Authors: John Katzenbach
Se llevó el oso hasta el pecho y lo acarició, pasando sus dedos por la espalda del juguete.
—Lo siento —susurró en voz alta—. No quería decir eso. No sé por qué me dejaron encontrarte, pero lo hicieron, así que ahora estamos juntos en esto. Como siempre.
Jennifer giró la cabeza hacia un lado, como si esperara escuchar la puerta o el grito del bebé llorando otra vez, pero no hubo nada. Lo único que pudo escuchar fue el latido de su corazón, e imaginó que estaba compartiendo eso con el juguete. El hecho de escuchar su propia voz hizo que se sintiera un poco mejor, aun cuando ésta se desvaneció rápidamente. Eso sirvió para recordarle que todavía podía hablar, lo cual quería decir que seguía siendo quien era; aunque fuera poco, era importante.
Casi empezó a reírse. Habían sido muchas las noches en las que ella había estado echada en su cama, en su casa, con las luces de su habitación apagadas, envuelta por la noche, hecha un ovillo con el Señor Pielmarrón, dejando caer todos sus dolores y lágrimas sobre el peluche, como si sólo él en todo el mundo comprendiera lo que ella estaba sufriendo. Fueron muchas conversaciones, a lo largo de muchos años, sobre muchos problemas. El había estado allí para ella todo el tiempo, desde el primer instante en que había roto el papel brillante del paquete de cumpleaños que su padre había preparado con cierta torpeza para envolver el juguete. Él ya estaba muy enfermo y fue lo último que había podido regalarle antes de ir al hospital. Le regaló un juguete y luego murió; odiaba a su madre porque no había podido hacer nada contra el cáncer que lo asesinó.
Jennifer respiró hondo y acarició al oso. Tal vez son asesinos, especuló con dureza, como si pudiera hacer pasar las palabras de su cabeza directamente al osito de peluche, pero no son cáncer. Se dijo que eso era lo único en el mundo a lo que realmente le tenía miedo: cáncer. Otro suspiro hondo y se movió en la cama.
—Tenemos que poder ver —susurró Jennifer en la oreja gastada del oso—. Tenemos que ver dónde estamos. Si no podemos ver, bien podríamos estar muertos.
Vaciló. Probablemente estas palabras la pusieron nerviosa porque eran verdad.
—Tú mira con atención este sitio —continuó en voz muy baja—. Memoriza todo y podrás decírmelo después. —Sabía que esto era una tontería, pero eso no le impidió girar la cabeza del oso de un lado a otro para que las pequeñas cuentas de vidrio que eran sus ojos pudieran examinar el lugar donde la mantenían cautiva. Era algo estúpido e infantil, pero le hizo sentirse mucho mejor y un poco más fuerte, de modo que cuando escuchó el ruido de la puerta que se abría, no se puso tensa tan rápidamente, ni su respiración se hizo áspera. En cambio se volvió hacia el ruido, esperando que fuera algo tan rutinario como una comida o una bebida, pero nerviosa porque también podía anunciar algo peor.
Supo en ese preciso momento que fuera lo que fuese lo que le esperaba, no iba a ser rápido ni repentino. Esta idea hizo que su mano temblara de miedo. Pero era lo suficientemente astuta como para darse cuenta de que cada segundo que pasara y cada nuevo elemento que fuera introducido en el mundo oscuro que habitaba podría servir tanto para ayudarla como para dañarla.
Adrián estaba acurrucado en su cama, con la cabeza apoyada en el regazo de su esposa desnuda, embarazada de seis meses. Aspiraba profundamente, separando los diferentes olores, como si cada uno expresara algo único acerca de la personalidad de Cassie. Ella tarareaba una melodía de Joni Mitchell que parecía venir de un tiempo olvidado hacía mucho. Le acariciaba lentamente el pelo gris enredado al ritmo de la música, empujándoselo sobre su frente, y luego pasaba los dedos alrededor de sus orejas, masajeándolas con delicadeza. La sensación iba más allá de la seducción.
Permaneció inmóvil y pensó que eso le hacía recordar los ya remotos momentos después de hacer el amor. El cansancio que crecía. Adrián quería cerrar los ojos, dejarse caer indefinidamente en las profundidades de su interior y morir, precisamente en ese momento. Si hubiera una manera de obligar al propio corazón a dejar de latir, lo habría hecho sin vacilar.
Cassie inclinó su cabeza sobre la de él, y dijo susurrando: —¿Recuerdas cuántas horas pasaste acostado de esta manera, Audie, esperando sentir las patadas de Tommy?
Él recordaba. No había olvidado ni un segundo de aquello. Fue la época más feliz de su vida. Todo parecía lleno de posibilidades. Había obtenido su doctorado y su nombramiento en la universidad. Cassie ya había hecho su primera muestra, en una prestigiosa galería del Soho, en Nueva York, y las críticas —Art World y el Times de Nueva York— habían sido respetuosas, casi entusiastas. Su adicción por la poesía —más de una vez había pensado este tema con términos generalmente reservados a los drogadictos— estaba empezando a echar raíces. Estaba descubriendo a Yeats y a Longfellow, a Martin Espada y a la joven Mary Jo Salten El hijo de ambos estaba a punto de nacer. Había estado lleno de entusiasmo todos los días, recibiendo los primeros rayos del sol matutino con energía ilimitada. Había empezado a correr apenas salía el sol, recorría nueve kilómetros a paso rápido, gastando energías sólo para mantener todo su entusiasmo bajo control. Incluso el equipo de cross de la universidad, que consideraba al atletismo la obsesión más positiva de la tierra, pensaba del recién nombrado profesor de Psicología que los batía todas las mañanas que era algo más que un simple chiflado.
—Había tanto para amar entonces... —rememoró Cassie. Su voz tenía un tono lírico—. Pero ya todo ha desaparecido.
Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba solo y de que su cabeza estaba apoyada sobre una almohada y no sobre su esposa. Estiró la mano, como si pudiera recuperarla tal como era en su memoria. Podía sentir la mano de Cassie en la suya, pero no podía verla.
—Tienes trabajo que hacer —le recordó ella en tono enérgico. Su voz parecía llegar desde atrás, desde arriba, desde abajo, desde su interior, todo a la vez—. Vamos, Audie, cada segundo cuenta.
Cassie estaba ahí. Cassie no estaba ahí. Adrián se incorporó.
—Jennifer —dijo. —Correcto, Jennifer.
—Apenas puedo recordar su nombre —respondió. —No es verdad, Audie, sí que lo recuerdas. Puedes verla en tu mente. Y puedes ver quién era. ¿Recuerdas su habitación? ¿Sus cosas? ¿La gorra rosa? Tú recuerdas todo eso. Y yo estoy aquí para hacerte recordar. Encuéntrala.
Esto último resonó como si lo repitiera el eco en un desfiladero. Lo había escuchado antes y, como antes, abrió a medias los labios para protestar diciendo que era demasiado viejo, que estaba demasiado enfermo y demasiado confuso, y luego supo que Cassie no iba a prestar atención a esas excusas. Nunca lo hacía.
Miró afuera y vio que la noche todavía dominaba al mundo. Hará frío, pensó. Pero no tan despiadado como en invierno. Si saliera, podría sentir la primavera. Estaría escondida en la oscuridad, pero de todos modos estaría ahí.
Se puso de pie con la idea de dirigirse a la puerta de la calle, pero no lo hizo. Miró hacia un espejo en el viejo dormitorio de Cassie y le pareció que estaba delgado, kilos que eran consumidos por la enfermedad. Trató de recordar que debía comer apropiadamente. Se preguntaba si había dormido horas o sólo unos minutos. Toma alguna de las medianas, se sugirió a sí mismo. Tienes que dejar de entrar y salir de las alucinaciones. Se daba cuenta de que había pocas posibilidades de que eso sucediera, por muchas pastillas que tomara. Además, le gustaban esas visitas. Eran un aspecto de su vida que disfrutaba mucho más que la parte de estar muñéndose.
Se sentía como un anciano terco, lo cual, imaginaba, no era tan terriblemente malo. Pero, aun así, se dirigió a su mesa, encontró algunas de las pastillas que se suponía que iban a ayudarle a luchar contra su demencia, ignoró el hecho de que no podía recordar cuándo había sido la última vez que las había tomado y se tragó un puñado. Luego salió del dormitorio para ir a su despacho y apartó diarios y libros para sentarse delante del ordenador. Lo único que puso a su lado fue un mapa del área de los seis Estados. Massachusetts. Connecticut. Vermont. Rhode Island. New Hampshire. Maine. Luego volvió al ordenador y abrió el Registro de Delitos Sexuales de cada Estado.
Presionó algunas teclas del ordenador y luego hizo clic en un nombre. Una foto de archivo policial apareció en la pantalla frente a él. Un hombre con ojos pequeños y maliciosos, poco pelo y aspecto amarillento y huidizo. Tal como Adrián podría haber esperado. Había un listado de arrestos, condenas y presentaciones en el tribunal. También había una dirección y un relato simple que describía las predilecciones del hombre. Había una escala de peligrosidad y descripciones de su modus operandi. Todo era minucioso y claro, escrito en estilo policial, sin adornos y con pocas observaciones acerca de la realidad de lo que el hombre había hecho. Había sido exhibicionista junto a un centro comercial. Ése fue un arresto que Adrián marcó. Pero no había nada que indicara cómo afectó esto al agresor ni a las personas que fueron víctimas.
Adrián se echó hacia atrás en su silla, suspirando profundamente. Supuso que quizá las anotaciones en la pantalla podrían significar algo para un profesional. Pero él se había pasado la vida interpretando el comportamiento. Cuando veía algo —ya fuera una rata de laboratorio o a una persona— su trabajo había sido extrapolar el significado de las acciones. Cualquiera podía identificar una acción, no había ni arte ni comprensión en el reconocimiento. Su trabajo había sido siempre descubrir lo que significaba, lo que eso decía acerca de otros y lo que indicaba para el futuro.
Hizo clic en otra imagen. Otro hombre, esta vez corpulento, barbudo, con abundante pelo rizado y el cuerpo cubierto de tatuajes. La página mostraba primeros planos de muchos de éstos —dragones exhalando fuego, valquirias blandiendo espadas e insignias de motocicletas— antes de incluir el mismo tipo de información sobre el delito. Como con el hombre de rostro amarillento antes, Adrián miró la fotografía y pensó que no podía llegar a ninguna conclusión sólo con ver la imagen del delincuente. Supuso que nada de lo que apareciera en la pantalla del ordenador le daría información sobre la clase de personas que se habían llevado a Jennifer.
—Bien, si eso es así —comentó Cassie, inclinada sobre su hombro mientras leía la información en la pantalla con él—, parece que se puede hacer una cosa solamente. —Podía sentir la cálida respiración de ella sobre su mejilla.
Asintió con la cabeza.
—Pero...
—¿No has dicho siempre que tenías sentimientos encontrados cuando leías los resultados de los experimentos de otras personas? Sólo has confiado realmente en los experimentos que tú mismo habías hecho. Cuando estudiabas el miedo y sus impactos emocionales, ¿acaso no decías siempre que tenías que verlo por ti mismo?
Cassie estaba haciendo preguntas para las que ya conocía las respuestas. Adrián estaba familiarizado con esa forma de argumentar. Ella la había usado con éxito durante años.
Vaciló. Preguntas corrosivas parecían consumir su imaginación. Antes de que pudiera detenerse, preguntó algo que había estado resonando en su interior desde hacía años.
—No fue un accidente, ¿verdad? —preguntó a su vez—. Con el automóvil, el mes después de que Tommy muriera. No fue un accidente en absoluto, ¿verdad? Sólo querías que lo pareciera. Perdiste el control y chocaste contra ese árbol en una noche lluviosa. Sólo que no perdiste realmente el control, ¿verdad? Supongo que tu objetivo era un suicidio que ningún policía ni ninguna agencia de seguros pudiera considerar un suicidio. Pero no funcionó, ¿no es cierto? No esperabas despertar herida en el hospital, ¿verdad? —Adrián contuvo la respiración. Había espetado sus preguntas como un escolar demasiado entusiasta, y en ese momento se sintió avergonzado. Pero también quería escuchar las respuestas de Cassie.
—Por supuesto que no —bufó Cassie—. Y si siempre supiste la verdad, ¿por qué resulta importante decirla ahora en voz alta?
No supo qué responder a esto.
—Nunca hablamos sobre el tema —se justificó Adrián—. Siempre quise hacerlo, pero no sabía cómo preguntártelo cuando estabas viva...
—Muy poco viva...
—Sí. Herida...
—Herida más por la muerte de Tommy que por cualquier maldito roble a cien kilómetros por hora. Así es como son las cosas, Audie. Tú lo sabes.
—Me dejaste completamente solo.
—No. Nunca. Sólo me morí, eso es todo, porque tuve que hacerlo. Me había llegado la hora. Realmente no pude enfrentar la muerte de Tommy. Y tú nunca esperaste que yo pudiera hacerlo. Pero estás equivocado...
—¿Equivocado?
—Nunca has estado solo.
—Me siento así también ahora, que me estoy muriendo.
—¿De verdad? —Las manos de Cassie le frotaron los hombros, masajeándole los músculos. Parecía más vieja, deshilachada por dentro, tal como estaba después de recibir las noticias sobre la muerte de su único hijo. Había pasado días mirando su fotografía, y luego más días en el ordenador buscando obsesivamente noticias sobre otros cámaras y periodistas en Irak. El pensó entonces que había deseado que todos ellos murieran, para que de algún modo la muerte de su propio hijo no fuera tan exclusiva y que eso la hiciera menos terrible. El se vio a sí mismo actuando del mismo modo en ese momento, sólo que estaba tratando de encontrar algo que le dijera dónde buscar a Jennifer. Se inclinó sobre el ordenador y marcó una nueva respuesta.
—Bien, mira eso... —exclamó en voz baja, sorprendido. Había entrado en la base de datos del registro oficial de su pequeño pueblo universitario, y éste le había devuelto una lista de los diecisiete delincuentes sexuales condenados que vivían en un radio de pocos kilómetros alrededor de la universidad y todos los colegios e institutos.
—Cuando metía una rata en un laberinto, le inyectaba... —comenzó. Cassie estaba cerca, podía sentirla, y veía su reflejo en la pantalla del ordenador, pero tenía miedo de darse la vuelta, porque creía que eso iba a alejar a su fantasma, y le gustaba tenerla a su lado. Hizo un pausa y se rió un poco. Era algo que ya había dicho muchas veces—: Siempre quería preguntarle a la rata...
—¿Qué sientes? ¿Qué piensas? ¿Por qué hiciste eso? —Cassie completó su reflexión con una ligera risa melodiosa que él reconoció de otros tiempos mejores. Le palmeó la espalda ruidosamente, como si le anunciara el fin del masaje—. Entonces... —la escuchó decir con energía—, ve y pregúntale a una rata.