En el camino de vuelta a casa se quedaron dormidas, todas menos Serena, que iba sentada detrás del conductor. Cuando le preguntó si tenía hijos, él dijo que no podía hablar y conducir a la vez. Estaba prohibido, pero sí, tenía hijos, y no quería que ninguno de ellos fuese conductor de autobús. Él trabajaba para mandarlos a buenos colegios, y si no hacían lo que les decía, les partiría el culo. Dijo que en este país había que trabajar más duro cuando se es negro, pero que al final con eso te haces más fuerte. Cuando tienes que empujar más fuerte y escalar más, desarrollas los músculos, y entonces nadie puede detenerte.
Serena dijo que le gustaría ser peluquera, pero el conductor dijo:
—Puedes llegar a más. ¿Quieres pasarte el resto de tu vida ahí de pie, arreglando el pelo a viejas cascarrabias? Eres lista. Puedes ir a la universidad.
—¿Sí? ¿De verdad cree usted que puedo ir a la universidad?
—¿Por qué no? Pareces bastante inteligente y hablas bien. Así que ¿por qué no?
—Nadie me había dicho eso nunca.
—Bueno, pues te lo digo yo, y no te infravalores.
—Vale —dijo Serena.
—Vale —dijo el conductor.
Le sonrió por el retrovisor, y supongo que ella le devolvió la sonrisa. Yo no le veía la cara.
Era un conductor de autobús, y negro, pero el modo en que ella había confiado en él me hizo pensar en lo desaprovechados que están los seres humanos en el mundo.
Al día siguiente, Claudia pregunta:
—¿Por qué se meten todos con la chica?
—¿Con Ofelia?
—Sí. Todos se meten con esa pobre chica, y eso que ni siquiera es negra. ¿Por qué? Ese tipo que suelta todos los discursos tiene una espada para defenderse de la gente y para que nadie lo tire al río.
—¿Hamlet?
—Sí, y ¿sabe una cosa?
—¿Qué cosa?
—Era muy malo con su madre, y eso que era príncipe. ¿Por qué no se levanta ella y le da una bofetada sin más? ¿Por qué?
Serena, la inteligente, levanta la manó
—
como un chico normal en una clase normal. Me quedo mirando esa mano. Estoy seguro de que va a pedir el pase para ir al baño. Dice:
—La madre de Hamlet es reina. Las reinas no se comportan como el resto de la gente, dando bofetadas por ahí. Si eres reina, tienes que tener dignidad.
Me mira de esa manera directa que es casi un desafío, con los ojos muy abiertos, hermosos y sin pestañear, con un atisbo de sonrisa. Esta muchacha negra y delgada de quince años conoce su poder. Noto que me estoy sonrojando, y eso desencadena otra oleada de risitas.
El lunes siguiente, Serena no aparece en clase. Las chicas dicen que no volverá, porque a su madre la detuvieron, «por drogas y tal», y ahora Serena tiene que vivir con su abuela en Georgia, donde, según cuentan, a los negros los tratan como a negratas. Dicen que Serena no aguantará allí. Se meterá en un lío por replicar a los blancos.
—Y por eso he dicho esa palabra fea, señor McCourt.
Ahora que no estaba Serena, la clase había cambiado, era un cuerpo sin cabeza. María levantó la mano y preguntó por qué hablaba yo de esa manera tan rara. ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos? ¿Qué me gustaba más,
Hamlet
o
Un mes de abstinencia?
¿Por qué me había hecho profesor?
Estaban tendiendo puentes para que pudiésemos cruzarlos. Yo respondía a sus preguntas sin que me importara ya un pimiento darles demasiada información. ¿Con cuántos curas me había confesado cuando tenía la edad de esas muchachas? Me prestaban atención, y eso era lo único que me importaba.
Un mes después de la marcha de Serena hubo dos momentos buenos. Claudia levantó la mano y dijo:
—Señor McCourt, usted es agradable de verdad.
El resto de la clase asintió, «sí, sí», y los chicos puertorriqueños sonrieron desde el fondo del aula.
Y entonces levantó la mano María.
—Señor McCourt, he recibido una carta de Serena. Dice que es la primera carta que escribe en su vida y que no la habría escrito si no se lo hubiera dicho su abuelita. No había conocido antes a su abuelita, que no sabe leer ni escribir, pero ella la quiere mucho porque Serena le lee la Biblia todas las noches. Esto lo va a tirar de espaldas, señor McCourt —añade—. Dice que va a terminar el instituto y que va a ir a la universidad para ser profesora de niños pequeños. No de chicos grandes como nosotros, porque somos unos pesados, sino de niños pequeños que no replican, y dice que siente las cosas que hizo en esta clase, y que se lo diga a usted. Un día le va a escribir una carta a usted.
Me estallaron fuegos artificiales en la cabeza. Era como Nochevieja y el Cuatro de Julio multiplicados por cien.
Llevo diez años ejerciendo la enseñanza, tengo treinta y ocho años, y si debiera evaluarme a mí mismo diría: estás dando de ti lo que puedes. Hay profesores que enseñan y les importa un pedo de violinista lo que piensen de ellos sus alumnos. El temario es rey. Estos profesores son poderosos. Dominan sus aulas con una personalidad respaldada por la gran amenaza: la del bolígrafo rojo que escribe en el boletín de notas el temido suspenso. Lo que dan a entender a sus alumnos es: «Soy vuestro profesor, no vuestro orientador, ni vuestro confidente, ni vuestro padre. Enseño una asignatura: la tomáis o la dejáis».
Suelo pensar que yo debería ser un profesor duro, disciplinado, organizado y enfocado, un John Wayne de la pedagogía, un maestro irlandés más que blande el palo, la correa, la palmeta. Los profesores duros sirven su mercancía durante cuarenta minutos. Digerid esta lección, chicos, y estad preparados para vomitarla el día del examen.
A veces digo en broma: «Siéntate en esa silla, chico, y cállate, o te rompo la condenada cabeza», y se ríen porque lo saben. «Sí, ¿verdad que es todo un tipo?» Cuando me hago el duro me escuchan con educación hasta que se me pasa el ataque. Lo saben.
Yo no veo la clase como una unidad que está sentada y escuchándome. Hay caras que muestran diversos grados de interés o indiferencia. Lo que me plantea un desafío es la diferencia. ¿Por qué estará ese pequeño desgraciado hablando con ésa cuando podría estar escuchándome a mí?
—Perdona, James, aquí se está dando una lección.
—Ah, sí, sí.
Hay momentos y miradas. Puede que sean demasiado vergonzosos para decirte que la lección ha estado bien, pero a estas alturas ya sabes, por su manera de salir del aula y por su manera de mirarte, si la clase ha sido un éxito o si debe olvidarse. Las miradas de aprobación te reconfortan durante el trayecto en tren de vuelta a casa.
Con independencia de lo que pasara en tu aula, había reglas de los funcionarios oficiales que supervisaban los institutos de secundaria de Nueva York:
Los niños no deben alzar la voz. No deben deambular por las aulas ni por los pasillos. No es posible aprender en un ambiente ruidoso.
El aula no ha de ser un terreno de juegos. No se deben arrojar objetos. Si los alumnos quieren hacer una pregunta o responder a una pregunta, han de levantar la mano. No se les debe permitir que hagan comentarios en voz alta. Los comentarios en voz alta podrían conducir al caos, y eso daría mala impresión a los funcionarios del Consejo de Educación que vienen de Brooklyn, o a los pedagogos de países extranjeros que vienen de visita.
El uso del pase para ir al baño debe reducirse al mínimo. Todo el mundo conoce los diversos trucos que se hacen con el pase para ir al baño. A veces se da a un chico el pase para ir al baño y se lo encuentra uno mirando por la ventanilla de un aula donde está sentada una chica de la que se ha enamorado hace poco, y ella le hace caras de amor a su vez. Esto no se puede tolerar. Algunos chicos y chicas se sirven del pase para reunirse en el sótano o las escaleras, donde no se dedican a nada bueno, y los encuentran los directores adjuntos, que dan parte y llaman a sus padres. Otros toman el pase para fumar en diversos lugares secretos. El pase para ir al baño es para ir al baño y no debe usarse con ningún otro propósito. Los alumnos no deben ausentarse con el pase más de cinco minutos. Si se ausentan más tiempo, el profesor ha de dar aviso a la oficina del director, que enviará a un bedel a que inspeccione los baños y otros lugares, para comprobar que no hay conductas indebidas. Los directores quieren orden, rutina, disciplina. Rondan por los pasillos. Se asoman por las ventanillas de las puertas de las aulas. Quieren ver niños y niñas con las cabezas bajas sobre los libros, niños y niñas que escriben, niños y niñas con las manos levantadas, interesados, deseosos de responder a las preguntas del profesor. Los buenos profesores lo tienen todo controlado. Mantienen la disciplina, y eso es crucial en un instituto de formación profesional de Nueva York, donde a veces las bandas llevan sus diferencias a los centros de enseñanza. Hay que estar atentos a las bandas. Pueden llegar a dominar todo un centro, y entonces, adiós a la enseñanza.
También los profesores aprenden. Después de pasar años en el aula, después de encontrarse cara a cara con miles de adolescentes, tienen un sexto sentido respecto a todos los que entran en el aula. Ven las miradas de reojo. Les basta con olisquear el aire de una clase nueva para saber si es un grupo inaguantable o si es un grupo con el que podrán trabajar. Ven a los chicos reservados a los que hay que animar a intervenir y a los bocazas a los que hay que hacer callar. Por la manera de estar sentado un chico, saben si éste va a colaborar o si va a ser inaguantable. Cuando el alumno se sienta erguido, con las manos juntas ante sí sobre el pupitre, mira al profesor y sonríe, es buena señal. Si está repantigado, si saca las piernas al pasillo entre los pupitres, si mira por la ventana, al techo o por encima de la cabeza del profesor, es mala señal. Prepárate para tener problemas con él.
En todas las clases hay uno que es como una plaga enviada al mundo para ponerte a prueba. Suele sentarse en la última fila, donde puede inclinar la silla contra la pared. Ya habéis hablado a la clase del peligro de inclinar las sillas: «Las sillas pueden resbalar, niños, y os podríais hacer daño». Luego, el profesor tiene que escribir un parte por si los padres se quejan o amenazan con poner un pleito.
Andrew sabe que la silla inclinada te molestará, o que al menos te llamará la atención. Entonces podrá jugar al jueguecito que servirá para que las chicas se fijen en él. Tú le dirás:
—Eh, Andrew.
Él tardará lo suyo. Esto es un duelo, tío, y las chicas están mirando.
—¿Qué?
Es la expresión adolescente que no se encuentra en los diccionarios. «¿Qué?» Los padres la oyen constantemente. Significa: «¿Qué quieres? ¿Por qué me molestas?».
—La silla, Andrew. ¿Quieres apoyarla bien, por favor?
—Yo estoy aquí sentado sin meterme con nadie.
—Andrew, la silla tiene cuatro patas. Inclinarla sobre dos patas puede provocar un accidente.
Silencio en el aula. Es el momento del duelo. Sabes que esta vez te mueves en un terreno bastante seguro. Notas que Andrew no es apreciado por este grupo, y él sabe que no recibirá apoyo. Es una figura pálida y delgada, un solitario. A pesar de todo, la clase está mirando. Puede que no le aprecien, pero si te pones prepotente con él se volverán contra ti. Cuando se trata de alumno contra profesor, sus lealtades están claras. Y todo por una silla inclinada.
Podrías haberlo dejado pasar. Nadie se habría fijado. Así que, profe, ¿cuál es el problema? Muy sencillo. Andrew ha manifestado desde el primer día que no le caes bien, y a ti no te gusta no caer bien, sobre todo a este chico, que cae mal al resto de la clase. Andrew sabe que prefieres a las chicas. Claro que prefiero a las chicas. Si me dan cinco clases con una mayoría de chicas, estoy en el cielo. Variedad. Color. Juegos. Dramatismo.
Andrew espera. La clase espera. La silla sigue inclinada con descaro. Ay, qué tentación de coger una pata y dar un tirón. Caería con la cabeza resbalando por la pared y todos se reirían.
Me aparto de Andrew. No sé por qué me aparto y me dirijo al frente del aula, y desde luego tampoco sé qué voy a hacer o decir cuando llegue a mi mesa. Pero no quiero que crean que he dado marcha atrás, tengo que hacer algo. Andrew tiene la cabeza apoyada contra la pared y me está dirigiendo esa sonrisita de desprecio.
No me gusta el pelo largo y pelirrojo de Andrew, sus rasgos finos. No me gusta la arrogancia de su delicadeza. A veces, cuando he planteado un tema interesante y la clase me sigue y yo voy adelante, satisfecho de mí mismo, miro al fondo, veo su mirada fría y me pregunto si debería intentar ganármelo o destruirlo del todo.
Una voz me dice dentro de la cabeza: «Saca partido de esto. Haz de ello una lección de observación. Haz como que lo tenías todo planeado». Y digo a la clase:
—Entonces, ¿qué está pasando aquí?
Me miran fijamente, desconcertados.
—Imaginaos que sois un periodista de un periódico —dices—. Habéis entrado en esta aula hace unos minutos. ¿Qué habéis visto? ¿Qué habéis oído? ¿Cuál es la noticia?
Toma la palabra Michael.
—No hay ninguna noticia. Sólo que Andrew está haciendo el gilipollas, como de costumbre.
Andrew pierde la sonrisita de desprecio, y me parece que lo tengo en un puño. Ya no tendré que decir gran cosa. Seguiré haciendo preguntas orientadoras y dejaré que la clase lo condene. Le borraré esa sonrisa para siempre al muy mierdecilla, y ya no se balanceará.
Adopto mi papel de profesor razonable y objetivo.
—Un comentario así, Michael, no aporta gran información al lector.
—Sí, pero ¿a quién le hace falta una información así? ¿Es que va a entrar aquí algún tipo del
Dai ly News
para escribir un gran reportaje sobre Andrew y la silla y el profesor cabreado?
Su novia levanta la mano.
—¿Sí, Diane?
Diane se dirige a la clase.
—Lo que nos
pegunta
el señor McCourt...
—Pregunta, Diane.
Ella hace una pausa. No tiene prisa.
—Mire, señor McCourt —dice—, eso es lo que va mal en este mundo. Unas personas intentan ayudar a otras y de inmediato aparecen otras personas que quieren corregir todo lo que les dicen. Eso es muy ofensivo. Quiero decir que está bien decir a Andrew que baje la silla porque podría romperse su estúpido cráneo, pero no hay por qué estar corrigiendo la manera de hablar de la gente. Si hace usted eso, no vamos a abrir la boca en esta clase. Así que, ¿sabe usted lo que voy a hacer? Voy a decirle a Andrew que baje la silla y no sea burro.