—¡Vive Dios! ¿Vas a sentarte en presencia del rey?
Este golpe sacudió a Hendon de arriba abajo. Dijo en su interior: «La locura de este pobre niño está a la altura de los tiempos. Ha cambiado con el gran cambio que ha sobrevenido en el reino, y ahora se imagina ser el rey. Bueno; le seguiremos el humor, ya que no hay otro camino; no vaya a ser que me mande a la Torre».
Y satisfecho de esta broma, apartó la silla de la mesa, se situó detrás del rey y se dispuso a servirle de la manera más cortesana de que era capaz.
Mientras el rey comía se ablandó un poco el rigor de su real dignidad, y con su creciente satisfacción experimentó el deseo de hablar, y dijo:
—Creo que te llamas Miles Hendon, si no he oído mal.
—Sí, señor —replicó Miles, que se dijo en seguida: «Para seguir la vena de este pobre niño loco debo llamarle señor y majestad. No debo, hacer las cosas a medias, ni detenerme ante nada respecto al papel que represento, pues de lo contrario lo representaré mal y no serviré bien a esta caritativa y buena causa».
El rey se entonó con un segundo vaso de vino y dijo:
—Quisiera conocerte. Cuéntame tu historia. Tu, conducta es generosa y noble. ¿Has nacido noble?
—Pertenecemos a la cola de la nobleza, señor. Mi padre es baronet, uno de los pequeños lores, por servicios caballerescos. Se llama sir Ricardo Hendon, de Hendon Hall, junto a Monk's Holm, en Kent.
—Se me había ido el nombré de la memoria. Sigue. Cuéntame tu historia.
—No es muy larga, señor, pero acaso a falta de cosa mejor pueda divertir a Vuestra Majestad. Mi padre, sir Ricardo, es muy rico y de natural en extremo generoso. Murió mi madre siendo yo niño; tengo dos hermanos: Arturo, el mayor, cuya alma es como la de su padre, y Hugo, menor que yo, que es un espíritu mezquino, codicioso, traidor, vicioso, artero… un reptil. Así fue desde su cuna; así era diez años ha, cuando lo vi por última vez: un bribón de diecinueve años. Entonces yo tenía veinte y Arturo veintidós. No queda nadie más de mi familia, salvo lady Edita, mi prima, que entonces tenía dieciséis años. Era hermosa, gentil y buena. Es hija de un conde, la última de su familia, y heredera de una gran fortuna y de un título caducado. Mi padre era su tutor. Yo la amaba y ella me amaba a mí, pero contrajo nupcias con Arturo desde la cuna, y sir Ricardo no quiso consentir que se rompiera el contrato. Arturo quería a otra doncella y nos dijo que tuviéramos ánimo y no perdiéramos la esperanza de que el tiempo y la suerte, de consumo, traerían algún día un feliz suceso a nuestra causa. Hugo codiciaba la hacienda de lady Edita, aunque fingía amarle; pero siempre fue su hábito decir una cosa y pensar otra. Mas todas sus artes se perdieron con la doncella. Hugo pudo engañar a mi padre, pero a nadie más. Mi padre le quería más que a los otros y confiaba en él y en él creía, porque era el hijo menor y los demás lo odiaban, cualidad esta que siempre ha sido parte a granjear el amor de un padre. Hugo tenía un hablar suave y persuasivo y un admirable don para la mentira, y estas son prendas que ayudan mucho a despertar un afecto ciego. Yo estaba furioso… podría ir más allá, y decir que furiosísimo, aunque era una furia demasiada inocente, puesto que a nadie dañaba sino a mí, ni trajo vergüenza a nadie ni pérdida alguna, ni llevaba en sí ningún germen de crimen ni de bajeza, ni de nada que no correspondiera a mi noble condición.
»Sin embargo, mi hermano Hugo supo sacar partido de esta furia mía, al ver que la salud de nuestro hermano Arturo distaba mucho de ser buena; porque esperaba que su muerte podría beneficiarle si yo me quitara de en medio, por lo cual… Pero éste sería un cuento muy largo y no vale la pena de referirlo a Vuestra Majestad. En pocas palabras diré que mi hermano logró arteramente acrecentar mis defectos hasta convertirlos en crímenes, y terminó su rastrera obra hallando en mi aposento una escala de seda —llevada por él mismo— y convenciendo a mi padre con ella, y con la declaración de criados sobornados y de otros bellacos, de que yo me proponía robar a Edita y tomarla por mujer con evidente reto a su voluntad».
»Dijo mi padre que tres años de destierro de mi casa y de Inglaterra podrían hacer de mí un soldado y un hombre, y enseñarme un algo de prudencia. Hice largas pruebas en las guerras continentales, en que supe en demasía lo que eran golpes, duras privaciones y aventuras, pero en la última batalla me tomaron prisionero, y en los siete años que han transcurrido desde entonces me he visto encerrado en un calabozo en tierra extraña. A fuerza de ingenio y de valor conseguí poro fin verme libre, y huí hacia aquí en seguida; y ahora acabo de llegar y me encuentro pobre de dineros y ropa, y más pobre todavía en conocimientos de lo que en estos siete tristísimos años ha acontecido en Hendon Hall y a su gente. Y con esto mi pobre historia queda referida a Vuestra Majestad».
—Te han agraviado vergonzosamente —exclamó el reyecito con centelleantes ojos—; pera yo te vengaré. Por la cruz te lo juro. El rey lo ha dicho.
«¡Dios mío. Brava imaginación tiene! A fe mía que no es un espíritu vulgar, pues si lo fuera, loco o cuerdo, no podría tejer un cuadro tan verosímil y deslumbrante y tan falto de realidad. ¡Pobre cabecita enferma! No te faltará un amigo y un amparo mientras yo me cuente entre los vivos. No te separaré nunca de mi lado. Serás mi favorito y mi camarada. Y se curará, sí. Volverá a verse curado, y entonces ganará un nombre y yo podré decir con orgullo: 'Sí; es mío'. Yo lo recogí cuando era un pobre rapaz sin hogar, pero vi lo que llevaba dentro y dije que algún día se oiría hablar de su nombre. Miradlo, observadlo. ¿Tenía yo razón?».
El rey habló con aire y tono pensativos:
—Me has salvado de la injuria y de la vergüenza. Acaso has salvado también mi vida, y con ello mi corona. Semejante servicio pide rica recompensa. Dime tus deseos, y si están dentro del alcance de mi poder real, los verás satisfechos.
Esta fantástica declaración sacó a Hendon de sus meditaciones. Se disponía a dar las gracias al rey y dejar a un lado el asunto, diciendo que no había hecho sino cumplir con su deber y que no deseaba recompensa alguna, cuando acudiendo una idea más sensata a su mente, le pidió la venia de callarse unos instantes y meditar en la graciosa oferta, lo cual el rey aprobó gravemente, diciendo que era mejor no precipitarse en asunto de tanta importancia.
Miles reflexionó unos momentos y se dijo: «Sí, eso es. Por cualquier otro medio sería imposible conseguirlo. Y, en verdad, mi experiencia de estas horas pasadas me ha enseñado que sería harto trabajoso e inconveniente proseguir como hasta ahora. Sí, lo propondré. Ha sido una feliz casualidad que no haya dejado perder la ocasión». Después de esto dobló una rodilla y dijo:
—Mi modesto servicio no ha traspasado el límite del más simple deber de un vasallo, y por consiguiente no tiene ningún mérito. Pero ya que Vuestra Majestad se digna considerar que merece alguna recompensa, me atrevo a hacer una petición al efecto. Cerca de cuatrocientos años atrás, como Vuestra Majestad no ignora, estando enemistados Juan, rey de Inglaterra, y el rey de Francia, se decretó que dos campeones combatieran en la palestra para poner término a la disputa con lo que se llama juicio de Dios. Reunidos los dos reyes, y el rey de España para ser testigo de la disputa y juzgarla, apareció el campeón francés; mas era tan temible, que nuestros caballeros ingleses se negaron a medir sus armas con él. Así el asunto, que era muy grave, estuvo a punto de resolverse contra el monarca inglés por falta de campeón. En la Torre se hallaba lord De Courcy, el más poderoso brazo de Inglaterra, despojado de sus honores y posesiones, y consumiéndose en largo cautiverio. Apelose a él, que accedió y compareció armado para el combate; mas no bien divisó el francés su recio cuerpo y oyó su famoso nombre, huyó a escape, y la causa del rey de Francia quedó perdida. El rey Juan devolvió a De Courcy sus títulos y posesiones, y le dijo: «Manifiéstame tu deseo y lo conseguirás, aunque me cueste la mitad de mi reino». A lo que De Courcy, de hinojos como yo estoy ahora, contestó: «Pido, pues, solo una cosa, señor mío, y es que yo y mis descendientes tengamos y conservemos el privilegio de permanecer cubiertos en presencia del rey de Inglaterra mientras su trono perdure». Concediose la gracia como Vuestra Majestad sabe; y como en estos cuatrocientos años no ha habido nunca un momento en que la familia haya carecido de herederos, hasta el día de hoy el jefe de la antigua casa tiene aún el sombrero o el yelmo puesto ante la majestad del rey, sin impedimento alguno, y nadie más puede hacerlo. Invocando este precedente en ayuda de mi ruego, suplico al rey que me conceda esta gracia y privilegio —para más que suficiente recompensa mía— y ninguna otra cosa, a saber: que yo y mis herederos para siempre podamos sentarnos en presencia, de Su Majestad el rey de Inglaterra.
Levantaos, sir Miles Hendon, caballero —dijo gravemente el rey dándole el espaldarazo con la espada de Hendon—. Levantaos y sentaos. Tu petición queda concedida. Mientras subsista Inglaterra y perdure la corona, no caducará tu privilegio.
Apartose Su Majestad meditando y Hendon se dejó caer en una silla junto a la mesa, diciéndose:
«Ha sido una feliz idea, que me ha traído un gran consuelo, porque tenía ya las piernas fatigadísimas. Si esto no se me hubiera ocurrido, acaso habría tenido que estar en pie semanas enteras, hasta que se cure el seso mi pobre muchacho».
Después de lo cual prosiguió diciéndose:
«Heme aquí convertido en caballero del Reino de los Sueños y de las Sombras. Es una situación peregrina y extraña en verdad para un hombre tan positivo como yo. No quiero reírme, de ninguna manera, ¡Dios me libre!, porque esta, que para mí es tan falto de substancia, es real para él. Y para mí en cierto modo tampoco es una falsedad, porque refleja verdaderamente el espíritu dulce y generoso de este chico». Y terminó, después de una pausa: «¡Ah! ¡Si me llamara con mi hermoso título delante de gentes! ¡Qué singular contraste entre mi gloria y mi porte! Pero no me importa: llámeme como quiera y como le agrade, que yo estaré contento».
Pronto invadió a ambos camaradas una pesada somnolencia. Dijo el rey, refiriéndose a sus vestidos: Quítame estos andrajos.
Hendon desnudó al niño sin disentir, ni proferir una palabra, lo arropó en el lecho y miró en tomo del aposento, diciéndose, condolido:
«Me ha vuelto a quitar la cama como antes… ¿Qué hago yo ahora?».
El reyecito observó su perplejidad y la disipó con unas palabras, diciendo soñoliento:
Tú dormirás atravesado en la puerta y la guardarás.
Y un momento después se habían desvanecido todas sus desazones en un profundísimo sueño.
«Corazón sencillo; debería haber nacido noble —se dijo Hendon lleno de admiración—. Representa su papel a maravilla».
Y después se tendió en el suelo al través de la puerta, diciendo con contento:
—Peor lecho he tenido en estos siete años. Ponerle reparos a esto sería una ingratitud para El de arriba.
Cayó dormido cuando apuntaba el alba, y hacia el mediodía se levantó, destapó con el mayor cuidado a su dormido pupilo y con un bramante le tomó medidas. El rey despertó en el momento de terminar Miles su obra; quejose de frío y le preguntó qué era lo que estaba haciendo.
—Hecho está ya, señor mío —contestó Hendon—. Tengo quehacer fuera, pero no tardaré en volver. Duérmete otra vez, que lo has menester. Déjame que te cubra también la cabeza. Así entrarás más pronto en calor.
Antes de terminar Hendon estas palabras el rey estaba de nuevo en el país de los sueños. Miles salió sin hacer ruido y volvió a entrar, también de puntillas, a los treinta minutos, con un traje de segunda mano, completo, de niño, de tela barata y mostrando señales de uso, pero limpio y apropiado a la estación del año. Sentose y empezó a examinar su compra, diciéndose entre dientes:
—Una escarcela mejor provista habría comprado cosa mejor, pero cuando ella está medio vacía, debe uno contentarse con lo que hay…
Vivía en nuestra ciudad una mujer
…
En nuestra ciudad ella moraba
.
«Parece que se ha movido… Tendré que cantar en clave no tan alta. No estaría bien turbar su sueño con la jornada que le espera, pobre muchacho… Esta prenda está bastante bien… Con una puntada aquí y otra allá, quedará adecuada. Esta otra es mejor, si bien no le vendrán mal tampoco unas cuantas puntadas. Estos zapatos están de muy buen uso, y con ellos tendrá los piececitos secos y calientes. Son cosa nueva para él, pues sin duda está acostumbrado a ir descalzo, lo mismo en los veranos que en los inviernos… ¡Ojalá que el hilo fuera pan! ¡Con cuán poco dinero se compra lo necesario para un año! Y además, le dan a uno de balde una aguja tan brava y grande como ésta solo por caridad. Ahora me va a costar un demonio enhebrarla».
Y así fue. Como han hecho siempre los hombres, y como harán probablemente hasta el final de los tiempos, Hendon mantuvo la aguja quieta y trató de pasar la hebra por su ojo, es decir, al revés de como lo hacen las mujeres. Una y otra vez el hilo erró el blanco, pasando ora a un lado de la aguja, ora al otro, y en ocasiones doblándose; pero era paciente, pues más de una vez en su vida de campaña había experimentado dificultades semejantes. Por fin enhebró la aguja, tomó la prenda que le estaba esperando, se la puso sobre las rodillas y empezó su trabajo.
—La posada está pagada, incluyendo el desayuno que ha de venir, y aún me queda lo bastante para comprar un par de burros y sufragar nuestros dispendios menudos en los dos o tres días que han de mediar hasta que lleguemos a la abundancia que nos espera en Hendon Hall.
Que amaba a su ma
…
—¡Caramba! Me he clavado la aguja en la uña… No importa. Esto no es novedad, pero no me hace gracia tampoco… Allí estaremos muy alegres, pequeño, no lo dudes; tus trastornos desaparecerán y tu destemplanza lo mismo.
Que amaba a su marido con pasión
,
Mas otro hombre
…
—¡Éstas sí que son unas puntadas magníficas! —Exclamó levantando el vestido y contemplándolo con admiración—. Tienen una grandeza y una majestad, que a su lado esas pobres puntaditas del sastre son miserables y plebeyas.
Que amaba a su marido con pasión
,
Mas otro hombre
…
—¡Ea! Ya está. Es un trabajo de primera, y hecho con sobrada rapidez. Ahora voy a despertarlo, lo vestiré, le echaré agua, le daré de comer, nos iremos al mercado junto a la posada del Tabardo de Southwark, y… Dignaos levantaros, señor… ¡No responde! ¿Qué es esto? No tendré más remedio que profanar su sagrado cuerpo tocándolo, puesto que su sueño es sordo a mis palabras. ¡Qué!