El quinto día (131 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Es realmente una bioquímica muy nueva —susurró Anawak.

—O muy vieja. Es nueva sólo para nosotros. En realidad es probable que exista desde hace millones de años. Tal vez desde el inicio de la vida. Una variedad paralela de la evolución. —Johanson soltó una risita—. Una variedad de gran éxito.

Anawak apoyó la barbilla en las manos.

—¿Y ahora qué hacemos con eso?

—Buena pregunta. Pocas veces me he sentido tan chapucero como hoy. ¡Que tanto conocimiento me haga avanzar tan poco...! Sólo confirma lo que de todos modos ya temíamos: que son distintos de nosotros en todos los sentidos. —Estiró los brazos y bostezó—. Lo único que ignoro es si los intentos de contacto de Crowe nos harán avanzar. En este momento tengo más bien la impresión de que por un lado conversan maravillosamente con nosotros, y por otro nos hacen picadillo. Tal vez desde su punto de vista esto no sea contradictorio. En cualquier caso, no es mi forma de conversar.

—No tenemos otra opción. Hemos de encontrar un modo de entendernos. —Anawak chasqueó la lengua—. Por cierto, ¿crees que en el barco todos están en el mismo bando?

—¿Cómo se te ocurre eso ahora? —dijo Johanson prestándole especial atención.

—Porque... —Anawak hizo una mueca—. Bien, no te enfades con ella, pero Karen me contó lo que viste esa noche antes de tu extraño accidente. O lo que creíste haber visto.

Johanson le dedicó una mirada crítica.

—¿Y qué piensa?

—Te cree.

—Sí, esa impresión tengo. ¿Y tú?

—Es difícil decirlo. —Anawak se encogió de hombros—. Eres noruego, de los que aseguran categóricamente que los duendes existen.

Johanson suspiró.

—Sin Sue no hubiera recordado absolutamente nada más —dijo—. Fue ella quien volvió a ponerme en la pista. Fue la noche que estuvimos sentados en el cajón de la cubierta del hangar cuando dije haber visto a Rubin, aunque se supone que estaba en cama con migraña. Igual que ahora, que vuelve a tener migraña. ¡Se supone! Desde entonces me van volviendo fragmentos. Recuerdo cosas que es imposible que haya soñado. A veces estoy a punto de verlo todo, pero luego... Estoy ante una puerta abierta, veo una luz blanca... Entro, y el recuerdo se interrumpe.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que no lo soñaste?

—Sue.

—Pero ella no vio nada.

—Y Li.

—¿Por qué precisamente Li?

—Porque en la fiesta se interesó por mi memoria demasiado llamativamente. Creo que quería sondearme. —Johanson le miró—. Me preguntaste si aquí todos están en el mismo bando. Creo que no. Ya en el Château no lo creía. He desconfiado de Li desde el principio. A estas alturas tampoco me creo que Rubin tenga migrañas. No sé qué creer, pero tengo la clara sensación de que hay algo en marcha.

—Intuición masculina —sonrió Anawak, inseguro—. Y en tu opinión ¿qué planes tendría Li?

Johanson miró al techo.

—Eso lo sabe ella mejor que yo.

Sala de control

Casualmente, Johanson miró en ese momento a una de las cámaras ocultas. Sin saberlo, dirigió la mirada hacia Vanderbilt, que había ocupado el puesto de Li, y dijo:

—Eso lo sabe ella mejor que yo.

—Mira que eres sagaz —murmuró Vanderbilt.

Luego llamó a Li a sus habitaciones por la línea a prueba de escuchas. No sabía si estaba durmiendo, pero tampoco le importaba.

Li apareció en el monitor.

—Ya le dije que no había garantías con la droga, Jude —observó Vanderbilt—. Johanson está a punto de recuperar la memoria.

—¿Ah, sí? ¿Y qué?

—¿No se pone nerviosa?

Li esbozó una sonrisa.

—Rubin ha trabajado duro. Acaba de pasar por aquí.

—¿Y?

—¡Es brillante, Jack! —Se le iluminaron los ojos—. Ya sé que no nos gusta mucho este mierda, pero tengo que admitir que esta vez se ha superado a sí mismo.

—¿Ha comprobado si funciona realmente?

—A pequeña escala. Pero la pequeña escala es como la gran escala. Funciona. Dentro de unas horas se lo comunicaré al presidente. Y después bajaremos Rubin y yo.

—¿Va a hacerlo usted misma? —dijo Vanderbilt.

—¿Y qué quiere que haga? Usted no cabe en uno de esos sumergibles —dijo Li; luego se desconectó.

Cubierta del pozo

Los sistemas eléctricos zumbaban fantasmales en las cubiertas y hangares vacíos del
Independence
. Producían vibraciones casi imperceptibles en las compuertas. Se oían en el hospital, inmenso y vacío, en el comedor de oficiales desierto y en los camarotes de la tripulación, donde si se pasaba la yema de los dedos por alguno de los armarios se sentían las leves vibraciones que generaban.

El ruido llegaba hasta lo más profundo del interior del barco, donde Greywolf, tumbado en el borde de la playa con los ojos abiertos, miraba absorto el techo de vigas de acero.

¿Por qué siempre se perdía todo?

Se sentía dominado por la tristeza y la sensación de haberlo hecho todo mal. Haber venido al mundo ya había sido un error en sí mismo. Todo le había salido mal. Y ahora ni siquiera había podido salvar a Licia.

«No has protegido nada —pensó—. Absolutamente nada. Lo único que tienes es una enorme boca y un miedo aún mayor. No eres más que un niño llorón metido en un cuerpo de gigante, y el niño desea demostrarse a sí mismo y a los demás lo importante que es».

Sólo una vez se había sentido realmente orgulloso: cuando fue a visitar al hospital al niño que había rescatado de la
Lady Wexham
. Había hecho un buen trabajo en el
Lady Wexham
. Había ayudado a mucha gente, y León había vuelto a ser su amigo. Un fotógrafo había hecho una foto y al día siguiente el periódico había impartido la bendición de cortesía.

Pero ahora las ballenas seguían enloquecidas, los delfines sufrían, la naturaleza entera estaba sufriendo, y Licia estaba muerta.

Greywolf se sentía vacío e insignificante. Sentía repulsión de sí mismo. Por supuesto, no hablaría con nadie sobre ello; sencillamente se limitaría a hacer su tarea hasta que terminara aquella pesadilla.

Y después...

Le empezaron a correr las lágrimas, el rostro inmóvil. Siguió mirando fijamente el techo, pero allí sólo había vigas de acero. No había ninguna respuesta.

La imagen completa

—Esta esfera —dijo Crowe— es el planeta Tierra.

Había colgado en la pared varias ampliaciones de imágenes que recorría lentamente.

—Nos hemos roto la cabeza durante bastante tiempo intentando averiguar la naturaleza de estas líneas. Pues bien, creemos que reproducen el campo magnético de la Tierra. Al menos las zonas claras son continentes. Con lo cual básicamente hemos decodificado el mensaje.

Li entrecerró los ojos.

—¿Está segura? Esos supuestos continentes no se parecen en nada a los continentes que yo conozco.

Crowe sonrió.

—Tampoco puede conocerlos, Jude. Son los continentes tal como eran hace ciento ochenta millones de años, los cinco reunidos en uno: Pangea, el continente original. Es probable que la disposición de las líneas del campo magnético proceda de esa época.

—¿Lo ha comprobado?

—La disposición del campo magnético no es fácil de reconstruir. En cambio, la constelación de masas de tierra de esa época sí que es conocida. Nos llevó un tiempo darnos cuenta de que nos habían enviado un modelo de la Tierra, pero al final todo encajó perfectamente. En el fondo es muy sencillo. Eligieron el agua como información central y añadieron datos geográficos.

—¿Y cómo pueden saber qué aspecto tenía la Tierra hace ciento ochenta millones de años? —preguntó Vanderbilt.

—Porque se acuerdan —dijo Johanson.

—¿Que se acuerdan? ¿Del océano original? Pero en esa época sólo los unicelulares... —se detuvo.

—Exacto —dijo Johanson—. Sólo existían seres unicelulares. Y un par de formas arcaicas de multicelulares. Anoche encontramos la última pieza del rompecabezas. Los yrr disponen de un ADN hipermutante. Supongamos que su conciencia se haya iniciado a comienzos del período jurásico, hace algo más de doscientos millones de años. Desde entonces están continuamente aprendiendo cosas nuevas. Verá, en la ciencia ficción se suelen utilizar frases como « ¡No sé qué es pero se nos viene encima!» o «Comuníqueme con el presidente». Otra de esas frases de rigor es: «Son superiores a nosotros», aunque generalmente la película o el libro en cuestión no ofrece ninguna explicación al respecto. En este caso podemos demostrarlo. Los yrr son efectivamente superiores a nosotros.

—¿Porque sus conocimientos están depositados en el ADN? —preguntó Li.

—Sí. Ésa es la diferencia fundamental respecto al ser humano. Nosotros no tenemos memoria de raza. Nuestra cultura se basa en la transmisión oral y escrita o en imágenes. Pero no podemos transmitir la vivencia inmediata. Con nuestro cuerpo muere nuestro intelecto. Cuando decimos que no debemos olvidar los errores del pasado estamos expresando un deseo irrealizable. Sólo es posible olvidar lo que se recuerda. Pero ninguna persona puede recordar lo que otra persona ha vivido antes que ella. Podemos registrar los recuerdos y acceder a ellos, pero no pasamos por esa experiencia. Cada niño tiene que aprender de nuevo lo eternamente igual, tiene que poner la mano en el hornillo caliente para comprender que está caliente. En los yrr es algo diferente. Una célula aprende y se divide. Duplica su genoma junto con todas las informaciones, algo así como si nosotros duplicáramos nuestro cerebro con todos sus recuerdos. Las nuevas células no heredan un saber abstracto, sino la experiencia inmediata, como si realmente hubieran participado en ella. Desde el comienzo de su existencia, los yrr están capacitados para la memoria colectiva. —Johanson miró a Li—. ¿Entiende con qué tipo de seres nos enfrentamos?

Li asintió lentamente.

—Sólo podríamos privarlos de su saber si pudiéramos destruir colectivos enteros.

—Me temo que para eso tendríamos que destruirlos a todos —dijo Johanson—. Y eso es imposible, por diversas razones. No sabemos lo densa que es su red. Es posible que formen cadenas celulares de cientos de kilómetros; son muy numerosos. A diferencia de nosotros, no viven sólo en el presente. No necesitan estadísticas ni valores intermedios ni elementos simbólicos. En asociaciones lo suficientemente grandes, ellos mismos son la estadística, la suma de todos los valores, su propia crónica. Conocen evoluciones que se verifican durante milenios, mientras que nosotros ni siquiera estamos en condiciones de actuar por el bien de nuestros hijos y nietos. Nosotros censuramos. Los yrr en cambio comparan, analizan, reconocen, pronostican y actúan sobre la base de una memoria permanentemente presente. No se pierde ningún trabajo creativo. Todo confluye en el desarrollo de nuevas estrategias y nuevos planes. Un procedimiento de selección sin fin hasta llegar a la mejor solución, lo que implica reconsiderar, modificar, refinar, aprender de los fracasos, ajustar a lo nuevo, hacer cálculos... y actuar.

—Me parece frío y repugnante —dijo Vanderbilt.

—¿Usted cree? —Li sacudió la cabeza—. Yo admiro a estos seres. En apenas unos minutos elaboran estrategias que a nosotros nos llevarían años. Ellos conocen todo lo que no funciona, simplemente porque lo recuerdan, porque fueron ellos quienes cometieron el error, aunque ni siquiera existieran físicamente.

—Por eso es probable que los yrr se manejen mejor en su hábitat que nosotros en el nuestro —dijo Johanson—. Entre ellos, cada producción intelectual es colectiva y está anclada en los genes. Viven en todos los tiempos a la vez. Los seres humanos, en cambio, ignoran el pasado y desconocen el futuro. Nuestra existencia entera está fijada en el individuo y en su aquí y ahora. Sacrificamos la comprensión más profunda a las metas personales. No podemos conservarnos más allá de la muerte, de modo que nos eternizamos en manifiestos, libros y óperas. Intentamos pasar a la historia dejando escritos, pero éstos son reelaborados, malinterpretados y falseados, y así se desatan luchas ideológicas mucho tiempo después de nuestra muerte. Estamos tan esperados por sobrevivimos a nosotros mismos que nuestras metas intelectuales rara vez coinciden con aquello que le sería útil a la humanidad como meta. Nuestro intelecto extrema lo estético, lo individual, lo mental, lo teórico. No queremos ser un animal. Por una parte, nuestro cuerpo es un templo; por otra, lo rebajamos a mera unidad funcional. De modo que nos hemos acostumbrado a colocar el intelecto por encima del cuerpo, y contemplamos con repugnancia y desprecio las condiciones objetivas de nuestra supervivencia.

—Y en los yrr esa separación no existe —caviló Li. Por motivos incomprensibles, parecía sumamente satisfecha—. El cuerpo es el intelecto. El intelecto es el cuerpo. Jamás un yrr hará nada que vaya en contra de los intereses de la comunidad. Sobrevivir es un interés de la especie, no del individuo, y la acción es siempre fruto de la decisión de todos. ¡Grandioso! Ningún yrr recibirá jamás una condecoración por una buena idea. Su satisfacción está en contribuir al resultado final. Un yrr no aspira a más fama que ésa. Me pregunto si cada célula tiene algo así como conciencia individual.

—No como la conocemos nosotros —dijo Anawak—. No sé si se puede hablar de conciencia propia en el caso de una célula. Ahora bien, cada célula, individualmente, es creativa. Es un sensor que convierte la experiencia en creatividad y aporta esa creatividad al colectivo. Es probable que una idea sólo sea admitida cuando su impulso tiene intensidad suficiente, es decir, cuando es aportada por la suficiente cantidad de yrr de forma simultánea. Luego se hace un cálculo comparativo con otras ideas y sobrevive la más fuerte.

—Pura evolución —asintió Weaver—. Pensamiento evolutivo.

—¡Vaya enemigo! —dijo Li, admirada—. No conoce la vanidad y no se pierde la información. Nosotros los seres humanos sólo vemos una parte del todo. Ellos tienen un panorama del tiempo y del espacio.

—Por eso destruimos nuestro planeta —dijo Crowe—. Porque no reconocemos lo que destruimos. Eso debe haberles quedado claro a los de abajo, además de que no tenemos memoria de raza.

—Sí, todo encaja. ¿Por qué deberían negociar con nosotros, con usted o conmigo? Mañana podemos estar muertos. ¿Con quién hablarían entonces? Si tuviéramos memoria de raza estaríamos protegidos de nuestras propias tonterías, pero no somos así. Tratar de entenderse con los seres humanos es algo ilusorio. Eso es lo que han aprendido. Esta idea forma parte de su saber y por ello han decidido actuar contra nosotros.

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