El Profesor (11 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Iba solo y Brian caminaba un poco más adelante. Su hermano se había puesto gafas de sol estilo aviador para protegerse de la fuerte luminosidad de la mañana y caminaba con la energía de un joven, lo cual por lo general hacía que estuviera unos pasos por delante de Adrián. Adrián se sentía muy viejo mientras andaba, aunque no se encontraba cansado y estaba secretamente encantado de sentir los duros músculos de las piernas firmes, tensos y sin quejas, mientras le seguía el ritmo al fantasma de su hermano.

Se detuvo para dejar que el sol matutino le iluminara la cara, dirigiendo la mirada hacia arriba, a los rayos de luz que bailaban con las sombras. Siempre era un combate entre hacer la luz y encontrar la oscuridad. Esto le hizo pensar en un poema; sus autores favoritos siempre trabajaban sobre un imaginario que se movía en la línea entre el bien y el mal.

—Yeats —dijo en voz alta—. Brian, ¿has leído alguna vez La lucha de Cuchulain con el mar?

Brian descolgó el rifle y se detuvo un poco más adelante. Se agachó para poner una rodilla en tierra, con la mirada al frente, como si estuviera inspeccionando un sendero en la selva, no un barrio de las afueras.

—Sí. Seguro. Seminario de segundo año sobre tradiciones poéticas en la poesía moderna. Creo que hiciste el mismo curso que yo y sacaste mejor nota.

Adrián asintió con la cabeza.

—Lo que me gustó fue cuando el héroe se da cuenta de que ha matado a su único hijo... El único recurso era la demencia. Así que estaba encantado y se puso a pelear con espada y escudo contra las olas del mar.

—«... La invulnerable marea» —recitó Brian. Alzó un puño, como si ordenara disminuir la velocidad a un pelotón de hombres en fila detrás de él, en lugar de a su único hermano. Los ojos de Brian se centraron en un sendero de ladrillo rojo—. Ve al frente, Audie —susurró—. Prueba en esta casa. —Estas palabras fueron dichas en voz muy baja, pero Brian las invistió con un tono imperativo.

Adrián levantó la vista. Otra típica casa de madera, como casi todas las demás. Como la suya.

Suspiró y fue hasta la puerta, dejando a su hermano atrás, sobre la acera. Tocó el timbre dos veces, y justo cuando estaba a punto de darse vuelta y marcharse, escuchó unos pasos apresurados dentro. La puerta crujió al abrirse y se quedó cara a cara con una mujer de edad madura, con un paño de cocina en las manos, los ojos enrojecidos y un fino pelo rubio. Olía a humo, a preocupación, y parecía que no había dormido en un mes.

—Lamento molestarla... —empezó a decir Adrián.

La mujer lo miró sin prestarle atención. Le temblaba la voz, pero trató de ser educada:

—Mire, sea lo que sea, no estoy interesada. Gracias, pero no... Gracias...

Con la misma rapidez con que había abierto, la mujer estaba cerrando la puerta.

—No, no —reaccionó Adrián. Desde atrás, escuchó que su hermano le gritaba una orden: ¡Muéstrale la gorra! Le mostró la gorra rosa.

La mujer se quedó paralizada.

—Encontré esto en la calle. Estoy buscando...

—¡Jennifer! —exclamó la mujer.

Se echó a llorar.

Capítulo 10

Para cuando Terri Collins logró entrar en el disco duro del ordenador de Jennifer y copiarlo sin destruir nada, ya era media mañana y, a pesar de una pequeña siesta en la silla de la sala de interrogatorios, todavía estaba exhausta. La oficina había despertado alrededor de ella. Los otros tres detectives del pequeño equipo estaban en sus mesas, haciendo llamadas, revisando detalles de varios casos abiertos.

Ella también había recibido una citación de la oficina del jefe, que quería una reunión al mediodía para que le informara de los casos que estaba llevando, de modo que Terri se apresuró a elaborar una especie de análisis sobre la desaparición de Jennifer. Para poder seguir con el caso, tenía por lo menos que dar la impresión de que estaban ante un delito. De cualquier otra manera, ella lo sabía, el jefe le iba a decir que hiciera lo que ella ya había hecho —difundir una fotografía y la descripción de la joven por los cauces habituales a nivel estatal y nacional— y que se centrara de nuevo en casos que pudieran efectivamente conducir a arrestos y condenas.

Miró con culpabilidad la pila de carpetas de casos que se amontonaban en una esquina de su mesa. Había tres casos de agresión sexual, un asalto simple (era una pelea de sábado por la noche en un bar, puñetazos entre hinchas de los Yankees y los Red Sox), una agresión mortal con arma (¿qué estaba haciendo, de todos modos, ese estudiante de segundo año de Concord, el elegante barrio residencial de Boston, con una navaja?) y una media docena de casos de droga que iban desde una bolsa con cinco dólares de marihuana hasta un estudiante universitario arrestado en el campus cuando intentaba vender un kilo de cocaína a un policía camuflado.

Cada uno de esos archivos necesitaba atención, especialmente las agresiones sexuales, porque eran todos más o menos lo mismo: jovencitas que habían bebido demasiado en alguna fraternidad estudiantil o una fiesta en una residencia de estudiantes y luego se habían aprovechado de ellas. Invariablemente, las víctimas se echaban atrás, porque creían que ellas eran culpables de alguna manera. Quizá, pensaba Terri, lo eran. Las inhibiciones habían sido eliminadas por el exceso de cerveza bailando provocativamente, tal vez habían obedecido a los gritos de «¡Muestra las tetas!» que eran habituales en las reuniones del campus.

Pero no eran tan culpables. Todos esos casos estaban aguardando los resultados de toxicología y sospechaba que, sin excepción, darían positivo en éxtasis. Todos estos casos comenzaban con un: «Hola, guapa, deja que te invite a una copa» en una habitación llena de gente, música fuerte, cuerpos amontonados y una joven que no advierte el sabor ligeramente raro al beber de su vaso de plástico. Una parte de vodka, dos partes de tónica y un toque de droga para violar a la compañera de cita.

Odiaba ver cómo algunos violadores se salían con la suya cuando las muchachas avergonzadas y ya sobrias con sus padres igualmente avergonzados retiraban las acusaciones penales cuidadosamente preparadas. Sabía que los muchachos involucrados terminarían jactándose de sus conquistas cuando llegaran a Wall Street, a la Facultad de Medicina o a cualquier otra importante profesión. Pensaba que era el deber de toda mujer policía asegurarse de que ese ascenso no tuviera lugar sin un poco de sudor y algunas cicatrices.

Terri se sirvió el cuarto café de la larga noche convertida en un largo día. Bebió de la taza, dejando que el sabor amargo reposara sobre sus labios. Terri conocía muy bien las estadísticas de las fugas del hogar. Se recordó a sí misma que conocía la necesidad de escapar con una cercanía que nunca iba a olvidar. Tuviste que huir alguna vez. ¿Por qué supones que esto es diferente?

Respondió a su propia pregunta: Yo no tenía dieciséis años. Era una adulta con dos bebés. O casi adulta. Un marido maltratador no es lo mismo. Pero también tuve que huir, ¿no? Tenía que escaparme. Igual que Jennifer.

Se desplomó y se balanceó en la silla reclinable, tratando de imaginar adonde se había ido Jennifer. Se inclinó hacia delante y bebió un largo trago de la taza de café, que tenía impreso un gran corazón rojo y las palabras «La mejor madre del mundo» escritas en un lateral; había sido un predecible regalo de sus hijos para el Día de la Madre. No creía que esa frase fuera verdadera, pero estaba haciendo el mayor esfuerzo por tratar de serlo.

Después de un segundo suspiro, cogió la copia fantasma del disco duro del ordenador de Jennifer y la conectó al suyo. Luego se recostó y empezó a revisar la vida de la joven de dieciséis años, esperando que apareciera en la pantalla alguna señal que la orientara.

Terri encontró un archivo de contraseñas que le permitió el acceso a la página de Facebook de Jennifer. Se sorprendió. Jennifer había «agregado como amigos» a un número muy pequeño de sus compañeros de clase del instituto de secundaria y a varias estrellas del rock y del pop, que iban desde, sorprendentemente, Lou Reed, que era más viejo que su madre, hasta un grupo de rock tex-mex llamado Seis Juanes, además de unas bandas de rock de garaje llamadas FugU y MomandDadHateUs que —a juzgar por los fragmentos de música disponibles— parecían decididas a hacer los ruidos más inadmisibles que se pudiera. Terri había esperado encontrar a los Jonas Brothers y Miley Cyrus, pero los gustos de Jennifer estaban muy lejos de los habituales. Debajo de la categoría de «Cosas que me gustan» había escrito «Libertad» y en lo que no le gustaba había puesto «Farsantes». Terri supuso que esa palabra podía ser aplicada a un gran número de personas en el mundo de Jennifer.

En su perfil, Jennifer había citado a alguien llamado Hotchick99, que había escrito en su página de Facebook sobre ella: «... Todos en el instituto odian a esta chica...».

Jennifer había respondido: «Es casi un honor ser odiado por personas así. No me gustaría nunca ser la clase de persona que a ella le gusta».

Terri sonrió. Una rebelde con numerosas causas, pensó. La muchacha perdida le provocó un respeto muy poco policial, por lo que se entristeció más aún cuando pensó en lo que podría ocurrirle a Jennifer en la calle. La huida no le iba a parecer tan grandiosa entonces. Tal vez tenga el buen juicio de llamar a su casa. ..,por terrible que eso le parezca.

Siguió revisando la memoria del navegador en el disco duro buscando marcadores. Jennifer había probado algunos juegos para el ordenador, había hecho varias consultas en Wikipedia y búsquedas en Google que parecían corresponder a temas que estaba estudiando en el instituto. Había incluso una investigación en «Traduzca esta página», donde había presentado algo que Terri sospechó que podría ser un trabajo para la clase de Español. Aparte de lo habitual, Jennifer no parecía particularmente dependiente de su ordenador. Tenía una cuenta de Skype, pero no había ninguna lista con nombres ahí. La mayor parte de la información importante estaba probablemente en el teléfono móvil de Jennifer, y éste había desaparecido junto con ella y no había sido utilizado desde que comenzó la fuga.

Terri recorrió un trabajo de Historia Norteamericana sobre ferrocarriles clandestinos y otro para el curso de Literatura Inglesa titulado Grandes esperanzas que encontró en la carpeta «Documentos». Sospechaba que descubriría que esos trabajos habían sido escritos por algún vendedor de deberes escolares en Internet, pero se alegró cuando vio que no era así. Su impresión fue que Jennifer hacía la mayor parte de los trabajos que le encargaban en el instituto, lo que la convertía en una excepción a la regla.

También le gustaban las rimas populares. Había descargado ejemplos de Shel Silverstein y Ogden Nash, que parecían una rara elección para una adolescente de hoy en día. Descubrió un archivo llamado «Seis poemas para el Señor Pielmarrón»; eran rimas pareadas y haikus escritos para su osito de peluche. Algunos —había muchos más de seis— eran muy graciosos, e hicieron que Terri sonriera. Una muchacha inteligente, pensó otra vez.

Continuó buscando. Había visitas frecuentes a sitios web vegetarianos y blogs relacionados con la New Age, y Terri suponía que eran esfuerzos por comprender a su madre y a su casi padrastro.

Terri esperaba encontrar un diario con algunas sentidas ansias adolescentes equivocadas, pero no fue así. Quería un documento que le diera alguna idea general de en qué consistía el plan de Jennifer, pero no halló nada de eso. Encontró fotografías archivadas, pero la mayoría eran de Jennifer con algunos amigos riéndose, abrazándose, haciendo tonterías para pasar la noche, o en fiestas, aunque siempre parecía que Jennifer estaba justo al borde de la foto.

Siguió revisando los archivos de fotografías, y finalmente encontró una media docena de fotos de desnudos que Jennifer había tomado de sí misma. No podían tener más de un año. Terri supuso que había puesto su cámara compacta sobre una pila de libros para luego posar delante de ella. No eran particularmente sensuales; más bien parecía que Jennifer había querido documentar los cambios en su cuerpo. Era esbelta, con senos que apenas formaban una curva sobre su pecho.

Sus piernas eran largas, y las cruzaba de modo que apenas una sombra de su pelo púbico era visible, como si estuviera avergonzada de lo que estaba haciendo, a pesar de que se encontrara a solas en su habitación. Dos de las fotografías parecían retratar la versión adolescente de un aspecto seductor de Te deseo en el rostro, pero en realidad la hacían parecer más joven e infantil.

Terri revisó cada una cuidadosamente. Las abrió varias veces en la pantalla, esperando localizar a un muchacho desnudo que entraba inesperadamente en esas imágenes. Quería creer que los jóvenes de esa edad no eran sexualmente activos. Esa era su parte de madre. Su parte dura de detective sabía que todos ellos tenían mucha más experiencia que la que cualquier padre imaginaba. Sexo oral. Sexo anal. Sexo grupal. Sexo clásico. Los jóvenes lo sabían todo, y en gran parte lo habían experimentado. Terri estaba contenta de que las únicas fotografías provocadoras en el ordenador de Jennifer fueran de ella sola.

Se detuvo y pensó que había algo triste en esas fotografías. Jennifer estaba fascinada por ver en quién se estaba convirtiendo; pero desnuda se la veía más sola todavía.

Casi había terminado su inspección cuando un par de búsquedas en Google atrajeron su atención. Una era para Lolita de Nabokov, que Terri sabía que no estaba en ninguna lista de lecturas recomendadas del instituto. La otra era para «Hombres que se muestran».

Jennifer sólo había entrado en dos sitios, las respuestas de Yahoo y una web con un foro de debate psicológico que era un enlace a una serie de trabajos del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Emory University sobre las ramificaciones psicológicas de mirones y exhibicionistas. Este segundo resultado contenía jerga médica que era demasiado sofisticada para una joven de dieciséis años, aunque, aparentemente, eso no había detenido a Jennifer.

Terri se reclinó en su asiento. Pensó que no necesitaba saber más. Justo delante de ella había un crimen que no podía ser probado. Sería la palabra de Jennifer contra la de Scott e incluso su madre seguramente se iba a equivocar creyéndole a él, pero todo encajaba para explicar que ella hubiera decidido coger sus cosas y huir de casa.

Terri volvió a los poemas para el Señor Pielmarrón. Había uno que comenzaba así: «Tú ves lo que yo veo...».

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