Tiene dieciséis años, es alta y elegante, y la cabellera rubia le cae por la espalda de una manera sofisticada que me recuerda a las actrices escandinavas. Me siento nervioso cuando ella se dirige al fondo del aula y se planta ante Andrew.
—Así que, mira, Andrew. Ya ves lo que pasa aquí. Es una clase grande, más de treinta personas, y el señor McCourt está allí delante y tú estás inclinando tu silla y él te dice que la bajes pero tú te quedas ahí sentado con tu sonrisita, Andrew, y quién sabe lo que te pasa por esa cabeza tuya. Estás haciendo perder el tiempo a todos los que están en esta clase, y ¿cuál es tu problema? Al profesor le pagan para que enseñe, no para decirte que bajes la silla como si fueras un crío de primero de primaria, ¿verdad? ¿Verdad, Andrew?
Sigue con la silla inclinada, pero me mira como diciendo: ¿qué está pasando aquí? ¿Qué hago?
Inclina la silla hasta que queda bien apoyada en el suelo. Se pone de pie y se vuelve hacia Diane.
—¿Lo ves? No me olvidarás nunca, Diane. Te olvidarás de esta clase, te olvidarás del profesor, el señor como-se-llame, pero yo inclino mi silla y el profesor se pone estirado, y todos los que están en la clase se acordarán de mí para siempre. ¿Verdad, señor McCourt?
Yo sentía deseos de quitarme la máscara de profesor razonable y decirle lo que tenía en la cabeza: «Mira, pequeño imbécil, baja la silla o te tiro por la maldita ventana para que sirvas de pienso a las palomas».
No puedes hablar así. Darían parte a las autoridades. Conoces tu papel: si los cabroncetes te chinchan de vez en cuando, aguanta, hombre, aguanta. Nadie te obliga a seguir en esta profesión miserable y mal pagada, y nadie te impide salir por esa puerta al mundo rutilante de los hombres poderosos, las mujeres hermosas, los cócteles en la zona alta, las sábanas de satén.
Sí, profe, y ¿qué haría usted en el gran mundo de los hombres poderosos, etcétera? Vuelva al trabajo. Hable a su clase. Aborde el problema de la silla inclinada. No ha terminado. Le están esperando.
—Escuchad. ¿Estáis escuchando?
Sonríen. Ya está otra vez con su muletilla de «escuchad, ¿estáis escuchando?». Se lo dicen unos a otros por los pasillos, imitándome. «Escuchad. ¿Estáis escuchando?» Eso significa que les caes bien.
—Ya habéis visto lo que ha pasado en esta aula —dije—. Habéis visto que Andrew estaba sentado con la silla inclinada, y habéis visto lo que ha pasado cuando yo le dije que lo dejara. Así que tenéis material para escribir una crónica, ¿no es así? Hemos tenido conflicto. Andrew contra el profesor. Andrew contra la clase. Andrew contra sí mismo. Ah sí, en efecto: Andrew contra sí mismo. Os estabais fijando, ¿no? O bien, os decíais simplemente: «¿Por qué está dando tanta importancia el profesor a lo de Andrew y su silla? ¿Por qué está siendo tan cargante Andrew?». Si estuvierais escribiendo la crónica de esto, deberíais tener en cuenta otra dimensión del incidente: la motivación de Andrew. Sólo él sabe por qué estaba inclinando esa silla, y vosotros tenéis derecho a teorizar. Podríamos tener más de treinta teorías en esta clase.
Al día siguiente, Andrew se quedó en el aula después de clase.
—Señor McCourt, usted estudió en la Universidad de Nueva York, ¿verdad?
—Así es.
—Bueno, mi madre decía que lo conocía.
—¿De verdad? Me alegra saber que alguien se acuerda de mí.
—Quiero decir que lo conocía fuera de clase.
—¿De verdad? —digo otra vez.
—Murió el año pasado. Tenía cáncer. Se llamaba June.
Oh, Dios. No es que haya estado corto de entendederas. Es que no me he enterado de nada. ¿Cómo no lo he adivinado? ¿Cómo no la he visto en sus ojos?
—Ella decía que pensaba llamarle, pero lo estaba pasando mal con el divorcio, y después vino el cáncer, y cuando yo le dije que estaba en su clase me hizo prometerle que no le hablaría nunca de ella. Me dijo que, en todo caso, usted no querría hablar con ella.
—Pero sí que quería hablar con ella. Quería hablar con ella toda la vida. ¿Con quién se casó? ¿Quién es tu padre?
—No sé quién es mi padre. Se casó con Gus Peterson. Tengo que ir a vaciar mi taquilla. Mi padre se traslada a Chicago, y me voy con él y mi madrastra. ¿Verdad que tiene gracia que ahora tenga padrastro y madrastra y no me importe?
Nos dimos la mano y lo vi alejarse por el pasillo. Antes de entrar en la zona de taquillas se volvió y se despidió con la mano, y yo me pregunté por un momento si debía dejar el pasado con tanta facilidad.
Según dice la sabiduría del instituto, «no amenaces nunca a una clase ni a un individuo si no eres capaz de sustanciar tus amenazas. Y no seas tan tonto como para amenazar a Brandt Bum Bum, que es conocido en el instituto por ser cinturón negro de karate».
Después de haber faltado cuatro días, entra en el aula tranquilamente en medio de una lección sobre las palabras de origen extranjero en la lengua inglesa:
amén, pasta, chef, sushi, limousine,
y las palabras que provocan risitas,
lingerie, bidet, brassiere.
Podía hacer caso omiso de Bum Bum, seguir con la lección y dejar que ocupara su asiento, pero sé que la clase está mirando y pensando: «¿Por qué tenemos que traer nosotros notas de disculpa cuando faltamos, pero Bum Bum puede entrar tranquilamente y sentarse?». Tienen razón, y estoy de acuerdo con ellos, y tengo que mostrar que no soy blando.
—Disculpa. —Intento ser sarcástico.
Se detiene junto a la puerta.
—¿Sí?
Jugueteo con un trozo de tiza para demostrar lo tranquilo que estoy. Me debato entre el «¿adónde vas?» y el «¿adónde te has creído que vas?». La primera frase podría sonar a simple pregunta, con su matiz de autoridad de profesor. El «te has creído» de la segunda indica un desafío y podría dar problemas. De cualquier manera, lo que importa es el tono de voz. Aflojo un poco.
—Disculpa. ¿Tienes un pase? Después de haber faltado a clase necesitas un pase de la oficina.
Habla el profesor. Representa a la autoridad, a la oficina del fondo del pasillo, que emite pases para todo: el director, el superintendente, el alcalde, el presidente, Dios. Éste no es el papel que quiero. Estoy aquí para enseñar Lengua Inglesa, no para pedir pases.
Brandt dice:
—¿Quién me va a parar?
Suena casi amistoso, a franca curiosidad; pero la clase emite un suspiro.
—Oh, mierda —dice Ralphie Boyce.
Los profesores de secundaria, según instrucciones de sus superiores, deben evitar las palabrotas en el aula. Tales expresiones constituyen una falta de respeto y podrían conducir a un deterioro de la ley y el orden. Quiero amonestar a Ralphie, pero no puedo, porque las palabras que me saltan dentro de la cabeza también son «oh, mierda».
Brandt sigue de pie, de espaldas a la puerta que ha cerrado después de entrar. Parece armado de paciencia.
Y ¿qué es esta empatía repentina que siento hacia este futuro fontanero corpulento de la calle Delancey de Manhattan? ¿Se debe a la paciencia con que espera, con una mirada casi bondadosa? Parece muy razonable y considerado. Entonces ¿por qué no dejo de hacer el número del profesor duro y le digo: «Está bien, Brandt, siéntate. Vamos a dejar el pase por esta vez, e intenta acordarte de traerlo la próxima»? Pero he ido demasiado lejos como para volverme atrás. Sus compañeros de clase son testigos, y tiene que pasar algo.
Lanzo la tiza al aire y la atrapo. Brandt me está mirando. Doy un paso hacia él. No quiero morir hoy, pero la clase espera, y es hora de que dé respuesta a su pregunta.
Lanzo la tiza, por última vez quizá, y le digo:
—Yo.
Asiente con la cabeza como diciendo: «Me parece razonable. El profesor eres tú, tío». Me vuelve la sensación empática, y siento el impulso de darle palmaditas en el hombro, de decirle: «Dejemos todo esto, siéntate y ya está, Brandt».
Vuelvo a lanzar la tiza, pero no consigo atraparla. Cae al suelo. Es esencial recuperar esa tiza. Me agacho para recogerla y allí está, incitante, ofreciéndoseme, el pie de Brandt. Lo agarro y tiro. Brandt cae de espalda, se da la cabeza contra el picaporte de bronce, se desliza hasta el suelo y se queda quieto, callado, como pensando qué hacer ahora. La clase vuelve a soltar un suspiro, un «caray».
Se frota la nuca. ¿Se dispone a asestarme un rápido puñetazo, un golpe con el canto de la mano, una patada?
—Mierda, señor McCourt, no sabía que usted le daba al karate. Al parecer quedo como vencedor, y me toca mover ficha.
—Muy bien, Benny, a sentarse.
—A sentarte.
—¿Cómo?
—Todos los profesores dicen «a sentarte».
Bum Bum me está corrigiendo la sintaxis. ¿Es que estoy en un manicomio?
—Muy bien. A sentarte.
—Entonces ¿no quiere un pase ni nada?
—No. No importa.
—Entonces ¿estábamos peleando por nada?
Camino de su asiento, Bum Bum pisa la tiza y me mira. ¿Lo ha hecho adrede? ¿Debo tomármelo a pecho? No. Una voz interior me dice: «Sigue con la lección. Deja de comportarte como un adolescente. Este chico podría partirte en dos. Profe, vuelve a la lección sobre las palabras extranjeras introducidas en el inglés».
Brandt se comporta como si no hubiera pasado nada entre nosotros, y yo siento tal oleada de vergüenza que me dan ganas de disculparme ante la clase en general y ante él en particular. Me reprendo por haberme comportado con tanta bajeza. Ahora me admiran por mis supuestos conocimientos de karate. Abro la boca y me pongo a parlotear.
—Imaginaos cómo sería la lengua inglesa si le quitásemos las palabras francesas. Ya no podríamos pedir al chófer que trajera la
limousine.
Habría que decir ropa interior en vez de
lingerie.
No se podría ir a un restaurante. Se acabaría la
cuisine,
no habría
gourmets,
ni salsa, ni menú, ni
chef
ni perfume. Habría que buscar otra palabra para el
brassiere.
Susurros y más susurros. Risitas y más risitas.
—¡Aay, señor McCourt, lo que ha dicho!
Así es como les quito el incidente de la cabeza. Parece que estoy venciendo en todos los frentes, hasta que vuelvo la vista hacia Brandt. Parece decir con la mirada: «Vale, señor McCourt. Supongo que a usted le hacía falta quedar bien, así que por mí no hay problema».
Tenía la inteligencia suficiente para aprobar el examen final del estado de Nueva York en la asignatura de Lengua Inglesa. Podría haber escrito una redacción aceptable, como para aprobar, pero prefirió suspender. Despreció la lista de temas que se proponían, tituló su redacción «Pío», y escribió trescientas cincuenta veces «Pío, pío, pío, pío, pío, pío...».
Después de la graduación me encontré con Bum Bum en la calle Delancey y le pregunté a qué había venido eso del pío.
—No lo sé. Tengo sensaciones locas y no me importa lo que pase. Estaba en esa aula y todo parecía tan tonto, ese profesor allí delante que hacía de monitor y que nos advertía que no mirásemos los exámenes de los compañeros, y en el alféizar de la ventana estaba un pajarito piando, y me dije, vale, mierda, qué demonios, así que puse lo que estaba diciendo el pájaro. Cuando tenía catorce años, mi padre me envió a aprender artes marciales. Un tipo japonés me tuvo sentado fuera en un banco una hora, y cuando le dije: «Eh, oiga, ¿y la clase?», me dijo que me fuera a mi casa. ¿A mi casa? O sea, a él le estaban pagando por horas. Me dijo: «Vete a tu casa». Yo le pregunté: «¿Debo volver la semana que viene?», y él no dijo nada. Volví la semana siguiente, y me preguntó: «¿Qué quieres?». Le dije otra vez que quería aprender artes marciales. Me dijo que fuera a limpiar el retrete. Yo me pregunté qué tendría que ver eso con las artes marciales, pero no dije nada. Limpié el retrete. Me dijo que me sentara en el banco, que me quitara los zapatos y me mirara los pies. Que no apartara los ojos de mis pies. ¿Se ha mirado usted los pies alguna vez? Yo tengo un pie más grande que el otro. Salió y me dijo: «Ponte los zapatos, sin calcetines, y vete a tu casa». Ya me iba resultando fácil hacer lo que me decía. Estaba dejando de sentirme cabreado. A veces me quedaba sentado en ese banco sin hacer nada y luego me volvía a mi casa y le pagaba igual. Se lo conté a mi padre, pero no hizo más que torcer el gesto. Tuvieron que pasar seis semanas hasta que el tipo japonés me hizo pasar a la sala para darme la primera lección. Me hizo ponerme con la cara pegada a una pared mientras él se pasaba cosa de un cuarto de hora atacándome con una especie de espada y gritándome. Al final de aquella sesión me dijo que estaba aceptado en su escuela, sólo que aquel día, antes de volverme a casa, tendría que limpiar el retrete, por si acaso me había creído que era alguien. Así pues, aquel día que usted me tiró de la pierna, supe lo que estaba pasando. Supe que usted tenía que salvar el culo, y por mí no había problema porque yo no necesitaba ese mundo y usted es un profesor legal y a mí me importaba una mierda lo que pensaran los chicos de la clase. Si tiene la necesidad de comportarse como un profesor importante, más le valdría volverse a su casa y limpiar el retrete.
He aquí la situación de los centros de enseñanza públicos: cuanto más lejos estés del aula, mayores son las remuneraciones económicas y profesionales. Te sacas la licencia, ejerces la enseñanza dos o tres años. Estudias cursos de administración, de supervisión, de orientación, y con tus nuevos títulos puedes trasladarte a un despacho con aire acondicionado, baño privado, mucho tiempo para almorzar, secretarias. No tendrás que luchar con grupos numerosos de chicos inaguantables. Te escondes en tu despacho, y ni siquiera tendrás que ver a los cabroncetes.
Pero ahí estaba yo, con treinta y ocho años, sin ambición para ascender en el sistema escolar, a la deriva en el sueño americano, ante la crisis de la edad madura, fracasado como profesor de Lengua Inglesa de secundaria, pero entorpecido por los superiores, los directores y sus ayudantes, o eso creía yo.
Tenía angustia vital y no sabía qué me pasaba. Alberta me sugirió:
—¿Por qué no te sacas el doctorado y progresas en la vida?
—Eso haré —dije.
La Universidad de Nueva York dijo que sí, que me aceptarían para cursar el doctorado, pero mi mujer dijo:
—¿Por qué no vas a Londres o a Dublín?
—¿Acaso quieres librarte de mí?
Ella sonrió.
Cuando yo tenía diecisiete años, fui un día con un amigo a visitar Dublín y vimos un desfile, de espaldas a un muro de piedra gris. El muro de piedra gris era del Trinity College, y yo no sabía que aquello se consideraba territorio extranjero, inglés y protestante. Más abajo, en la misma calle, había una verja de hierro y un gran portón para que no entrasen los de mi calaña. Tras la verja había estatuas de Edmund Burke y Oliver Goldsmith.