Authors: John Katzenbach
—Vamos, higienícese —ordenó el hombre.
Se agachó tan pudorosamente como pudo y metió el paño en el agua para luego frotarlo con jabón. Luego se puso de pie y empezó a limpiarse, sistemáticamente, lentamente. Los pies. Las piernas. El vientre. El pecho. Las axilas. El cuello. La cara, con cuidado de no sacar la venda, tratando de mantener toda la dignidad que pudiera.
Para su sorpresa, el contacto de la espuma sobre su piel fue casi erótico. En pocos segundos se dio cuenta de que nunca hasta entonces había sentido algo tan maravilloso como la sensación de lavarse. La habitación, la cadena alrededor del cuello, la cama, todo desapareció. Fue como quitarse el miedo y de pronto las inhibiciones quedaron a un lado. Se pasó el paño enjabonado sobre los pechos y luego en la entrepierna y los muslos. Sintió como si alguien estuviera acariciándola. Pensó en una ocasión cuando se bañó desnuda y se zambulló en las olas saladas de principios de verano en el cabo, o cuando jugaba en el agua fresca y rápida de un río en una calurosa tarde de agosto, ésas eran sensaciones que se acercaban a lo que estaba experimentando ahora.
Luego se frotó con fuerza el cuerpo, como si quisiera arrancar una capa, igual que una serpiente que muda su vieja piel, para así poder brillar. Era consciente de que el hombre la estaba mirando, pero cada vez que sentía que la cohibición por su cuerpo trataba de oscurecer el placer de lavarse, ella simplemente se repetía a sí misma: Jódete, jódete, jódete, bastardo, como si se tratara de un mantra oriental. Eso hacía que se sintiera todavía mejor.
Estiró la mano para lavarse el brazo y de pronto oyó:
—No. Ahí no.
Se detuvo. La voz del hombre continuó, sin estridencias pero de manera insistente:
—En la parte más baja del abdomen, junto a la cadera y cerca de la entrepierna va a sentir algo como un apósito adhesivo ligeramente levantado. No lo toque.
Jennifer se tocó ese lugar y sintió lo que la voz había descrito. Asintió con la cabeza.
—El pelo —dijo. Quería desesperadamente lavarse el pelo.
—En otro momento —ordenó el hombre.
Jennifer continuó, metiendo el paño en el cubo y luego usando el jabón. Volvió a lavarse la cara. Tomó un borde de la tela y aunque el sabor era horrible, lo frotó sobre los dientes y encías. Recorrió cada parte de su cuerpo a la que alcanzaba una vez, dos veces.
—Bien. Terminado —indicó el hombre—. Ponga el paño de lavarse en el cubo. Use la toalla para secarse. Vuelva a ponerse la ropa interior. Regrese a la cama.
Jennifer hizo exactamente lo que se le decía. Se frotó con la áspera toalla de algodón. Luego, como un ciego, tanteó la cama hasta que encontró las dos prendas y volvió a ponérselas, cubriendo ligeramente su desnudez. Escuchó el ruido del cubo al ser levantado, y luego pasos sordos que atravesaban la habitación hacia la puerta.
Jennifer no supo qué fue lo que se apoderó de ella precisamente en ese instante. Quizá fue la energía que el ejercicio le había dado a su corazón y a sus músculos, o tal vez fue la fuerza que la comida le había proporcionado, o la sensación de renovación que le dio el baño. Lo cierto es que inclinó la cabeza hacia atrás, se llevó la mano hasta la cara y, de manera impulsiva, levantó el borde de la venda, sólo por un instante.
* * *
Cuando Michael se quitó su ropa interior, negra, larga y ajustada, junto con el pasamontañas, para ponerse un par de vaqueros gastados, Linda ya estaba escribiendo furiosamente en el teclado. Todavía estaba vestida con su arrugado traje de seguridad.
—¡Mira! —dijo sin levantar la cabeza—. ¡El panel se ha encendido!
La pantalla de mensajes interactiva que acompañaba a whatcomesnext.com se estaba llenando con mensajes simultáneos de todas partes del mundo. La pasión, la emoción y la fascinación se redoblaban. A los espectadores les había encantado la desnudez de la Número 4, habían adorado los ejercicios, se habían enamorado de su manera casi animal de devorar la comida. Eran testimonios de amor.
No eran pocos los que querían saber más acerca de la Número 4. «¿Quién es? ¿De dónde es?». Desde Francia un hombre escribió: «Siento que es una posesión mía». Linda puso el mensaje en un servicio de traducción de Google antes de leer las palabras «como mi automóvil, o mi casa, o mi trabajo... Tengo que tener más intimidad con la Número 4. Me pertenece».
Otro espectador de Sri Lanka escribió: «Más primeros planos. Primeros planos extremos. Necesitamos estar todavía más cerca de ella todo el tiempo».
Esa era una petición que técnicamente, pensó Michael, podía ser satisfecha fácilmente con cualquiera de las cámaras de la habitación. Pero también era lo suficientemente listo como para entender que ese «primer plano» significaba algo más que sólo un ángulo de cámara.
—Creo que tenemos que hablar de la dirección en la que todo esto podría ir —le dijo a Linda—. Y creo decididamente que tendría que hacer algunos ajustes en los guiones.
Michael seguía mirando. Cada ve/, llegaban más mensajes a sus ordenadores.
—Es importante —observó— que nosotros tengamos siempre el control. Atenernos a los guiones. Atenernos a lo planeado. A ellos les tiene que parecer espontáneo... —hizo un gesto hacia la pantalla—, pero nosotros siempre tenemos que saber hacia dónde vamos.
Linda estaba a la vez indecisa y excitada. Ambos sabían que había un delgado límite entre el anonimato y el hecho de quedar expuestos. Sabían que tenían que ser cautelosos con las peticiones que vinieran desde lugares ocultos. La voz de Linda se hacía más entusiasta a medida que hablaba.
—Creo que la Número 4 puede ser el sujeto más querido por la gente que nunca hayamos tenido —exclamó—. Eso va a traer dinero. Mucho dinero. Pero es también peligroso.
Michael asintió con la cabeza. Le tocó el dorso de la mano.
—Tenemos que tener cuidado. Ellos quieren ver y saber más. Pero tenemos que tener cuidado. —Se rió, aunque nadie había dicho nada gracioso—. ¿Quién hubiera supuesto que una adolescente haría que la gente...? —vaciló—, no sé..., ¿se fascinara? ¿Es la palabra correcta? ¿El mundo entero está formado por personas que quieren seducir a jóvenes de dieciséis años?
Linda dejó escapar una carcajada.
—Tal vez tengas razón —dijo—. Sólo que «seducir» no es la palabra adecuada. —Miró a Michael, que estaba sonriendo. Había algo en la manera oblicua en que él torcía su labio superior cuando consideraba que algo era divertido que ella encontraba absolutamente atractivo. Estaba segura de que ellos dos eran los únicos sujetos puros que quedaban en todo el mundo. Todos los demás eran retorcidos y perversos. Ellos se tenían el uno al otro. Le temblaron los hombros y un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba convencida de que cada minuto que Serie # 4 estaba en el aire hacía que ella y Michael estuvieran más cerca. Era como si ellos dos estuvieran en un plano de existencia totalmente diferente. Todo era erótico. Todo fantasía. El peligro la excitaba.
Linda regresó a la pantalla y terminó de escribir un mensaje, que se limitaba a decir: «La Número 4 hoy está viva, pero ¿qué ocurrirá mañana?». Apretó la tecla de enviar y la frase partió a través de Internet a miles de abonados.
Se levantó del asiento que estaba frente a los ordenadores y echó una última mirada a la Número 4. La joven se había vuelto a la cama, y estaba abrazada a su osito de peluche. Linda podía ver que los labios de la Número 4 se estaban moviendo, como si estuviera hablando con el animal de juguete. Aumentó el volumen de los micrófonos interiores, pero no se escuchó nada. La Número 4, Linda se dio cuenta, en realidad no estaba hablando en voz alta. Señaló la pantalla del ordenador con la transmisión en vivo.
—¿Ves eso? —le dijo a Michael.
Asintió con la cabeza a manera de respuesta.
—Es realmente muy, pero que muy diferente de las otras —observó él.
—Sí —confirmó Linda—. No llora, ni se queja, ni grita, ni... —Se detuvo para volverse y mirar la imagen de la Número 4—. O por lo menos ya no lo hace.
Michael parecía estar sumido en sus pensamientos.
—Tenemos que ser más creativos con ella, porque es tan... —También se detuvo. Ambos eran conscientes de que la Número 4 era mucho más algo, pero no estaban seguros de qué era ese algo.
Linda giró y de pronto se puso a caminar de un lado a otro de la habitación.
—Tenemos que tener cuidado —repitió, cerrando un puño—. Tenemos que darles más para que la aprecien. Pero no podemos darles demasiado, porque entonces, cuando lleguemos al final, será muy duro...
No necesitaba terminar. Michael conocía perfectamente bien el dilema que ella estaba describiendo. Uno no puede hacer que la gente se enamore de algo que va a ver morir después, pensó.
—Es porque es joven —dijo—. Es porque es tan... —vaciló y luego añadió—:... fresca.
Linda sabía exactamente lo que él estaba diciendo. Ella había exigido a alguien sin asperezas, pero había esperado que la Número 4 fuera —dentro de lo razonable— como las demás. En ese momento, por primera vez, pensó que la Número 4 era mucho mejor, mucho más avanzada, y mucho más impresionante, por razones que en ese momento estaba empezando a comprender. Dio un paso adelante y envolvió a su amante con los brazos. Sintió que se le aceleraba el pulso. Pero no era como la sensación que tenía cuando Michael se deslizaba por entre las sábanas de la cama, por la noche tarde, aunque los dos estuvieran exhaustos, de todos modos podía sentir su insistencia, ni tampoco era como la sensación de victoria que la invadía cuando sumaba sus ingresos.
Eso era algo fuera de lo normal. Estaban realmente al borde de algo especial con la Número 4, algo que ella no había imaginado, y no había previsto. Linda tembló de la emoción. El riesgo, se decía a sí misma, era como el amor.
Michael parecía sentir lo mismo. Se agachó repentinamente e hizo pasar sus labios sobre los de ella, suavemente, sugestivamente. Ella de inmediato lo arrastró a la cama. Eran como adolescentes, riéndose casi tontamente por la emoción, casi sobrecogidos por la sensación de que eran artistas que estaban creando algo que iba mucho más allá de la verdad.
La pasión pronto eclipsó su atención, porque si hubieran estado alerta, habrían visto un mensaje que llegaba desde Suecia. Un cliente con el alias cibernético de Blond9Inch escribió una sola línea en su propia lengua, que ninguno de ellos comprendía: «Se ha levantado la venda. Creo que pudo espiar...».
Éste fue seguido por docenas de muchos otros mensajes más predecibles, en muchas lenguas, todos con comentarios sobre varios aspectos del cuerpo de la Número 4, y llenos de sugerencias respecto a qué deberían hacer ellos, Linda o Michael, en un futuro próximo. La astuta observación de Blond9Inch quedó sepultada.
Que Mark Wolfe, delincuente sexual condenado tres veces, exhibicionista en serie, se mostrara de manera tan normal, sorprendió a Adrián, pero no a la detective que estaba junto a él.
—No he hecho nada—repitió Wolfe—. ¿Y éste quién es? —Siguió haciendo un gesto señalando a Adrián mientras dirigía sus preguntas a Terri Collins. Desde el otro lado de la habitación, la madre de Wolfe intervino:
—¿De qué se trata esto? Es la hora de nuestro programa. Marky, diles a estas personas que se vayan. ¿Es hora de cenar ya?
Mark Wolfe se volvió impaciente hacia su madre. Cogió un mando a distancia de la mesa y apagó el televisor. Jerry, Eileen y Kramer y lo que sea que estuvieran maquinando desaparecieron.
—Ya hemos cenado —explicó—. El programa vendrá enseguida. Ellos se irán en uno o dos minutos.
Miró furioso a la detective Collins.
—Bien, ¿de qué se trata?
—Creo que mejor me voy a poner a tejer —decidió su madre. Dio un paso hacia el sillón reclinable donde estaban las agujas. Adrián vio que había una bolsa grande llena de hilos y muestras de tela junto al sillón.
—No —la detuvo Mark Wolfe abruptamente—. No en este momento.
Adrián miró a su madre. Tenía una media sonrisa torcida en la cara. Su voz sonaba preocupada, incluso molesta, pero seguía sonriendo. Primeros síntomas de alzhéimer, calculó repentinamente. El rápido diagnóstico le resultó perturbador, su propia enfermedad afectaba la misma parte del cerebro y destruía muchos de los procesos de pensamiento igual que la enfermedad de alzhéimer. Simplemente era más insidioso, más lento, y por lo tanto mucho más difícil de manejar. Su enfermedad era despiadada y rápida. La mujer, sin saber si reír o echarse a llorar, fue dominada por algo tan inexorable como las mareas matutinas que suben regularmente sobre la playa arenosa. Mirar a la madre era un poco como mirarse en un espejo distorsionado. Podía verse a sí mismo, pero no con toda claridad. Amenazaba con aterrorizarlo, y apenas pudo apartar sus ojos de la mujer de pelo salvaje hasta que escuchó a la detective Collins que decía:
—Éste es el profesor Thomas. Me está asistiendo en una investigación en curso. Tenemos algunas preguntas para usted.
Otra vez se oyó la voz de disco rayado de Mark Wolfe:
—No he hecho nada... —pero esta vez añadió—: nada malo.
La voz firme de la detective pareció hacer volver a Adrián de algún borde lejano, y se concentró en el delincuente sexual. Había pasado horas observando el comportamiento de animales de laboratorio y de estudiantes voluntarios, evaluando diferentes tipos y grados de miedo. Ese momento, insistió, era igual. Miró detenidamente a Wolfe, buscando señales delatoras de pánico interior, de engaño, de falta de sinceridad. Un tic del ojo. Un movimiento de la cabeza. Un cambio en su tono de voz. Un estremecimiento en su mano. Sudor sobre su frente.
—Los requerimientos de su libertad condicional exigen que usted tenga empleo permanente...
—Yo tengo un trabajo. Usted lo sabe. Vendo equipos electrónicos y grandes electrodomésticos.
—Y no se le permite ir a patios de recreo ni estar cerca de las escuelas...
—¿Me ha visto usted violar alguna de esas reglas? —quiso saber Wolfe.
Adrián notó que no había respondido: «No he estado en ningún patio de recreo ni cerca de ninguna escuela». Esperaba que Terri Collins hubiera advertido lo mismo.
—Y también se le exige presentarse ante su oficial de libertad condicional una vez al mes...
—Así lo hago.
Por supuesto que lo haces, comprendió Adrián. Hacer esa visita te mantiene libre.
—Y también se le exige que se someta a una terapia...