¡La muerte —y una muerte violenta— para aquellos pobres desdichados! Esta idea retorció las fibras del corazón, de Tom.
El sentimiento de la compasión se apoderó de él, con exclusión de todas las demás consideraciones. No pensó un momento en las leyes infringidas ni en el dolor o el daño que aquéllos tres criminales habían ocasionado a su víctima. No pudo pensar, más que en el patíbulo y en el terrible destino que pendía sobre las cabezas de los condenados. Su interés le hizo olvidar por un momento que él no era sino la falsa sombra de un rey, no su esencia, y antes de darse cuenta profirió la orden:
—¡Traedlos aquí!
Púsose como escarlata y afloró a sus labios algo así como una excusa, pero, al observar que su orden no había provocado sorpresa en el conde ni en el paje de confianza, reprimió las palabras que se disponía a pronunciar. El paje, de la manera más natural, hizo una profunda reverencia y, andando de espaldas, salió de la cámara para dar la orden. Tom experimentó un sobresalto de orgullo, y al recordar su idea de las compensadoras ventajas que tenía el oficio real, se dijo:
—En verdad es lo que yo solía imaginar cuando leía los cuentos del viejo sacerdote, y me figuraba ser príncipe, que dictaba leyes y daba órdenes a todo el mundo, diciendo: «Hágase esto, hágase lo otro», sin que nadie se opusiera a mi voluntad.
Abriéronse entonces las puertas, fueron anunciados unos tras otros varios títulos sonoros, seguidos de los personajes que los poseían, y la estancia se llenó al punto de gente noble y distinguida. Pero Tom apenas se dio cuenta de la presencia de aquellas personas, tan excitado estaba y tan absorto en aquel otro asunto más interesante. Sentose distraído en su sillón oficial y dirigió los ojos a la puerta, con señales de impaciente expectación; al ver lo cual los circunstantes no se permitieron perturbarlo, sino que empezaron a charlar unos con otros una entremezcla de negocios públicos y chismes.
Se oyó al cabo de un rato que se acercaban los mesurados pasos de hombres de armas, y los culpados entraron a la presencia del rey, custodiados por un alguacil y con una escolta formada por un piquete de la guardia real. El funcionario civil dobló la rodilla delante del rey y se apartó a un lado. Los tres condenados arrodilláronse también, y así permanecieron, en tanto que la guardia se situaba detrás del sillón de Tom. Éste miró con curiosidad a los prisioneros. Algo del vestido o del mismo aspecto del reo había suscitado en él un vago recuerdo.
—Creo que he visto a ese hombre en otra ocasión, pero no puedo recordar cómo ni cuándo.
En aquel momento el hombre levantó de pronto la vista, y volvió a inclinar la cabeza, pues no le era posible soportar el imponente porte de la realeza; mas aquel breve vistazo a su rostro fue bastante para Tom, que se dijo:
Ahora recuerdo. Sí, es el desconocido que sacó a Giles Witt del Támesis, y le salvó la vida aquel día tan crudo y tan ventoso de Año Nuevo; acción brava y valerosa. ¡Lástima que haya cometido otras que son bajas, hasta verse en este triste estado! No se me han olvidado ni el día ni la hora, por razón de que poco después, al darlas once, la abuela Canty me dio una paliza de tal calibre y severidad, que todas las anteriores, y las que le siguieron, comparadas con ella, no fueron sino caricias y mimos.
Ordenó Tom que salieran un instante de su presencia la mujer y la niña, y luego se dirigió al alguacil diciéndole:
—Buen caballero, ¿cuál es el delito de este hombre?
Hincó una rodilla en tierra el interpelado, y respondió:
—Señor, ha quitado la vida, mediante veneno, a un súbdito de Vuestra Majestad.
La compasión de Tom por el preso y su admiración al valiente salvador de un niño que se ahogaba experimentaron tremendo golpe.
—¿Está probado el delito? —preguntó.
—Con toda evidencia, señor.
Suspiró Tom y dijo:
—Llévatelo, porque ha merecido la muerte. Es una lástima, pues era un corazón valeroso… Quiero decir que tiene aspecto de eso.
El preso cruzó las manos con fuerza y las retorció desesperadamente, clamando al mismo tiempo al «rey» con desgarradas y grandes voces:
—¡Oh, mi señor y rey! Si puedes apiadarte de los perdidos, ten piedad de mí. Soy inocente. Lo que me imputan no se ha probado ni mucho menos. Pero no hablo de eso. Se ha dictado contra mí una sentencia, y no puede ser alterada; mas en mi desesperación te suplico una gracia, porque mi destino es peor de lo que puede imaginarse. ¡Una gracia, una gracia, oh, mi señor y rey! ¡Que tu regia compasión acceda a mi ruego! ¡Da orden de que me ahorquen!
Tom estaba asombrado. No era esto lo que él había previsto.
—Por mi vida que es extraña la gracia que pides. ¿No era ésa la muerte que te preparaban?
—¡Oh, mi señor! No era ésa. Se ha mandado que me hiervan vivo.
Esa horrenda sorpresa que conllevaban estas palabras, casi hizo saltar a Tom de su silla. En cuanto pudo recobrarse exclamó:
—¡Se hará según tu voluntad, infeliz! ¡Aunque hubieras envenenado a cien hombres, no deberías sufrir tan miserable muerte!
El prisionero se inclinó hasta tocar el suelo con el rostro, y estalló en frenéticas exclamaciones de gratitud, que terminaron de esta suerte:
—Si alguna vez, lo que Dios no quiera, llegaras a conocer el infortunio, ¡ojalá se recuerde y se recompense tu bondad para conmigo en el día de hoy!
Tom se volvió al conde de Hertford y le dijo:
—Milord, ¿es concebible que haya podido dictarse una sentencia tan feroz contra ese hombre?
—Ésa es la ley, señor, para los envenenadores: En Alemania los monederos falsos son hervidos en aceite hasta que mueren, pero no echándolos de súbito, sino dejándolos caer poco a poco atados a una cuerda; primero los pies, luego las piernas, después…
—¡Oh! ¡No sigas, milord, te lo ruego!, ¡no puedo soportarlo! —Exclamó Tom cubriéndose los ojos con las manos para apartar de sí la horrible escena—. Te ruego que ordenes que se cambie esa ley… ¡Que no haya más pobres criaturas sometidas a ese tormento!
El semblante del conde mostró profunda satisfacción, porque era hombre de impulsos generosos, cosa no muy frecuente en su clase en aquella edad feroz.
—Esas nobles palabras tuyas —dijo— han sellado la condena de esa ley. La historia lo recordará en honor de tu casa real.
El alguacil se disponía a llevarse al preso, mas Tom le hizo un signo de que esperara y le dijo:
—Quiero enterarme mejor de este asunto. Dice ese hombre que su crimen no se le probó. Cuéntame lo que sepas de ello.
—Con la venia de Vuestra Majestad. En el juicio se demostró que ese hombre entró en una casa de la aldea de Islington, donde había un enfermo; tres testigos dicen que entró a las diez de la mañana y otros dos que unos minutos más tarde. El enfermo estaba a la sazón solo y durmiendo. Ese hombre no tardó en salir y proseguir su camino. El enfermo murió al cabo de una hora, desgarrado por espasmos y estremecimientos.
—¿Vio alguien cómo le daba el veneno? ¿Se ha encontrado el veneno?
—Cabalmente, no, señor.
—Entonces, ¿cómo se sabe que murió envenenado?
—Porque los doctores atestiguaron que nadie muere de esos síntomas sino por veneno.
Ésta era una prueba de gran peso en aquellos crédulos tiempos. Tom comprendió su formidable carácter y dijo:
—Los médicos saben su oficio. Digamos que tuvieran razón. El asunto presenta mal cariz para este pobre hombre.
—Pero no fue eso todo, Majestad. Hay más y peor. Muchos testificaron que una bruja, que después desapareció de la aldea, nadie sabe adónde, vaticinó, y lo dijo en secreto a varias personas, que el enfermo moriría envenenado, y que, además, le daría el veneno un desconocido de pelo castaño y de ropas comunes y usadas; y así este preso respondía a la descripción. Dígnese Vuestra Majestad dar a esa circunstancia el solemne peso que merece, en vista de que fue vaticinada.
Éste era un argumento de tremendo peso en aquellos días de superstición. Tom se dijo que no había más que hablar, y que, si de algo valían las pruebas, la culpa de aquel hombre estaba demostrada. Sin embargo, ofreció una tabla de salvación al preso diciéndole:
—Si puedes alegar algo en tu favor, habla.
—Nada que pueda ser de provecho señor. Soy inocente, mas no puedo demostrarlo. No tengo amigos, pues si los tuviera podría probar que no estuve aquel día en Islington. También podría demostrar que, a la hora que dicen, estaba a más de una legua de distancia, porque me hallaba en la Escalera Vieja de Wapping. Y aun podría demostrar que cuando dicen que estaba quitando una vida, estaba salvándola. Un niño que se ahogaba…
—¡Calla! Alguacil, dime qué día se cometió el delito.
—A las diez de la mañana, o unos minutos más tarde, del primero de año…
—Entonces que el preso quede en libertad. ¡Es la voluntad del rey! A estas palabras tan poco propias de una majestad, siguió otro sonrojo, y el niño encubrió su poco decoro lo mejor que pudo añadiendo:
—Me enfurece que se ahorque a un hombre con pruebas tan pobres y tan descabelladas.
Un susurro de admiración recorrió la asamblea. No era admiración por la orden que dictaba Tom, porque la conveniencia o la necesidad de perdonar a un convicto de envenenamiento eran cosas que ninguno de los presentes se hubiera creído con derecho a discutir ni a admirar; no. La admiración era por la inteligencia y la decisión que Tom había demostrado. Algunos que comentaban en voz baja, decían:
—Éste no es un rey loco; está en su sano juicio.
—¡Cuán cuerdamente ha hecho las preguntas!
—¡Y cuán digna de como solía ser su antepasado ha sido su contundente manera de zanjar el asunto!
—¡Dios sea loado! ¡Se fue su mal!
—Éste no es un ser débil, sino un rey. Ha nacido con el genio de su padre.
Como el ambiente, estaba tan dispuesto al aplauso, necesariamente llegó algo de ello al oído de Tom Canty, con el efecto de ponerle muy a sus anchas, y llenar su manera de obrar de muy placenteras sensaciones.
No obstante, su juvenil curiosidad pronto superó esas halagüeñas ideas y sentimientos. Tenía ganas de saber qué clase de delito podían haber cometido la mujer y la niña; y así, por su mandato, trajeron a su presencia a las dos aterradas y sollozantes criaturas.
—¿Qué es lo que han hecho éstas? —preguntó al alguacil.
—Se les imputa, señor, un negro crimen y bien probado, por lo cual los jueces han decretado, con apego a la ley, que sean ahorcadas. Se han vendido al diablo. Tal es su crimen.
Tom se estremeció. Habíanle enseñado a detestar a la gente que cometía tan viciosa acción. Sin embargo, como no estaba dispuesto a privarse del placer de saciar su curiosidad, preguntó:
—¿Cómo y cuándo sucedió esto?
—Una noche de diciembre, en una iglesia en ruinas, Majestad. Tom se estremeció de nuevo.
—¿Quién estaba presente?
—Esas dos, y el otro.
—¿Han confesado?
—No, señor. Ellas lo niegan.
—¿Entonces cómo se supo?
—Porque ciertos testigos las vieron encaminarse allá, Majestad. Esto provocó sospechas, y sus efectos las han confirmado y justificado. En particular está demostrado que, por el perverso poder que así obtuvieron, invocaron y provocaron una tormenta, que devastó toda la comarca. Cuarenta testigos han declarado que hubo tormenta, y con facilidad se habrían podido encontrar mil, porque todos tuvieron razón para recordarla, ya que fueron sus víctimas.
—Ciertamente esto es un grave asunto.
Luego, tras darle vueltas un momento en su imaginación a aquel grave delito, preguntó:
—¿Y no fue también esa mujer víctima de la tormenta?
Varias cabezas ancianas entre los allí presentes hicieron movimientos como de alabar la prudencia de la pregunta, mas el alguacil no vio nada de importancia en ella y respondió sin rodeos:
—Sí, por cierto, señor, y más que nadie. Su casa resultó destrozada, y ella y la niña quedaron sin techo.
—A mi ver le costó caro el poder de hacer tan mal tercio. La engañaron, por poco que pagara por ello; y si pagó con su alma y la de su hija, eso demuestra que está loca, y estando loca no sabe lo que hace, y por consiguiente, no delinque.
Las cabezas de los ancianos asintieron en reconocimiento a la sabiduría de Tom, una vez más, y uno de ellos murmuró: «Si el rey está loco de acuerdo con el diagnóstico, es entonces una locura de tal jaez que mejoraría la cordura de algunos que yo me sé, si por la gentil providencia de Dios pudieran ellos contagiarse».
—¿Qué edad tiene la niña? —preguntó Tom.
—Nueve años.
—Por las leyes de Inglaterra, ¿puede una niña celebrar pactos y venderse a sí misma, milord? —interrogó Tom, dirigiéndose a un entendido juez.
—La ley no permite que un niño celebre ningún pacto importante ni intervenga en él, señor, pues considera que su razón no está capacitada para tratar con la razón madura y los planes perversos de las personas mayores que él. El diablo puede comprar a un niño, si se lo propone, y el niño convenir en ello, pero no a un inglés, porque en este último caso el trato sería nulo e inválido.
—Parece cosa harto poco cristiana y mal discurrida —exclamo Tom con sincero entusiasmo— que la ley de Inglaterra niegue a los ingleses privilegios que concede al diablo.
Este nuevo modo de considerar el asunto provocó muchas sonrisas, y quedó en la memoria de muchos, para ser repetido en la corte como prueba de la originalidad de Tom, así como de sus progresos hacia su salud mental.
La vieja culpable había cesado de sollozar y estaba pendiente de la palabra de Tom, con creciente interés y mayor esperanza. Diose cuenta el niño, y sintió que sus simpatías se inclinaban hacia ella en su peligrosa y desamparada situación. Luego preguntó:
—¿Cómo lograron provocar la tormenta?
—Quitándose sus medias, señor. Esto dejó asombrado a Tom y aumentó su febril curiosidad.
—¡Es maravilloso! —Exclamó con vehemencia—. ¿Produce siempre esa acción tan terribles efectos?
—Siempre, señor. Por lo menos, si la mujer lo desea y pronuncia las palabras necesarias, bien con la lengua, bien de pensamiento.
Tom se volvió a la mujer y dijo con impetuoso celo:
—¡Ejerce tu poder! ¡Quisiera ver una tempestad!
Palidecieron súbitamente las mejillas de los supersticiosos circunstantes, a quienes invadió un deseo general, aunque escondido, de largarse más que de prisa. Se le escapó todo esto a Tom, que no pensaba en otra cosa sino en el exigido cataclismo. Al ver la expresión de perplejidad en el rostro de la mujer, añadió: excitado: