.
¿Qué ves?
Weaver mira fijamente la oscuridad. El batiscafo sigue su ruta serenamente, siempre con una inclinación de sesenta grados y una velocidad de doce nudos. Ya ha recorrido mil quinientos metros. El revestimiento del
Deepflight
no deja oír ni un crujido o chasquido. En la otra cabina yace Mick Rubin. Intenta pensar en él lo menos posible. Es extraño atravesar la noche con un muerto.
Un embajador muerto en el que han puesto todas sus esperanzas.
De pronto, un centelleo.
¿Los yrr?
No, es otra cosa. Calamares. Se ha metido en medio de un banco. Repentinamente parece atravesar un Las Vegas submarino. En la noche perpetua de las profundidades marinas ni las ropas de colores ni los pasos de baile pueden impresionar a las posibles compañeras. Cuando los solteros buscan una acompañante, destacan por medio de la iluminación. Hay tejidos y órganos en que destellan las bacterias luminiscentes de los fotóforos, pequeñas bolsitas transparentes que pueden abrirse y cerrarse; se produce así una tempestad de destellos, un griterío submarino codificado. En este caso no parece que se trate de hacer la corte al batiscafo de Weaver. Los rayos sirven más bien para ahuyentar. Desaparece, dicen; y como Weaver no desaparece, los animales abren completamente sus fotóforos y la rodean, ataviados con una vestimenta de luz que emite destellos uniformes. Entre medio, organismos más pequeños, claros y con el núcleo rojo o azul: medusas.
Luego se agrega algo más que Weaver no puede ver, pero su sonar lo registra. Una masa grande y compacta. Por un momento piensa en un colectivo yrr, pero los colectivos tienen luz, y esta cosa es tan negra como el mar circundante. Es de forma alargada, maciza por un lado y que se adelgaza por el otro. Weaver vuela directamente hacia ella. Sube un poco el
Deepflight
y pasa por encima de la criatura, y en ese mismo momento se percata de qué es lo que ha sobrevolado.
Las ballenas tienen que beber. Una idea absurda en el caso de una vida bajo el agua, pero el peligro de morir de sed en el océano es tan grande para una ballena como para un náufrago. Las medusas son casi por completo agua, agua dulce, igual que los calamares, que proporcionan mucho líquido vital. Por eso los cachalotes se hunden en busca de calamares y medusas. Bajan verticalmente hasta mil, dos mil y a veces hasta tres mil metros, donde permanecen más de una hora; a continuación suben diez minutos a la superficie para respirar, y vuelven a sumergirse.
Weaver ha topado con un cachalote. Con un predador inmóvil que tiene buena vista. Está atravesando el reino de la oscuridad y de la buena vista. Aquí abajo todos ven bien.
¿Qué ves? ¿Qué no ves?
Vas caminando por una calle. A cierta distancia reconoces a un hombre que viene en dirección opuesta. Un poco más allá una mujer pasea un perro. Clic, instantánea. Describe cuántos seres vivos andan por la calle y qué distancia hay entre ellos.
Somos cuatro.
No, somos más. En los árboles veo tres pájaros, así que somos siete. El hombre está a dieciocho metros de distancia, la mujer a quince. El perro a trece y medio, va tirando de ella con la correa atada al collar. Los pájaros están posados a diez metros de altura y entre ellos hay medio metro de distancia. ¡No! En realidad en esta calle retozan miles de millones de seres vivos. Sólo tres de ellos son seres humanos. Otro es un perro. Además de los tres pájaros, en los árboles hay otros cincuenta y siete que no veo. Los árboles mismos son seres vivos, y en su follaje y corteza viven miríadas de insectos. El plumaje de las aves está poblado de ácaros, al igual que los poros de nuestra piel. El perro reúne en su pelaje medio centenar de pulgas, catorce garrapatas y dos mosquitos, y en los intestinos y el estómago miles de gusanos diminutos. Su saliva está saturada de bacterias. Igualmente poblados estamos nosotros, y la distancia entre todos estos seres vivos es prácticamente nula. En el aire flotan esporas, bacterias y virus, forman cadenas orgánicas de las que somos parte, nos entrelazan a todos en un único superorganismo, y lo mismo sucede en el mar.
¿Qué eres tú, Karen Weaver?
Soy la única forma de vida humana en una gran extensión... si se prescinde de Rubin, que ya no es una forma de vida porque está muerto.
Eres una partícula.
Una partícula en la diversidad. No te asemejas por entero a ningún otro ser humano, igual que ninguna célula se asemeja a otra en todos los detalles. Siempre hay algo distinto. Así debes contemplar el mundo. Como un abanico de similitudes. ¿No es un consuelo poder concebirte como partícula, si a cambio de ello se te admite la particularidad?
Eres una partícula en el espacio y en el tiempo.
El batímetro titila.
Dos mil metros.
Diecisiete minutos. Llevo diecisiete minutos viajando.
¿Te lo dice ese reloj?
Sí.
Para comprender el mundo tienes que descubrir otro tiempo. Tendrías que recordar, pero no puedes. El ser humano es miope desde hace dos millones de años. En el transcurso de su evolución, el
Homo sapiens
pasaba casi todo su tiempo cazando y recolectando. Esas actividades formaron su cerebro tal como es hoy. El futuro de nuestros antepasados era sólo lo inmediato; todo lo que fuera más allá era tan borroso como lo que había quedado atrás hacía mucho tiempo. Vivíamos el instante, interesados en primer lugar por la reproducción. Las catástrofes terribles caían en el olvido o pasaban a la mitología. La censura fue un regalo de la evolución, pero ahora se ha convertido en nuestra condena. Nuestro intelecto sigue sin poder abarcar un horizonte temporal superior a un par de años en el pasado y en el futuro. Unas pocas generaciones y censuramos, ignoramos, olvidamos. Incapaces de recordar el pasado y de aprender de él, no estamos en condiciones de contemplar el futuro. Los seres humanos no están hechos para ver el todo y su lugar dentro del todo. No compartimos la memoria del mundo.
¡Qué disparate! El mundo no recuerda. Son los humanos los que recuerdan, no el mundo. Eso de la memoria del mundo es una simpleza esotérica.
¿No te parece? Los yrr se acuerdan de todo. Ellos son el recuerdo.
Weaver se siente mareada.
Controla la entrada de oxígeno. Siente que poco a poco sus pensamientos empiezan a dar volteretas. Esta inmersión parece convertirse en un viaje alucinógeno. Sus pensamientos se distribuyen en todas direcciones en la oscuridad del mar de Groenlandia.
¿Dónde están los yrr?
Están aquí.
¿Dónde?
Ya los verás.
Eres una partícula en el tiempo.
Desciendes con innumerables semejantes por la oscuridad silenciosa, una partícula de agua fría, salada, cansada y pesada tras el viaje que ha consumido tu calor subiendo desde el trópico hasta esta región inhóspita, hasta reunirse todas en las cuencas de Groenlandia y de Noruega, en una gran piscina de agua helada, pesada. Desde allí te derramas por la cordillera submarina que va de Groenlandia, Islandia y Escocia a la cuenca del Atlántico. Es un viaje infinito hasta el abismo, por montones de lava y depósitos de sedimento. Esta corriente poderosa formada por ti y por las demás partículas, cerca de Terranova recibe refuerzos de masas de agua del mar del Labrador, que son menos densas y frías. A la altura de las Bermudas se acercan otras, como ovnis redondos que cruzaran el océano desde el Mediterráneo, en remolinos de agua cálida extremadamente salada que procede del estrecho de Gibraltar. Del Mediterráneo, de Labrador, de Groenlandia; todas estas aguas se mezclan y siguen hacia el sur por el fondo del mar.
Eres testigo de cómo la Tierra se crea a sí misma.
Tu camino te lleva a lo largo de la dorsal atlántica, una de esas inmensas cordilleras que surcan longitudinalmente los océanos. En conjunto son tan grandes como todos los continentes; alineadas suman sesenta mil kilómetros y están coronadas por series de volcanes activos o extinguidos. Las crestas se alzan a más de tres mil metros del suelo marino, y tienen casi igual espesor de agua por encima, y dividen la Tierra. Donde se abre su eje surge el magma desde las cámaras subterráneas a la superficie, pero en lugar de evaporarse en forma de explosión, la piedra líquida mana en lentos almohadones debido a la presión y al frío de las profundidades marinas. Se abre paso por las laderas de las crestas oceánicas y las separa con una insistencia de niño gordo impertinente: nace así un nuevo fondo marino que todavía debe encontrar su forma. Las laderas se van separando con lentitud infinita. Donde la lava forma meandros de un rojo luminoso en el negro del mar profundo, el suelo está caliente. Se producen terremotos que sacuden la garganta de donde mana la lava, así como a los lados de la cresta. A mayor distancia las laderas se enfrían. La piedra más antigua forma allí la topografía, y va haciéndose más vieja a medida que se aleja de la dorsal, hasta que el suelo envejecido, frío y pesado desciende a los abismos infinitos, a las planicies de las grandes profundidades, salpicadas de montañas y cubiertas de capas de sedimento flojo, cintas transportadoras de eras pasadas que tienden hacia América en el oeste y hacia Europa y África en el este, hasta que un día se deslicen bajo las masas de tierra para desaparecer en las profundidades del manto terrestre y fundirse en el horno de la astenosfera, que al cabo de millones de años las devolverá a las gargantas de las dorsales oceánicas en forma de rojo magma incandescente.