El profesor (27 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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Ah, pero no. Frankie, el pequeño mocoso de los callejones de Limerick quiso elevarse por encima de su lugar, subir en la escala social, mezclarse con gente de mejor clase, la categoría del Trinity College.

Ya ves lo que te pasa, Frankie, por tu ambición mezquina. ¿Por qué no vas corriendo calle abajo a comprarte una bufanda del Trinity? A ver si eso te levanta el ánimo, a ver si te ayuda a escribir ese grandioso estudio original de las relaciones literarias entre Irlanda y Estados Unidos, de 1889 a 1911.

Hay una cosa que se llama «serenarse». Yo la intenté, pero ¿qué me quedaba por serenar?

El segundo año en Dublín se iba consumiendo y yo no encontraba mi lugar allí. No tenía la personalidad ni la confianza en mí mismo necesarias para abrirme la puerta de un grupo, ser un compañero más, pagar mi ronda y hacer los comentarios ingeniosos que supuestamente se oyen en las tabernas irlandesas.

Me sentaba en la biblioteca e iba haciendo crecer mi montaña de fichas. La bebida aumentaba mi confusión mental. Iba a darme largos paseos por la ciudad, subiendo por una calle y bajando por otra. Conocí a una mujer, protestante, y nos acostamos. Se enamoró de mí, y yo no sabía por qué.

Vagaba por las calles de Dublín buscando la puerta. Tenía la idea de que en toda ciudad hay una vía de entrada para el forastero y para el viajero. En Nueva York, para mí, habían sido los centros de enseñanza y los bares y la amistad. En Dublín no había puerta para mí, y tuve que terminar por reconocer lo que me afligía: echaba de menos Nueva York. Al principio me resistía a la sensación. Fuera. Déjame en paz. Adoro Dublín. Mira cuánta historia. Cada calle rebosa de pasado. Cuando era niño y vivía en Limerick, soñaba con Dublín. Sí, pero si, como diría mi tío Pa Keating, vas a hacer los cuarenta, ya es hora de cagar o levantarte del orinal.

Antes de marcharme del Trinity, el profesor Walton echó una mirada a las fichas y dijo: «Uy, uy».

En enero de 1971 regresé a Nueva York como candidato fracasado al doctorado. Alberta estaba embarazada. Se había quedado embarazada el verano anterior, durante los quince días que habíamos pasado en Nantucket. Le dije que podría seguir mi trabajo de investigación en la biblioteca de la calle Cuarenta y dos. Mi bolsa de fichas la impresionó, pero me preguntó qué utilidad tenían.

Todos los sábados me sentaba en la sala de lectura Sur de la biblioteca de la calle Cuarenta y dos. Debería haberme sentado en la sala de lectura Norte en la sección de literatura, pero en la sala Sur encontré
Vidas de los santos,
y eran demasiado apasionantes para pasarlas por alto. Luego encontré por casualidad crónicas de la construcción del Ferrocarril Transcontinental, de cómo competían los chinos y los irlandeses, cada grupo construyendo desde un lado, de cómo los irlandeses bebían y se minaban la salud mientras que los chinos fumaban opio y reposaban, de cómo a los irlandeses les daba igual lo que comían mientras que los chinos se alimentaban de la comida que conocían y les gustaba, de cómo los chinos no cantaban nunca mientras trabajaban y de cómo los irlandeses no dejaban nunca de cantar, total, para lo que les servía a los pobres locos irlandeses.

Alberta pidió baja por maternidad y yo ocupé su puesto en el Seward. Pero un mes después de empezar a trabajar en el Instituto de Secundaria de Seward Park, el director murió de un infarto. Luego coincidí en el ascensor con el nuevo director, que era el jefe de estudios que me había despedido del Instituto de Industrias de la Moda.

—¿Me está siguiendo usted? —le pregunté, y cuando apretó los labios comprendí que tenía los días contados, una vez más.

Pocas semanas más tarde remaché mi perdición. El director me preguntó en presencia de otros profesores:

—Entonces, señor McCourt, ¿ha sido usted padre ya?

—No, todavía no.

—Bueno, y ¿qué quiere usted tener? ¿Niño o niña?

—Oh, a mí me da igual.

—Bueno —dijo él—, con tal de que no salga neutro...

—Bueno, pues si sale así, haré que estudie para que de mayor sea director de instituto.

No tardé en recibir la carta en que me comunicaban que prescindían de mis servicios, firmada por el director adjunto (en funciones) Mitchel B. Schulich.

Habiendo fracasado en todo, me puse a buscar mi lugar en el mundo. Me hice profesor suplente itinerante, errando de un centro a otro. Los institutos me llamaban para trabajar por días, sustituyendo a profesores enfermos. Algunos centros me necesitaban cuando los profesores tenían que ausentarse durante temporadas largas para ejercer de jurados. Me asignaban clases de Lengua Inglesa o de cualquier cosa para la que se necesitara un profesor: Biología, Arte, Física, Historia, Matemáticas. Los profesores suplentes, como yo, flotábamos por alguna parte de los límites de la realidad. Todos los días me preguntaban:

—¿Y quién es usted hoy?

—La señora Katz.

—Ah.

Y eras eso: la señora Katz, o el señor Gordon, o la señorita Newman. Nunca eras tú mismo. Siempre eras «ah».

En el aula no tenía ninguna autoridad. Los directores adjuntos me decían a veces qué debía enseñar, pero los alumnos no prestaban atención, qué remedio. Los que venían a clase hacían caso omiso de mí y charlaban, pedían el pase para ir al baño, apoyaban la cabeza en los pupitres y dormitaban, lanzaban aviones de papel, estudiaban otras asignaturas.

Aprendí a desincentivarlos para que no vinieran siquiera a clase. Si lo que quieres es estar en un aula vacía, lo único que tienes que hacer es ponerte a la puerta del aula y poner mala cara. Llegarán a la conclusión de que eres malo y huirán. Sólo venían a clase los chinos. Sus padres debían de advertírselo. Se sentaban al fondo y se ponían a estudiar, resistiéndose a mis insinuaciones sutiles en el sentido de que también ellos desaparecieran. Los directores y sus adjuntos ponían cara de desagrado cuando me veían sentado tras la mesa del profesor, leyendo el periódico o un libro, en un aula casi vacía. Decían que debía estar dando clase, que para eso me habían contratado.

—Yo daría clase de buena gana —respondía—, pero ésta es una clase de Física y mi licencia es de profesor de Lengua Inglesa.

Sabían que la pregunta era tonta, pero tenían que hacérmela porque para eso eran supervisores:

—¿Dónde están los chicos?

En todos los centros, todo el mundo conocía la regla: cuando veas a un profesor suplente, echa a correr, muchacho, echa a correr.

III TERCERA PARTE
Empezando a vivir en el aula 205
12

Un año después de mi regreso de Dublín, nuestra vieja amiga R'lene Dahlberg me presentó a Roger Goodman, jefe del departamento de Lengua Inglesa del Instituto de Secundaria Stuyvesant. Me preguntó si me interesaría cubrir las clases del señor Joe Curran durante más o menos un mes, mientras éste convalecía de algo. Se decía que el Stuyvesant era el mejor instituto de la ciudad, el Harvard de los institutos,
alma mater
de varios premios Nobel, del mismísimo James Cagney, un instituto donde en cuanto un chico o una chica conseguía la admisión, se le abrían las puertas a las mejores universidades del país. Trece mil candidatos hacían cada año las pruebas de admisión para el Stuyvesant, y el instituto se quedaba con los setecientos mejores.

Ahora enseñaba donde no podría haber sido jamás uno de los setecientos.

Cuando volvió Joe Curran tras varios meses, Roger Goodman me ofreció un puesto permanente. Dijo que los chicos me apreciaban, que era un profesor animado e interesante, que sería una aportación valiosa para el departamento de Lengua Inglesa. Estas alabanzas me avergonzaron, pero dije que sí y que gracias. Me prometí quedarme allí sólo dos años. Los profesores de toda la ciudad se disputaban los puestos en el Instituto de Secundaria Stuyvesant, pero yo quería salir al mundo. Al final de un día de instituto te marchas con la cabeza llena de ruidos de adolescentes, de sus preocupaciones, de sus sueños. Te siguen en la cena, en el cine, en el baño, en la cama.

Intentas quitártelos de la cabeza. Fuera, fuera, estoy leyendo un libro, el periódico, lo que está escrito en la pared. Fuera.

Quería dedicarme a cosas adultas y significativas, ir a reuniones, dictar a mi secretaria, sentarme con gente cautivadora alrededor de largas mesas de caoba en las salas de juntas, ir en avión a convenciones, relajarme en bares de moda, deslizarme en la cama con mujeres seductoras, divertirlas antes y después con el ingenio de mi charla íntima, tener casa en Connecticut.

Cuando nació mi hija, en 1971, mis fantasías se desvanecieron ante la dulce realidad que era ella, y empecé a sentirme a gusto en el mundo. Cada mañana daba a Maggie su biberón, le cambiaba el pañal, le metía el culito en agua jabonosa templada en la pila de la cocina, me privaba del periódico de la mañana porque gastaría demasiado tiempo, iba de pie con la multitud de la hora punta en el tren de Brooklyn a Manhattan, caminaba por la calle Quince hasta el Stuyvesant, me abría paso hasta la puerta principal entre una multitud de estudiantes que esperaban la hora, entraba, daba los buenos días al guardia de seguridad, fichaba, tomaba un montón de papeles de mi buzón, daba los buenos días a los profesores que fichaban, abría la puerta de mi aula vacía, el aula 205, abría las ventanas con la pértiga, me sentaba y recorría con la vista los pupitres vacíos, me relajaba durante los pocos minutos que faltaban para que empezara mi primera cla
s
e me acordaba de mi hija haciendo gorgoritos esa mañana en la pila de la cocina, veía bailar el polvo en el haz de luz solar que atravesaba el aula, sacaba de un cajón el libro de asistencia y lo abría sobre la mesa, borraba de la pizarra anotaciones de gramática hechas en la última clase de Francés de la escuela nocturna para adultos, abría la puerta del aula, decía hola a la oleada de la primera clase.

Roger Goodman decía que era importante enseñar a hacer diagramas gramaticales. Le encantaba lo que aquello tenía de estructurado y su belleza euclidiana. Yo decía «ah», porque no sabía nada de diagramas gramaticales. Me decía estas cosas durante el almuerzo, en el bar y restaurante Gas House, a la vuelta de la esquina del instituto.

Roger era bajito y calvo —su calvicie se compensaba con sus cejas abundantes y pobladas, negras y grises y con una barbita corta que le daba un aire de duende travieso.

Almorzaba con los profesores. Era raro que hicieran tal cosa los directores adjuntos, que a mí me recordaban a los Cabot y a los Lodge.

En Boston, donde hay judías y bacalaos, donde los Cabot sólo se hablan con los Lodge, y los Lodge sólo se hablan con Dios.

Roger venía algunas tardes al Gas House a beber con nosotros. No tenía la menor afectación, siempre estaba alegre, siempre daba ánimos, era un supervisor con el que podías sentirte a gusto. No se daba importancia ni tenía pretensiones intelectuales, y se burlaba de la jerga burocrática. No creo que hubiera sido capaz de decir «posicionamiento pedagógico» sin reírse por lo bajo.

Tenía confianza en mí. Al parecer, me consideraba capaz de impartir clase a cualquiera de los cuatro cursos de secundaria. Hasta me preguntó qué me gustaría enseñar, y me llevó a la sala donde se guardaban los libros, ordenados por cursos. Resultaba deslumbrante verlos dispuestos en hileras, en estanterías que llegaban hasta el techo, a seis metros de altura, y cargados en carritos para llevarlos a las aulas. Había antologías de la literatura inglesa, norteamericana y mundial, montones de ejemplares de
La letra escarlata, El guardián entre el centeno, El pájaro pintado, Moby Dick, El doctor Arrowsmith, Intruso en el polvo, Tendidos en la oscuridad, Introducción a la poesía,
de X. E. Kennedy. Había diccionarios, antologías poéticas, relatos, obras de teatro, libros de texto de periodismo y de gramática.

—Llévate lo que te haga falta —dijo Roger—, y si quieres alguna cosa más, podemos encargarla. No tengas prisa. Piénsatelo esta noche. Vámonos a almorzar al Gas House.

El instituto, los libros, el almuerzo. Para Roger, todo era lo mismo. No cambiaba de máscara. Al final de la jornada, cuando los profesores hacían fila para fichar la salida y salir deprisa hacia sus casas, él meneaba las cejas y te invitaba a pasarte por el bar para tomarte la penúltima, una para el camino. Un hombre necesitaba sustento para el largo viaje hasta su apartamento al final de Brooklyn. A veces me llevaba hasta mi casa en coche, conduciendo despacio y con parsimonia los días que caían tres martinis. Apostado sobre el cojín que elevaba su breve cuerpo, llevaba el volante como si estuviera pilotando un remolcador. Al día siguiente confesaba que no recordaba gran cosa del viaje.

Era la primera vez en todos mis años de enseñanza que me sentía libre en el aula. Podía enseñar lo que quisiera. Si venía gente de fuera a asomar la cabeza por la puerta, no importaba. Cuando Roger venía a hacer una observación, cosa poco frecuente, después escribía informes positivos y entusiastas. Desmontó mi resistencia ante cualquier persona en el mundo que estuviera uno o dos peldaños por encima de mí. Le contaba lo que hacía en mis clases y de él sólo recibía ánimos. A veces me soltaba una palabrita o dos sobre la importancia de enseñar diagramas gramaticales, y yo le prometía intentarlo. Al cabo de algún tiempo, lo tomábamos a broma.

Lo intenté, pero fracasé. Tracé líneas verticales, horizontales, oblicuas, y me quedé después ante la pizarra, perplejo, hasta que un estudiante chino se ofreció voluntario para hacerse cargo de la lección y enseñar al profesor lo que debería haber sabido el profesor.

Mis alumnos tenían paciencia, pero yo notaba por las miradas que se cruzaban y por el tráfico de papelitos entre unos a otros, que me encontraba perdido en el desierto de la gramática. En el Stuyvesant tenían que saber gramática para sus asignaturas de español, francés, alemán, hebreo, italiano, latín.

Roger lo comprendió. Dijo:

—Puede que los diagramas gramaticales no sean tu punto fuerte.

Dijo que algunas personas sencillamente no tienen esa capacidad. R'lene Dahlberg la tenía. Joe Curran la tenía, desde luego. Al fin y al cabo, había estudiado en el Boston Latin, centro que tenía dos siglos y medio más de antigüedad que el Stuyvesant, y mayor prestigio, según aseguraba él. Enseñar en el Stuyvesant era, para él, bajar de categoría. Era capaz de hacer diagramas gramaticales en griego y latín, y seguramente en francés y alemán también. Ésa es la formación que te dan en el Boston Latin. También Jesse Lowenthal tenía la capacidad, pero claro, era de esperar en él. Era el profesor más antiguo del departamento, con su traje elegante de tres piezas, su leontina de oro que le colgaba de un lado a otro del chaleco, sus gafas de montura de oro, sus modales a la antigua, su erudición. Jesse, que no quería jubilarse, pero que cuando se jubilara tenía pensado dedicar el tiempo a estudiar griego y pasar a la otra vida con unos versos de Homero en los labios. A Roger le agradaba saber que tenía en su departamento un núcleo sólido de profesores de los que se sabía que podían hacer diagramas gramaticales cuando se les pidiera.

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