—Mierda —susurró Oliviera—. Has sido muy lento.
Los dedos de Rubin se deslizaron por el teclado de su ordenador.
—Aquí tengo una gran cantidad de datos —dijo—. Una borrachera molecular. ¡La sustancia utiliza una feromona! De modo que yo tenía razón.
—Anawak tenía razón —lo corrigió Oliviera—. Y Weaver.
—Por supuesto, quería decir...
—Todos teníamos razón.
—Es lo que quería decir.
—¿Algo que conozcamos, Mick? —preguntó Johanson sin apartar la mirada de los monitores.
Rubin sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea. Los ingredientes son conocidos. Sobre la receta no puedo decir nada. Necesitamos las muestras.
Johanson contempló un cordón grueso que salía serpenteando de la parte superior de la criatura y cuya punta se ramificaba en un haz de finas antenas. El cordón se inclinó hacia el robot. Las antenas palparon la máquina y los tubos de ensayo.
Parecía que realizaba un examen detallado, cuidadoso.
—No puede ser —Oliviera se inclinó hacia adelante—. ¿Acaso quiere abrir los tubos?
—No son fáciles de abrir.—Johanson intentó recuperar el control del robot. Los tentáculos que lo tenían aprisionado reaccionaron adhiriéndose con más fuerza a la máquina.
—Al parecer se ha enamorado —suspiró Johanson—. Bien. Esperaremos.
Las antenas continuaron su examen.
—¿Podrá verlo? —preguntó Rubin.
—¿Con qué? —Oliviera sacudió la cabeza—. Puede cambiar de forma, pero es poco probable que pueda formar ojos.
—Quizá ni siquiera los necesita —dijo Johanson—. Esta sustancia aprehende su mundo.
—Los niños también lo hacen. —Rubin lo miró dudando—. Pero tienen un cerebro para almacenar lo aprehendido. ¿Cómo entiende la sustancia lo que aprehende?
De pronto la masa liberó al robot. Todos los tentáculos y antenas retrocedieron y desaparecieron en el gran conglomerado. El organismo se acható hasta formar una capa delgada que cubrió el fondo del tanque por completo.
—Suelo flotante —bromeó Oliviera—. Así que también sabe hacer eso.
—
Arrivederci
—dijo Johanson mientras dirigía el robot hacia el garaje.
Centro de Información de Combate
—¿Qué es lo que quieren decirnos?
Crowe apoyó la barbilla en las manos. Entre los dedos índice y corazón de su mano derecha humeaba el cigarrillo de rigor, pero esta vez se consumía sin haberle dado más que un par de caladas. Crowe no tenía tiempo ni para fumar. Intentaba, junto con Shankar, dar con el mensaje que habían enviado los yrr.
Un mensaje que había ido acompañado de un ataque.
Tras haber decodificado el primer mensaje, el ordenador había procedido con bastante rapidez con el segundo. Como la primera vez, los yrr habían contestado en código binario. Aún no estaba claro que los datos formaran también una imagen. De momento sólo parecía tener sentido una secuencia; una información que, en vez del pensamiento extraño que cabía esperar, resultaba de una sencillez completamente ridícula.
Era la representación de una molécula, una fórmula química:
H2O.
—Muy original —dijo Shankar con acritud—. Hace tiempo que sabemos que viven en el agua.
Pero los yrr habían incorporado más datos a la fórmula del agua. Mientras el ordenador calculaba como loco, Crowe comenzó a entender lo que transmitía ese mensaje.
—Quizá sea un mapa —dijo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Un mapa del lecho marino?
—No. Eso significaría que viven en él. Si nuestro violento visitante del simulador es parte de la inteligencia extraña, su hábitat debería ser más bien el agua libre. Las profundidades marinas son un entorno en el que se flota. Homogéneo e idéntico en todas las direcciones.
Shankar pensó.
—A menos —dijo— que lo pongamos bajo la lupa y analicemos su composición específica: minerales, ácidos, bases, etc.
—Los cuales no son idénticos en todas partes —asintió Crowe—. La primera vez nos enviaron una imagen formada por dos resultados matemáticos. Esto es muchísimo más complicado de leer. Pero si estamos en lo cierto, esta riqueza de variantes también tendrá su límite. No podría jurarlo, pero creo que han vuelto a enviarnos una imagen.
Centro de Inteligencia Conjunta
Weaver encontró a Anawak sentado ante el ordenador. Por la pantalla giraban unicelulares virtuales, pero a Weaver le pareció que él no prestaba atención.
—Siento mucho lo que pasó con tu amiga —le dijo en voz baja.
Anawak miró al techo.
—¿Sabes qué es lo raro? —Su voz sonó ronca—. Que su muerte me afecte tanto. La muerte nunca me ha impresionado demasiado. La última vez que lloré fue cuando murió mi madre. En el caso de mi padre me sentí mal por no poder lamentar su muerte. Ya conoces la historia. Pero ¿Licia? Dios mío. Yo ni siquiera tenía intención de llegar a algo con ella. Era una estudiante que me sacaba de quicio a la que acabé tomando cariño.
Weaver vaciló. Tímidamente le tocó el hombro. Los dedos de Anawak acariciaron su mano.
—Por cierto, tu programación funciona —dijo Anawak.
—Es decir que ahora en el laboratorio lo único que tienen que hacer es darle vuelta a toda la biología.
—Sí. Ése es el problema. Sigue siendo una hipótesis.
Habían dotado a los unicelulares virtuales de un ADN capaz de aprender que estaba en condiciones de mutar constantemente. Según este modelo cada célula era en realidad un pequeño ordenador autónomo que reescribía continuamente su programa.
Cada nueva información modificaba la estructura del genoma. Si cierta cantidad de células tenía una experiencia, esa experiencia modificaba la estructura genética. Si las células modificadas se fusionaban con otras células, transmitían la información nueva y el ADN de éstas hacía los ajustes correspondientes. De este modo, el colectivo no sólo aprendía cosas nuevas continuamente sino que además se encargaba de que la información se distribuyera de modo uniforme. Cada nuevo conocimiento de los individuos enriquecía la experiencia integral del colectivo.
Se trataba de una idea prácticamente revolucionaria, ya que implicaba que el saber se podía heredar. Después de discutir el asunto con Johanson, Oliviera y Rubin, quedaron más desorientados que antes, ya que habían acogido con entusiasmo su idea.
Pero, por otro, ésta tenía un enorme inconveniente.
Sala de control
—Cuando un ADN muta, se produce una modificación de la información genética —explicó Rubin—. Y esto es problemático en todos los seres vivos.
Se había escapado del laboratorio en pleno análisis de las muestras aduciendo que tenía otro acceso de migraña. Pero estaba con Li, Peak y Vanderbilt en la sala de control secreta. Revisaban las transcripciones de las escuchas. Por supuesto, todos los presentes conocían el programa que habían elaborado Weaver y Anawak, y también su teoría. Pero, salvo Rubin, ninguno sabía qué hacer con ello.
—Para un organismo es preciso que su ADN permanezca intacto —dijo Rubin—. De lo contrario enferma él o enferman sus descendientes. La radiactividad, por ejemplo, provoca daños irreparables en el ADN, y el resultado es que nacen mutantes o la gente padece cáncer.
—¿Y qué pasa con el desarrollo evolutivo? —Preguntó Vanderbilt—. Si hemos evolucionado de monos a humanos, no puede ser que el ADN haya permanecido siempre idéntico.
—Es cierto, pero la evolución se produce en períodos de tiempo bastante prolongados. Y siempre selecciona a aquellos cuya cuota natural de mutación conduce a una adecuación óptima a las circunstancias imperantes en cada caso. Apenas se habla de los fracasos de la evolución, y eso que la naturaleza excluye muchísimo. Pero entre la modificación genética radical y la exclusión está la reparación. Piense en el bronceado. La luz solar modifica las células de las capas superiores de la piel, lo que conduce a mutaciones del ADN. Nos bronceamos, y si no nos cuidamos, nos ponemos rojos y nos quemamos. Cuando nos quemamos, el cuerpo elimina las células destruidas. Cuando nos ponemos rojos, las repara. De no existir esas reparaciones no seríamos aptos para la vida. Todas las pequeñas mutaciones se potenciarían, las heridas no se curarían y no resistiríamos ninguna enfermedad.
—Entendido —dijo Li—. Pero ¿cómo sucede esto en los unicelulares?
—Igual —dijo Rubin—. Cuando su ADN muta, tiene que ser reparado. Mire, esas células se reproducen por división. Si el ADN no se reparase, ninguna especie permanecería estable. Da igual qué célula tomemos, lo que a la naturaleza le interesa es que la cuota de mutación se mantenga a un nivel tolerable. Y ahora viene el inconveniente de la teoría de Anawak. Un genoma siempre se repara de forma global, en toda su extensión. Imagínese que las enzimas reparadoras recorren el ADN entero buscando fallos, como si fueran patrullas policiales. En cuanto encuentran un defecto inician la reparación. Las enzimas reparadoras vienen a ser, por así decirlo, los guardianes del saber genómico, pues conservan la información sobre el sistema original, el correcto. En sus rondas de control reconocen de inmediato: éste es el gen original y aquél el defectuoso. En cierto modo es como tratar inútilmente de enseñar a hablar a un niño: en cuanto aprende una palabra, vienen las enzimas reparadoras y programan de nuevo el cerebro para que retroceda a su estado original, o sea, a la ignorancia. No es posible estructurar el conocimiento.
—Entonces la teoría de Anawak es una estupidez —constató Li—. Sólo funcionaría si las modificaciones del ADN de los unicelulares se conservaran.
—En un sentido es correcta. Cada nueva información sería considerada por el sistema de reparaciones un daño, y en un abrir y cerrar de ojos el genoma se repararía. Volvería a cero, por así decirlo.
—Supongo —sonrió Vanderbilt— que ahora vendrá el otro sentido.
Rubin, vacilante, asintió.
—Sí, hay otro sentido.
—¿Y cuál es?
—No tengo ni idea.
—Un momento —dijo Peak. Se enderezó en su silla y se estremeció. Tenía el pie vendado. Parecía bastante debilitado en general—. ¿No acaba de decir...?
—Sí, lo sé. Pero es que la teoría es maravillosa —dijo Rubin. Su voz se hacía más chillona. Cuando hablaba de un tirón durante largo rato, sufría las consecuencias del intento de estrangulamiento de Greywolf—. Lo explicaría todo. Entonces tendríamos la certeza de que la cosa del tanque es efectivamente nuestro enemigo. Estaríamos en presencia de los yrr. ¡Las criaturas responsables de toda esta mierda! ¡Y estoy seguro de que son ellos! Esta mañana hemos sido testigos de fenómenos peculiares. La sustancia examinó un robot submarino, y el modo en que lo hizo no tenía nada, pero nada, de comportamiento instintivo ni de curiosidad animal. ¡Era inteligencia pura, cognitiva! La explicación de Anawak tiene que ser correcta. El modelo informático de Weaver funciona.
—Esto es cada vez más incomprensible —suspiró Vanderbilt, y se secó la frente.
—Bueno. —Rubin abrió las manos—. Sólo hay posibilidades de explicación en la anomalía. Los sistemas de reparación también cometen errores. Es poco frecuente, pero de cada diez mil reparaciones echan a perder una. Un par de casos que no vuelven a su estado original. Es poco, pero basta para que nazcan personas hemofílicas, con cáncer o con el paladar hendido. Lo que para nosotros son defectos, son prueba de que el principio de reparación no es de validez ilimitada.
Li se levantó y recorrió la sala a paso lento.
—¿Entonces está convencido de que los unicelulares y los yrr son idénticos? ¿Hemos encontrado a nuestros enemigos?
—Con dos restricciones —dijo Rubin rápidamente—. Primero, tenemos que resolver el problema del ADN. Segundo, tiene que haber algo así como una reina. El colectivo puede ser muy inteligente, pero en mi opinión lo que tenemos ahí abajo es sólo una parte activa de la totalidad.
—¿Una reina? ¿Cómo hay que imaginársela?
—Igual pero diferente. Fijémonos en las hormigas. La reina también es una hormiga, pero es especial. De ella emana todo. Los yrr son seres multitudinarios, colectivos de microorganismos. Si Anawak está en lo cierto, serían un segundo camino de la evolución hacia la vida inteligente... Pero algo tiene que dirigirlos.
—Entonces, si encontramos a la reina... —comenzó Peak.
—No. —Rubin sacudió la cabeza—. No nos engañemos. Puede haber más de una. Puede haber millones. Y si son sagaces, no se dejarán ver. —Hizo una pausa—. Pero para poder actuar como reinas tienen que compartir los mismos principios con los demás yrr: la fusión y la memoria genética. Ahora bien, lo que nosotros estamos haciendo es extraer una sustancia aromática que despiden las células como señal de que quieren fusionarse Una feromona cuya fórmula Oliviera y Johanson están a punto de descubrir. En virtud de esta feromona, de este aroma, con toda seguridad las células se fusionarán también con la reina. La clave de la comunicación entre los yrr es el aroma. —Rubin sonrió vanidoso—. Y podría ser también la clave para resolver todos nuestros problemas.
—Bien, Mick. —Vanderbilt le hizo un gesto de benevolencia—. Se ha vuelto a ganar nuestro cariño. De momento, aunque en el pozo ha metido la pata.
—No he podido evitarlo —dijo Rubin, ofendido.
—Está usted en la CÍA, Mick. En mi organización. Aquí no vale decir «no he podido evitarlo». ¿O acaso olvidamos decírselo cuando fue reclutado?
—No.
Vanderbilt se guardó el pañuelo en el pantalón con un movimiento torpe.
—Me alegra oírlo. Jude hablará en seguida con el presidente y podrá decirle que es usted un buen muchacho. Gracias por su visita. ¡Vuelta a la galera, muchacho!
Pabellón, sala de reuniones
Crowe y Shankar parecían mucho menos seguros de sí mismos que cuando descifraron la primera señal. En el grupo reinaba un clima de abatimiento e irritación que no procedía sólo de los terribles acontecimientos de la cubierta del pozo. Cada vez era más evidente que nadie entendía el modo de proceder de los yrr.
—¿Por qué nos envían mensajes y al mismo tiempo nos atacan? —Preguntó Peak—. Un ser humano no haría eso.
—Deje de pensar en esos términos de una vez —dijo Shankar—. No son seres humanos.
—Sólo intento entenderlo.
—No entenderá nada si toma como base la lógica humana —dijo Crowe—. Tal vez el primer mensaje fue una advertencia. Sabemos dónde están. En todo caso, eso es lo que nos contestaron.
—¿Puede haber sido una maniobra de distracción? —sugirió Oliviera.