Authors: John Katzenbach
Un juego de manos, pensó, digno de Houdini. Esta idea le hizo sonreír, porque en cierto modo lo que él y Linda habían hecho era magia: Jennifer había desaparecido.
En su lugar, esposada y encapuchada, una imagen congelada de la Número 4 entraba en el cibermundo.
Adrian estaba delante de la farmacéutica, quien eficientemente ponía pastillas en recipientes. Ocasionalmente le miraba y sonreía lánguidamente. Él podía darse cuenta de que ella tenía un comentario en la punta de la lengua, pero se lo tragaba cada vez que amenazaba con salir. Era una mirada vacilante con la que estaba familiarizado por su experiencia en clase. Por un instante se sintió otra vez como un profesor. Sintió deseos de apoyarse sobre el mostrador y susurrar algo como: Sé qué es lo que significan todas esas pastillas, y sé que usted lo sabe también, pero no tengo miedo a morir. De ninguna manera. Lo que sí me preocupa es ir desvaneciéndome y estas pastillas se supone que ayudan a disminuir la velocidad de ese proceso, aunque sé que no será así.
Quería decir eso, pero no lo hizo. La farmacéutica debió notar algo, pero lo malinterpretó. Se le acercó.
—Éstas son muy caras —dijo—, a pesar de la amplia cobertura del seguro de la universidad. Lo siento mucho.
Era como si al disculparse por el coste escandaloso del tratamiento pudiera decirle en realidad cuánto lamentaba que estuviera tan enfermo.
—Está bien —replicó él. Pensó en añadir algo como: No las necesitaré durante mucho tiempo, pero tampoco lo hizo.
* * *
Buscó en la cartera, le entregó una tarjeta de crédito y observó que varios cientos dólares eran cargados a su cuenta. Tuvo una idea ligeramente graciosa: No lo pagues. Veamos cómo esas sanguijuelas tratan de conseguir el dinero de un viejo tonto que babea y que no sabe en qué día vive, y mucho menos si gastó o no ese dinero.
Adrián se llevó de la farmacia una bolsa de papel llena de medicamentos, afuera, a una mañana brillante. Abrió un recipiente y dejó caer en la palma de su mano un Exelon. A éste se agregaron Prozac y Namenda, que se suponía que le iban a ayudar con la confusión; él no creía que fuera necesario todavía, aunque estaba dispuesto a admitir que eso podía ser una señal de lo que la pastilla debía mejorar. Apenas echó un vistazo a la larga lista de efectos secundarios desagradables que acompañaban a cada medicamento. Fueran lo que fuesen, difícilmente podrían ser peores que lo que le esperaba. También había un antipsicótico en la bolsa, pero no abrió esa ampolla y se sintió tentado de tirarla. Se metió rápidamente en la boca la selección de pastillas y tragó con decisión. Es un principio, pensó Adrián.
—Está bien, ahora ya has hecho eso, volvamos al trabajo —le dijo su hermano en tono vivaz—. Es hora de averiguar quién es Jennifer.
Adrián se volvió lentamente hacia el sonido de la voz de su hermano.
—Hola, Brian —lo saludó. No pudo evitar sonreír—. Estaba esperando que aparecieras tarde o temprano.
Brian estaba sentado sobre el capó del viejo Volvo de Adrián, con las rodillas recogidas, fumando un cigarrillo. El humo ascendía sobre ellos hacia el cielo azul. Tenía puesta ropa militar. Era caqui, estaba hecha jirones, sucia y manchada con salpicaduras de sangre. El chaleco antibalas estaba rasgado. El casco estaba a sus pies, con el símbolo de la paz dibujado con tinta negra gruesa y una pegatina de la bandera estadounidense con las palabras «Comerciante de muerte y ladrón del corazón» escritas debajo. Su M-16 descansaba entre las piernas, y mantenía la culata apoyada en el suelo, junto a sus botas de andar por la selva. El sudor marcaba la cara de Brian; estaba pálido y delgado, esquelético, apenas tenía veintitrés años. Parecía el soldado de una foto que Larry Burrows había tomado en un trabajo para la revista Life poco antes de que lo mataran. Brian había guardado una copia enmarcada sobre el escritorio en su oficina. Es un recuerdo, le había dicho a Adrián, aunque no especificó de qué recuerdo se trataba. La foto estaba en ese momento en una caja polvorienta en el sótano de Adrián, junto con muchas otras cosas de su hermano, incluida la Estrella de Plata, la condecoración militar que había ganado y sobre la que nunca le dijo nada a nadie.
Mientras Adrián observaba, Brian bajó del capó con un movimiento lento y dolorido, como si estuviera exhausto, pero que también revelaba una pereza complaciente que Adrián le conocía desde su infancia. Brian nunca se apresuraba, ni siquiera cuando las cosas estaban estallando a su alrededor. Era una de sus mejores cualidades, la habilidad de ver con claridad cuando a los demás les entraba el pánico; Adrián siempre había valorado a su hermano por la calma que transmitía. Mientras crecían juntos, se llevaban sólo dos años, cuando algo —cualquier cosa— ocurría, Adrián siempre había mirado primero a su hermano para evaluar cuál debía ser su propia reacción.
Por este motivo, la muerte de Brian le resultaba tan incomprensible a Adrián.
Brian se sacudió como un perro que se levanta con tristeza de un sueño profundo y señaló su brazo derecho, donde la manga de la chaquetilla de combate estaba enrollada, dejando sólo una única insignia a la vista, la franja compacta y el perfil de una cabeza de caballo en amarillo y negro del Primero de Caballería del Aire. Brian estiró sus delgados y musculosos brazos y se colgó el arma al hombro. Levantó la vista hacia la luz intensa del sol, y se protegió por un momento los ojos.
—Un pueblo universitario, oh, hermano mío —comentó—. Muy tranquilo. No como Vietnam —continuó, medio bromeando.
Adrián sacudió la cabeza.
—Ni como la Facultad de Derecho de Harvard o de Columbia. Ni como esa gran empresa de Wall Street en la que trabajaste. Ni como el enorme departamento en el Upper East Side donde tú... —Se detuvo—. Lo siento —se disculpó rápidamente.
Brian se rió.
—Ni como un montón de cosas. Y no te preocupes por eso. Tú quieres hablar sobre por qué me maté; bien, todavía queda mucho tiempo para eso. Ahora mismo me parece que tenemos bastante trabajo que hacer. Al comienzo de cualquier investigación es cuando hay que realizar los mayores esfuerzos. Hay que avanzar mientras las cosas todavía están relativamente frescas. Ponte en marcha antes de que el rastro se enfríe. Creo que ya te has retrasado demasiado. ¿No has oído a Cassie? Te ha dicho que empieces a hacer algo. Así que comencemos. No hay más tiempo que perder.
—No sé exactamente por dónde empezar. Todavía estoy muy... —vaciló.
—¿Asustado? ¿Confundido? —Su hermano lo interrumpió con una risa. Se rió en medio de asuntos muy inquietantes, como si pudiera aliviar las preocupaciones que los acompañaban—. Bien, las pastillas ayudarán, creo. Tal vez sólo sirvan para mantener las cosas bajo control un poco de tiempo mientras revisamos lo que sabemos...
—Pero no sé nada realmente.
Brian sonrió otra vez.
—Por supuesto que sabes. Pero es una cuestión de pragmatismo. Tenemos que trabajar con paso firme, ver cada cuestión como un hoyo que tiene que ser llenado.
—Tú siempre fuiste bueno para organizar las cosas.
—El ejército me entrenó bien. Y la Facultad de Derecho me entrenó todavía mejor. Eso no era un problema para mí.
—¿Me ayudarás?
—Para eso estoy aquí. Lo mismo que Cassandra.
Adrián hizo una pausa. Esposa muerta. Hermano muerto. Cada uno vería las cosas de una manera un tanto diferente. No le importaba si alguien lo descubría justo en ese momento hablando animadamente al aire. El sabía con quién estaba charlando.
Brian había sacado el cargador del M-16 y lo estaba golpeando contra el capó del Volvo para asegurarse de que estuviera lleno. Adrián quería estirar la mano y tocar su ropa desgastada. Podía sentir el olor a sudor seco, a humedad tropical y un leve aroma a alguna sustancia explosiva. Todo parecía muy real, y sin embargo sabía que no lo era, pero eso no le disgustaba.
—Siempre pensé que yo también tenía que haberme ido, tal como hiciste tú. Brian resopló.
—¿A Vietnam? Una guerra desacertada en el lugar equivocado. No seas viejo y estúpido. Yo fui por razones todas erróneas. Romanticismo, emoción y sentido del deber..., tal vez ésas no fueron razones equivocadas..., sino la lealtad, el honor y todas esas hermosas palabras que atribuimos a los hombres que van a la batalla. Y me costó una enormidad. Tú lo sabes.
Adrián se sentía un poco castigado. Siempre se le trababa la lengua y tartamudeaba cuando trataba de hablar de asuntos emocionales con su hermano menor. Todo en Brian siempre le había parecido tan perfecto, tan admirable... Guerrero. Filántropo. Hombre de leyes racional. Incluso cuando ya eran adultos y los estudios de Adrián le daban una comprensión clínica del trastorno de estrés postraumático y de las oscuras depresiones que Brian sufría continuamente, usar los conocimientos que había adquirido en el aula para aplicarlos de manera práctica en alguien a quien amaba había sido difícil. Había muchas cosas que quería decir, pero siempre tropezaban con sus labios y caían en las grietas del olvido.
Brian tocó el casco que estaba sobre su cabeza y lo empujó un poco para que sus ojos azules pudieran recorrer rápidamente el aparcamiento frente a la farmacia.
—Buen lugar para una emboscada —comentó con desgana—. Bueno, no puede evitarse. Primera pregunta: «¿Quién es Jennifer?». Hay que conseguir una respuesta para eso. Luego podemos seguir con la búsqueda del porqué.
Adrián asintió con la cabeza. Dirigió su mirada hacia la gorra rosa de los Red Sox, que estaba sobre el asiento del coche. Brian siguió su mirada.
—Correcto —reconoció el hermano con suavidad—. Alguien podrá reconocer la gorra. ¿Dices que la muchacha iba a pie?
—Sí. Se dirigía con paso rápido a la parada de autobús.
—Entonces, venía de algún sitio de tu barrio, ¿no?
—Eso tendría sentido.
—Bien —aceptó Brian—. Empieza por ahí. Traza un perímetro mental. Escoge un amplio círculo, de seis calles, un par de kilómetros, y luego hay que ser sistemático. Anota los sitios a los que vas, cuál es la dirección, lo que dice la gente. Alguien verá esa gorra, escuchará el nombre y te orientará bien.
—Pero debe haber..., no sé, cincuenta, tal vez setenta y cinco casas... Son muchos los timbres que hay que tocar.
—Y tú vas a llamar a todos. —Adrián asintió con la cabeza—. Mira, Audie —explicó Brian, usando el apodo de su infancia—, la mayor parte del trabajo de la policía es usar las piernas. No es Hollywood y no es demasiado excitante. Es sólo trabajo duro. Trabajo pesado. Convertir las posibilidades en detalles y en datos para luego encajar todas las piezas. La mayoría de los casos son rompecabezas. A los autores de novelas de misterio y a los productores de televisión les gusta imaginar que son como esas grandes reproducciones de mil piezas de la Mona Lisa o un mapamundi que hay que reconstruir. Pero lo más frecuente es que los casos sean como esos rompecabezas de bloques de madera que les dan a los niños en edad preescolar. Poner la silueta de una vaca o de un pato en el espacio recortado con la forma de la vaca o del pato. En cualquiera de los dos casos, algo se puede ver cuando uno termina. Eso es lo que en última instancia hace que resulte tan atractivo. Brian vaciló.
—¿Recuerdas cuando te conté sobre un caso que tuve allí? Fue en el verano después de volver, cuando estábamos en el cabo. Teníamos una fogata encendida en la playa y tal vez llevábamos algunas cervezas de más. Yo te conté aquel asunto..., cuando tuve que entrevistar a todos los miembros de dos pelotones diferentes al menos cuatro veces antes de que la historia empezara a aparecer...
Adrián se acordaba. Brian rara vez había hablado de su vida de servicio y de los combates que había visto mientras trabajaba en la justicia militar. Éste había sido un caso de violación. En 1969. Un caso lleno de ambigüedades preocupantes. Tanto Brian como los hombres acusados de la agresión tenían la certeza de que la víctima pertenecía al Vietcong. Así pues, aquella mujer era una enemiga —todos estaban seguros de eso—, aunque no había pruebas concretas. Por eso, cualquier cosa que le ocurriera, pues bien, probablemente se lo merecía, o por lo menos ésa fue la justificación dada por cinco hombres alcoholizados que se turnaron para hacerlo hasta que ella estuvo casi muerta, lo cual tampoco les dejaba otra opción de justificarse. Fue uno de esos casos en los que sencillamente no había ningún lado moralmente bueno, en el que encontrar la verdad de lo que había ocurrido en un pequeño escenario secundario de la guerra no había generado ningún bien. Había tenido lugar una violación. El oficial al mando ordenó a Brian que investigara. Había culpables. Pero nada ocurrió. Presentó su informe. La guerra pasó. Aquellas personas murieron.
Brian se echó al hombro su rifle y señaló la carretera con el dedo.
—En esa dirección —ordenó Brian—. Puede ser tedioso, pero hay que hacerlo. ¿Crees que podrás recordar todo lo que se supone que debes preguntar? No quieres olvidar...
—Tendrás que recordármelo permanentemente —advirtió Adrián—. Los pensamientos de alguna manera se escapan de mi mente cuando no estoy prestando suficiente atención.
—Estaré ahí cuando me necesites —aseguró Brian.
A Adrián le hubiera gustado responder lo mismo. Él no había estado ahí cuando su hermano le necesitó. Tan sencillo como eso. Quiso llorar, y eso, se dio cuenta, significaba que estaba teniendo dificultades para controlar sus cambiantes emociones. Sabía que no podía, efectivamente, echarse a llorar en medio de una mañana brillante, clara y templada, allí, en el aparcamiento de una farmacia en el pequeño y activo centro comercial de su pueblo universitario. Llamaría la atención, y no quería eso. No sería apropiado. No para el detective en que se había convertido.
Adrián se sentó detrás del volante y empezó a conducir de regreso a su barrio, que de pronto le pareció, aun bajo el brillante sol de primavera, mucho más oscuro y misterioso de lo que nunca había creído que pudiera ser.
* * *
Del primer grupo de puertas a las que llamó, casi en la mitad no respondieron, y los otros no fueron de gran ayuda. Las personas que abrían se mostraban educadas pero cortantes —suponían que estaba vendiendo algo o que iba de puerta en puerta recaudando fondos para alguna causa como luchar contra la contaminación del planeta o haciendo proselitismo como los Testigos de Jehová—, y cuando les mostraba la gorra y mencionaba el nombre, se sorprendían.