Authors: John Katzenbach
—Yo tengo un interés. Estoy involucrado en todo esto, sin importar lo que usted pueda decir. No estoy muy seguro de que su trabajo supere mi fascinación.
Terri suspiró. Un buen policía tiene un modo de percibir si la gente será un problema o una ayuda en su trabajo. Para ella, Adrián daba muestras de ser un poco de cada cosa. El problema era que vivía y trabajaba en una comunidad académica, donde todos creían que conocían los asuntos de los demás mejor que nadie.
—Profesor, tratemos de hacer las cosas como es debido —sugirió ella. Se dio cuenta de que acababa de entreabrir una puerta que quizá no debió abrir, una que tal vez era mejor haber dejado cerrada, pero en ese momento no veía alternativas. De verdad no quería que este ex profesor universitario medio loco entorpeciera el caso, de un modo u otro, si es que había un caso. Calculó: Mejor consentirlo con una dosis de realidad y listo.
Miró los documentos sobre su mesa. Lo que quería hacer era llamar a la policía de la estación de autobuses de Boston y obtener las cintas de seguridad de la noche en que Jennifer desapareció y el momento en que el billete fue comprado. Suspiró. Eso iba a tener que esperar un par de horas.
—Muy bien, profesor —dijo—. Yo iré a hacer algunas preguntas y usted puede venir conmigo. Pero después de eso, quiero que se limite en todo caso a llamarme por teléfono con sus ideas antes de presentarse de improviso por aquí. Y nada de ponerse a investigar por su cuenta. No quiero que se ponga a seguir personas. No quiero que interrogue a nadie. No quiero que siga con esto de ninguna manera. Tiene que prometérmelo.
Adrián sonrió. Deseó que Cassie o Brian estuvieran ahí para escuchar a la detective haciendo aquella mínima concesión. No estaban. Pero se dio cuenta de que tal vez no necesitaban escuchar las cosas para comprenderlas.
—Creo —replicó él con toda calma— que eso tiene bastante sentido.
No era realmente una promesa lo que él estaba haciendo, pero pareció satisfacer a la detective. También le gustó usar la palabra «sentido». No creía que fuera a poder encontrarle sentido a las cosas por mucho tiempo más, pero mientras todavía pudiera, aunque sólo fuera un poco, estaba decidido a hacerlo.
* * *
—Mire —dijo Terri—, mantenga la boca cerrada a menos que yo le pregunte algo directamente. Usted está aquí sólo para observar. La única que va a hablar soy yo. —Miró al anciano en el asiento de al lado. Él se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza, pero realmente no esperaba que él se atuviera a las reglas impuestas. Ella miró la casa con el pequeño automóvil beis aparcado delante. La oscuridad de la tarde hacía que las sombras fueran más largas. Las pocas luces de dentro luchaban contra la noche que caía. El brillo gris metálico del televisor venía desde una habitación y pudo ver una forma que se movía detrás de la delgada cortina que bloqueaba la ventana del comedor.
—Muy bien, profesor —dijo resueltamente—. Esto es trabajo de detective en su forma más simple. No hay ningún actor guapo con dones de clarividencia a cargo del caso. Yo hago preguntas. Él responde. Probablemente me dice algunas verdades y algunas mentiras. Sólo lo suficiente en cada caso como para no meterse en problemas. Sólo preste atención.
—¿Simplemente vamos a llamar a la puerta? —preguntó Adrián.
—Sí.
—¿Podemos hacer eso?
—Sí. Es un delincuente condenado. Su oficial de libertad condicional ya nos ha dado permiso para entrar. No hay nada que Wolfe pueda hacer al respecto sin meterse en problemas. Y créame, profesor, si hay algo que él no desea es el tipo de problemas que puedo causarle.
Adrián asintió con la cabeza. Miró a su alrededor esperando que Brian estuviera cerca. Por lo general siempre que había algo relacionado con las leyes, aunque sólo fuera remotamente, Brian aparecía, o su voz resonaba en la oreja de Adrián con su consejo de abogado. Se preguntó si Brian se habría puesto del lado de la detective o si su defensa exacerbada del individuo y sus derechos sin restricciones le habría hecho ponerse del lado del delincuente sexual.
—Vamos —ordenó Terri—. Elemento sorpresa y todas esas cosas. Quédese detrás de mí. —Abrió la puerta del coche y caminó rápidamente en la oscuridad. Se daba cuenta de que Adrián se esforzaba por no dejar de pisarle los talones. Se detuvo en la puerta principal y golpeó con el puño cerrado—. ¡Policía! ¡Abra!
Adrián pudo escuchar ruidos de pies arrastrándose que venían desde detrás de la puerta. En pocos segundos se abrió y una mujer, quizá una docena de años mayor que él, observó en la oscuridad a la detective y a su compañero. La mujer estaba gorda, con un pelo gris despeinado que parecía grueso y exuberante en algunos sitios y ralo en otros. Usaba una gafas gruesas, igual que su hijo.
—¿Qué pasa? —preguntó la mujer, y luego, sin esperar una respuesta, agregó—: Quiero ver mis programas de televisión. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz?
Terri la empujó para pasar directamente al pequeño porche de entrada.
—¿Dónde está Mark? —preguntó.
—Está dentro.
—Tengo que hablar con él. —Terri le hizo un gesto a Adrián para que la siguiera y entró enérgicamente en la pequeña sala de estar.
Había un ligero olor rancio, como si rara vez se abrieran las ventanas, pero la habitación misma estaba limpia y ordenada. Pequeñas piezas de ganchillo tejidas a mano adornaban cada elemento del mobiliario viejo y gastado. Por contraste, un moderno televisor de pantalla grande de alta definición sobre un soporte de diseño sueco dominaba la mitad de la sala de estar. Directamente frente a él había dos sillones reclinables de segunda mano. La pantalla proyectaba Seinfeld, con el sonido bajo. Adrián pudo ver una bolsa de tela grande llena de hilos y agujas de hacer punto junto a uno de los sillones. Había algunas fotografías enmarcadas en una pared: una pareja con un único hijo, desde la infancia hasta el presente. Madre-padre-hijo, madre-padre-hijo, madre-padre-hijo hasta que, alrededor de la edad de nueve años, el padre desaparecía. Adrián se preguntó si aquello se debía a una muerte o a un divorcio. De todas maneras, todo parecía totalmente normal y rutinario, común y corriente en todos los sentidos excepto uno. Por alguna razón oculta en el carácter común de la casa, el hijo único se había convertido en un delincuente sexual.
Consideró que ése era el misterio más grande en esa habitación. Se preguntó si la detective Collins habría observado lo mismo. Se daba cuenta de que ella se mostraba enérgica, exigente, y que sus órdenes severas estaban pensadas para producir impresión de autoridad.
Detrás de ellos, la anciana salió tambaleándose en busca de su hijo. Sobre la pantalla, Kramer y Eileen trataban con entusiasmo de convencer a Jerry para que hiciera algo para lo cual él se mostraba reciente, como era de prever. Sobre el sillón reclinable, donde la mujer las había dejado, estaban las agujas de hacer punto. Podía oler que algo se estaba cocinando, pero no estaba seguro de lo que era.
—Manténgase alerta —susurró Terri. Giró y vio a Mark Wolfe en el pasillo que conducía a una pequeña cocina-comedor en la parte de atrás.
—No he hecho nada malo —fue lo primero que dijo. Lo segundo fue, señalando con el dedo a Adrián—: ¿Quién es ése?
¡Fuera de la cama!
Cuando escuchó que la puerta se abría, Jennifer había esperado otra comida horrible, pero la orden de la mujer era inequívoca. Se apresuró a obedecer, buscó el suelo con los pies y se levantó, rígida.
—Muy bien, Número 4. Ahora quiero que haga algunos saltos. Cincuenta. Cuéntelos.
Jennifer se puso de inmediato a hacer ejercicio, marcando el ritmo en voz alta como un soldado en una plaza de armas. Apenas terminó con eso, la mujer le ordenó flexionar las piernas, luego ejercicios abdominales y después trotar. Jennifer pensó que era como una clase de gimnasia del colegio.
Podía sentir el sudor que le corría por la frente y respiraba agitada, sin entender por qué le habían ordenado hacer gimnasia, pero dándose cuenta de que probablemente le iba a sentar bien. Jennifer no podía imaginar por qué querían hacer algo que pudiera mejorar su estado, pero estaba dispuesta a aceptar lo bueno que pudiera acompañar a lo malo. A decir verdad, después de que la mujer dijera: «Eso es suficiente por ahora», en un momento de desafío, Jennifer se había inclinado para tocarse los dedos del pie cinco veces rápidamente.
La mujer había permanecido en silencio mientras Jennifer terminaba. Hubo una pausa momentánea, y luego la mujer habló.
—¿No me ha escuchado, Número 4?
Jennifer se quedó paralizada. Detrás de la venda, apretó con fuerza los ojos, esperando un golpe. Pasó otro momento y la mujer habló con severidad:
—Cuando digo «Ya es suficiente», eso es exactamente lo que quiero decir, Número 4. ¿Quiere usted realmente ponerme a prueba?
Jennifer sabía que eso era algo que no quería de ninguna manera. Sacudió la cabeza de un lado a otro enérgicamente.
—Regrese a la cama, Número 4.
Jennifer trepó de vuelta a la cama mientras la cadena en el cuello hacía un poco de ruido.
—Coma, Número 4. —La mujer puso una bandeja sobre su regazo.
Jennifer terminó su comida —un frío tazón de espaguetis cocinados con albóndigas grasosas sacadas de una lata— y se tomó el agua de la botella, todo el tiempo consciente de que la mujer estaba en la habitación mirándola en silencio y esperando. No hubo más conversación mientras comía, ninguna amenaza, ninguna exigencia. Nada había cambiado en su situación, hasta donde Jennifer podía darse cuenta. Seguía vestida con su escasa ropa interior y con los ojos vendados, limitada por el collar de perro y la cadena en el cuello. Se había acostumbrado a trasladarse unos cuantos centímetros desde la cama hasta el inodoro de campamento que alguien debía de haber vaciado mientras dormía, por lo cual estaba agradecida. Un aroma fuerte a desinfectante superaba cualquier olor que la comida pudiera haber tenido.
En cualquier otra circunstancia habría apartado la nariz para empujar a un lado la repugnante comida. Pero la Jennifer que habría hecho eso pertenecía a una vida anterior que parecía no existir ya. Era una Jennifer de fantasía o una Jennifer recordada que tenía un padre muerto de cáncer, una madre con un novio pervertido que pronto iba a ser su padrastro, una aburrida casa en las afueras y una habitación pequeña donde se escondía a solas con sus libros, su ordenador y los peluches, y soñaba con una vida diferente y más excitante. Esa Jennifer iba a un instituto aburrido donde no tenía amigos. Esa Jennifer odiaba prácticamente todo de su existencia cotidiana. Pero esa Jennifer había desaparecido. La nueva Jennifer, la Jennifer encarcelada, se daba cuenta de que tenía que aferrarse a la vida. Si ellos le decían que hiciera ejercicios, ella iba a hacer ejercicios. Iba a comer cualquier comida que le dieran sin importar el gusto que tuviera.
Lamió su tazón hasta dejarlo limpio, tratando de aprovechar todo rastro de alimento y de proteínas, algo que pudiera darle fuerza. Se detuvo cuando escuchó que la puerta se abría.
Hubo un ligero ruido como de crujidos cuando la mujer estiró el brazo y retiró la bandeja. La cabeza de Jennifer giró en dirección al ruido y esperó algún intercambio de palabras. Escuchó susurros sin poder distinguir qué se estaba diciendo. Escuchó ruido de agua en movimiento. Trató de imaginar de qué podría tratarse. Era como una ola que se acercaba.
Pudo sentir que alguien atravesaba la habitación. Jennifer no se movió, pero sintió la cercanía de la presencia de otro, y percibió en el aire el olor del jabón.
—Muy bien, Número 4, tiene que higienizarse. —Jennifer se sobresaltó. Era la voz del hombre, no la de la mujer. Él también daba las órdenes con voz fría, monótona e inexpresiva—. A sesenta centímetros del borde de la cama hay un cubo de agua. Aquí tiene una toalla y un paño para lavarse. Aquí está el jabón. Póngase de pie junto al cubo. Dese un baño. No intente quitarse la venda. Yo estaré cerca.
Jennifer asintió con la cabeza. Si ella hubiera sido una muchacha del tipo de las del Cuerpo de Paz, o alguien con entrenamiento militar, o incluso una ex girl scout o una graduada de esas escuelas para vivir al aire libre, habría sabido exactamente cómo higienizarse por completo con sólo una pastilla de jabón y una pequeña cantidad de agua. Pero los pocos campings a los que había ido con su padre antes de que muriera habían sido a lugares que tenían baños y duchas, o un río o un lago en los que uno podía zambullirse. Esto era algo diferente.
Con cautela sacó los pies de la cama. Tanteó con el pie y encontró el cubo. Se agachó y sintió el agua. Tibia. Tiritó.
—Quítese la ropa.
Jennifer se quedó paralizada. Sintió que una oleada de calor la atravesaba. No era vergüenza precisamente. Era más bien humillación.
—No, yo... —empezó a decir.
—No le he dado permiso para hablar, Número 4 —la interrumpió el hombre.
Pudo sentir que se acercaba. Imaginó que había cerrado el puño y que ella estaba a centímetros de ser golpeada. O peor. Una confusión eléctrica se apoderó de ella. Inhibiciones que ya no debía haber tenido, deseos de mantener un poco de sentido de sí misma, dudas acerca de dónde estaba y de lo que se esperaba de ella y la duda constante de ¿cómo hago para mantenerme viva? la inundaron por completo.
—El agua se está enfriando —informó el hombre.
Nunca se había desnudado delante de un chico ni delante de un hombre. Pudo sentir el rubor en su cara, su piel enrojecida por la vergüenza. No quería desnudarse, aun cuando ya había estado cerca de estarlo, y sabía que probablemente había sido observada mientras usaba el inodoro. Pero había algo en eso de quitarse las dos prendas delgadas de ropa que le quedaban que la asustaba más allá de la vergüenza. Le preocupaba que una vez que se las quitara no pudiera encontrarlas de nuevo o que el hombre se las llevara, dejándola totalmente expuesta. Como un bebé, pensó.
Entonces, en ese mismo instante, se dio cuenta de que no tenía opciones. El hombre había sido específico. Cosa que subrayó al gruñir:
—Estamos todos esperando, Número 4.
Lentamente se desabrochó el sujetador y lo puso en el borde de la cama. Luego se quitó las bragas. Eso fue casi doloroso. Instantáneamente una de sus manos descendió más allá de la cintura, tratando de cubrirse la región del pubis. La otra la puso encima de sus pechos pequeños. Detrás de la venda, podía sentir los ojos del hombre que la quemaban, recorriendo su cuerpo, inspeccionándola como un trozo de carne.