Roger decía que era una lástima que Joe Curran tuviera ese problema tan grande con la bebida. De lo contrario, podría haber divertido a Jesse con kilómetros enteros de Homero citados de memoria, y, si a Jesse le apetecía, de Virgilio y Horacio, y del favorito de Joe porque reflejaba su propia rabia, el mismísimo Juvenal.
Joe me decía en el comedor de profesores:
—Léete a Juvenal para que entiendas lo que pasa en este jodido y desgraciado país.
Roger decía que lo de Jesse era una pena.
—Ahí lo tienes, en su crepúsculo, con Dios sabe cuántos años de enseñanza a las espaldas. Ya no tiene la energía de antes para impartir cinco clases al día. Pidió que le redujeran la carga a cuatro, pero no, oh, no, el director dice que no, el superintendente dice que no, en todos los escalones de la burocracia dicen que no, y Jesse dice adiós. Hola, Homero. Hola, Itaca. Hola, Troya. Así es Jesse. Vamos a perder un gran profesor, y, chico, vaya si sabía hacer diagramas gramaticales. Lo que podía hacer ese hombre con una frase y una tiza te dejaba pasmado. Una hermosura.
Si encargabas a los chicos y chicas del Instituto de Secundaria Stuyvesant que escribieran trescientas cincuenta palabras sobre cualquier tema, podía pasar que te escribieran quinientas. Tenían palabras de sobra.
Si encargabas a todos los alumnos de tus cinco clases que escribieran trescientas cincuenta palabras cada uno, tenías ciento setenta y cinco por trescientas cincuenta, o sea, que tenías que leer, corregir, evaluar y poner nota a
43.750
palabras por las noches y los fines de semana. Y eso si tenías la prudencia de encargarles deberes sólo una vez por semana. Tenías que corregir las faltas de ortografía, los errores de gramática, las estructuras defectuosas, los elementos de unión, la chapucería en general. Tenías que hacer sugerencias sobre el contenido y escribir un comentario general explicando la nota. Les recordabas que no ganaban puntos los trabajos adornados con ketchup, mayonesa, café, coca—cola, lágrimas, grasa, caspa. Les recomendabas encarecidamente que escribieran los trabajos en un escritorio o una mesa, y no en el tren, el autobús, las escaleras mecánicas, o entre el barullo de la Pizzería Original de Joe, a la vuelta de la esquina.
Si dedicabas a cada trabajo aunque sólo fueran cinco minutos, esta serie de trabajos te llevaría catorce horas y treinta y cinco minutos. Equivaldría a más de dos días de clase, y a perder el fin de semana.
No te animas a encargar recensiones de libros. Son más largas, y ricas en plagios.
Todos los días me llevaba a casa libros y trabajos en una cartera marrón de imitación cuero. Tenía la intención de instalarme cómodamente en un sillón y leer los trabajos, pero después de una jornada de cinco clases y ciento setenta y cinco adolescentes, no sentía grandes deseos de prolongarla con sus deberes. Aquello podía esperar, maldita sea. Me había ganado un vaso de vino o una taza de té. Ya leería los trabajos más tarde. Sí, una buena taza de té y leer el periódico o darme un paseo por el barrio, o pasar un rato con mi hija pequeña, que me contaba cómo le iba en su escuela y las cosas que hacía con su amiga Claire. Además, estaba obligado a hojear un periódico para estar al día con lo que pasaba en el mundo. Un profesor de Lengua Inglesa debía saber lo que pasaba. Nunca sabías cuándo algún alumno tuyo podía plantear alguna cuestión relacionada con la política internacional o con una obra de teatro
off-Broadway
estrenada hacía poco. No querías encontrarte allí, delante del aula, moviendo la boca sin que saliera nada.
Ésa es la vida del profesor de Lengua Inglesa de instituto.
La cartera se quedaba en el suelo, en un rincón junto a la cocina, nunca lejos de la vista ni de la mente, un animal, un perro que espera que le presten atención. Me seguía con los ojos. No quería esconderla en un armario por miedo a olvidarme del todo de que había trabajos que leer y corregir.
No tenía sentido que intentara leerlos antes de cenar. Esperaría hasta más tarde, ayudaría a lavar los platos, acostaría a mi hija, me pondría a trabajar. Coge esa cartera, hombre. Siéntate en el sofá, donde puedes esparcir las cosas, pon algo de música en el tocadiscos o enciende la radio. Nada que te distraiga. Alguna mermelada sonora. Música para corregir trabajos. Instálate en el sofá.
Reposa la cabeza un momento antes de atacar el primer trabajo que tienes en el regazo, «Mi padrastro el desgraciado». Más angustia de adolescentes. Cierra los ojos un instante. Ah..., déjate llevar, profesor, déjate llevar. Estás flotando. Un leve ronquido te despierta. Trabajos por el suelo. Vuelta al trabajo. Pasa la vista por la redacción. Bien escrita. Enfocada. Organizada. Amarga. Ay, lo que dice esta chica de su padrastro, que se toma demasiadas familiaridades con ella. La invita al cine y a cenar cuando su madre se queda a trabajar hasta tarde. Y también el modo en que la mira. La madre dice que qué bonito, pero hay algo en sus ojos, y además el silencio. La alumna se pregunta qué debe hacer. ¿Me lo está preguntando a mí, al profesor? ¿Y debo hacer algo? ¿He de reaccionar, de ayudarle a salir de su dilema? Si es que existe tal dilema. ¿He de meter la nariz en cuestiones familiares, donde no pinto nada? Puede que se lo esté inventando. ¿Y si digo algo y llega a oídos del padrastro o de la madre? Podría leer este trabajo y evaluarlo con objetividad, felicitar a la alumna por su claridad y por el desarrollo del tema. Para eso estoy aquí, ¿no? No se espera de mí que me meta en las pequeñas disputas familiares, y menos en el Instituto de Secundaria Stuyvesant, donde prefieren «expresarlo todo». Los profesores me dicen que la mitad de estos chicos van a psicoterapia, y que la otra mitad debería hacer otro tanto. Yo no soy asistente social ni psicoterapeuta. ¿Es una voz que pide ayuda a gritos, o es una fantasía adolescente más? No, no, demasiados problemas en estas clases. En los otros centros los chicos no eran así. No hacían de la clase una terapia de grupo. El Stuyvesant es diferente. Podría entregar este trabajo a un orientador. Toma, Sam, encárgate tú de esto. Si no lo hacía, y si luego resultaba que el padrastro ahusaba de la chica y el mundo se enteraba de que yo lo había pasado por alto, me convocarían a sus despachos personajes importantes del sistema escolar: directores adjuntos, directores, superintendentes. Me pedirían explicaciones. ¿Cómo usted, un profesor con experiencia, ha podido permitir que sucediera esto? Mi nombre hasta podría salir a relucir en la tercera plana de los periódicos sensacionalistas.
Haz algunas anotaciones con el bolígrafo rojo. Ponle un 98 sobre cien. La redacción es impresionante, pero hay faltas de ortografía. Felicítala por escribir de manera sincera y madura, y dile: «Janice, prometes mucho y espero ver más muestras de tu trabajo en las próximas semanas».
Tienen unas ideas acerca de la vida privada de los profesores que yo quiero quitarles de la cabeza.
—Pensad en uno de vuestros profesores —les digo—. No digáis a nadie quién
es.
No lo escribáis. Ahora, imaginaos. Cuando ese profesor o profesora sale del instituto cada día, ¿qué hace? ¿Adónde va?
Tú lo sabes. Después de clase, el profesor se va directamente a su casa. Lleva una cartera llena de trabajos para leer y evaluar. Puede que se tome un té con su cónyuge. Oh, no. El profesor no saldría jamás a tomarse una copa de vino. Los profesores no viven así. No salen. Como mucho, al cine el fin de semana. Cenan. Acuestan a sus hijos. Ven las noticias antes de instalarse definitivamente a leer esos trabajos. A las once es hora de tomarse otra taza de té o un vaso de leche templada para dormir mejor. Después se ponen el pijama, dan un beso a su cónyuge y se quedan dormidos.
Los pijamas de los profesores son siempre de algodón. ¿Qué iba a hacer un profesor con un pijama de seda? Y no, nunca duermen desnudos. Si hablas a los alumnos de la desnudez, parece que se escandalizan. «Hombre, ¿os imagináis a algunos profesores de este instituto desnudos?» Esto siempre desencadena una gran carcajada, y yo me pregunto si están allí sentados imaginándome a mí desnudo.
¿Qué es lo último que piensan los profesores antes de dormirse?
Antes de quedarse dormidos, todos esos profesores, a gusto y calentitos en sus pijamas de algodón, sólo piensan en lo que pueden enseñar al día siguiente. Los profesores son buenos, decentes, profesionales, conscientes, y nunca saltan sobre sus compañeros de cama. Un profesor está muerto del ombligo para abajo.
En 1974, mi tercer año en el instituto Stuyvesant, me ofrecen que sea el nuevo profesor de Creación Literaria.
—Tú puedes hacerlo —dice Roger Goodman.
Yo no sé nada de creación literaria ni cómo enseñarla. Roger dice que no me preocupe. En este país hay centenares de profesores y catedráticos que enseñan creación literaria, y la mayoría no han publicado ni una palabra.
—Y hay que verte a ti —dice Bill Ince, el sucesor de Roger—. Te han publicado cosas aquí y allá.
Le digo que por haber publicado algunas cosas en
The Village Volee,
en
Newesday
y en una revista de Dublín ya desaparecida no me considero cualificado para enseñar creación literaria. No tardará en ser bien sabido que en la cuestión de enseñar creación literaria no sé dónde tengo la mano derecha. Pero recuerdo un dicho de mi madre: «Que Dios nos ayude, pero a veces tienes que jugarte el tipo».
Nunca soy capaz de decir que enseño creación literaria, o poesía, o literatura, teniendo en cuenta sobre todo que yo mismo siempre estoy aprendiendo. En vez de ello, digo que dirijo un curso o que llevo una clase.
Tengo las habituales cinco clases al día, tres de Lengua Inglesa «normal», dos de Creación Literaria. Hago de tutor de treinta y siete alumnos, con todo el trabajo administrativo que eso supone. En cada semestre me encomiendan una Tarea de Edificio diferente: vigilar los pasillos y las escaleras; comprobar que no se fuma en los baños de los chicos; hacer de sustituto de los profesores ausentes; investigar la presencia de tráfico de drogas; reprimir las conductas escandalosas de cualquier clase; supervisar los comedores de alumnos; supervisar el vestíbulo del centro para cerciorarme de que todos los que entran o salen están provistos de un pase oficial. Cuando están reunidos bajo un mismo techo tres mil adolescentes inteligentes, toda precaución es poca. Siempre están tramando algo. Es su deber.
Cuando anuncié que íbamos a leer
Historia de dos ciudades,
gimieron. ¿Por qué no podían leer
El señor de los anillos, Dune,
ciencia—ficción en general? ¿Por qué no podían...?
Basta. Les solté grandes discursos sobre la Revolución Francesa, sobre la desesperación del pueblo sangrado por la tiranía y la pobreza. Me sentía uno con los franceses pisoteados, y lo estaba pasando muy bien con mi santa indignación. A las barricadas,
mes enfants.
Me miraron de esa manera, de la que quiere decir: «Ya estamos. Otro profesor con su manía».
—Aunque a vosotros bien poco os importa —decía yo con sorna—. Ahora mismo hay miles de millones de personas que no salen de sus sábanas blancas y calentitas todas las mañanas para hacer sus necesidades en cuartos de baño blancos y calentitos. Hay miles de millones de personas que no saben nada del agua corriente caliente y fría, de las pastillas de jabón perfumado, el champú, el acondicionador, las grandes toallas lujosas y gruesas.
Sus caras decían: «Ay, dejadle que hable. Cuando los profesores son así, no hay manera con ellos. No se puede hacer nada. Si le replicas, saca el bolígrafo rojo y hace esa crucecita roja que te baja la nota. Y entonces tu padre dice: "¿Qué es esto?", y tú tienes que explicar que el profesor tiene una manía acerca de los pobres o algo así. Tu padre no te cree, y te deja castigado sin salir un millón de años. Así que lo mejor es cerrar la boca. Con los padres y los profesores la mejor política es cerrar la boca. Escúchalo, y ya está».
—Hoy os volveréis a vuestros cómodos pisos y casas, iréis directamente a la nevera, la abriréis, inspeccionaréis lo que hay dentro, no encontraréis nada que os agrade, preguntaréis a mamá si podéis encargar una pizza, aunque vais a cenar al cabo de una hora. Ella dice: «Claro, cariño», porque llevas una vida muy dura, ir al instituto todos los días y aguantar a los profesores que quieren que leas a Dickens, y por qué no vas a tener una pequeña gratificación.
Ya mientras soltaba el discurso comprendía que me veían como a uno de tantos pesados y previsibles de dos caras. ¿Sabían que aquello me estaba gustando? El profesor como demagogo. No era culpa de ellos ser burgueses y vivir cómodamente, y ¿no estaba yo siguiendo con la vieja tradición irlandesa del resentimiento? Así que, para el carro, Mac.
En primera fila, ante mis narices, Sylvia levanta la mano. Es negra, menuda y elegante.
—Señor McCourt.
—Sí.
—Señor McCourt.
—¿Qué?
—Está usted perdiendo los estribos, señor McCourt. Tranquilo. Relájese. ¿Dónde está esa gran sonrisa irlandesa de siempre?
Estuve a punto de vociferar que los sufrimientos de los pobres franceses que desencadenaron la Revolución no eran como para sonreír, pero la clase ahogó mi voz con carcajadas y aplausos a Sylvia.
—Eso, Sylvia. Bien dicho, chica.
Levantó la cara para dirigirme una sonrisa. Ay, qué ojazos castaños. Me sentí débil y estúpido. Me hundí en mi silla y dejé que pasaran el resto de la hora bromeando sobre lo que iban a hacer para reformarse. Serían dignos de Charles Dickens. Empezarían por renunciar a la pizza de la tarde. El dinero que ahorraran se lo enviarían a los descendientes de los pobres de la Revolución Francesa. O se lo darían a los sin hogar de la Primera Avenida, sobre todo a ese hombre que se ofendía si le ofrecías menos de cinco dólares.
Cuando ya había terminado la clase, Ben Chan se quedó en el aula.
—Señor McCourt, ¿puedo hablar con usted?
Me dijo que él sabía muy bien lo que significaba la pobreza. Los chicos de la clase no entendían nada. Pero no era culpa suya, y yo no tenía por qué enfadarme. Cuando llegó a este país, hacía cuatro años, tenía doce. No sabía inglés, pero estudió mucho y aprendió el inglés y las matemáticas suficientes para superar el examen de ingreso en el instituto Stuyvesant. Se alegraba de estar aquí, y toda su familia estaba muy orgullosa de él. La familia de allá, de China, también estaba muy orgullosa. Había competido contra catorce mil chicos para ingresar en este instituto. Su padre trabajaba seis días por semana, doce horas al día, en un restaurante de Chinatown. Su madre trabajaba en un taller de la parte baja. Todas las noches guisaba la cena para la familia entera, cinco hijos, el marido, ella misma. Después, les ayudaba a preparar la ropa para el día siguiente. Todos los meses hacía que los más pequeños se probaran la ropa de los mayores para ver si les venía bien. Decía que cuando todos hubieran crecido y la ropa ya no les viniera bien a ninguno, la guardaría para la próxima familia que viniera de China, o se la enviaría allí. Los norteamericanos nunca podrían entender la emoción que sentía una familia china cuando llegaba algo de Estados Unidos. Su madre se aseguraba de que los hijos se sentaran a la mesa de la cocina a hacer los deberes. Él no podía llamar a sus padres con nombres tontos como papá o mamá. Eso sería una gran falta de respeto. Aprendían palabras inglesas todos los días para poder hablar con los profesores y dar la talla. Ben decía que en su familia todos se respetaban entre sí y jamás se reirían de que un profesor hablara de los pobres de Francia, porque lo mismo podía pasar en China, o incluso aquí mismo en el barrio chino de Nueva York.