El príncipe y el mendigo (20 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

BOOK: El príncipe y el mendigo
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—Tu razón parece perturbada, ¡oh pobre desconocido! Sin duda has sufrido privaciones y duros tratos en el mundo, como parecen denunciar tu cara y tus vestidos. ¿Por quién me tomas?

—¿Por quién te tomo? ¿Por quién te voy a tomar sino por quien eres? Te tomo por Hugo Hendon —dijo enojado Miles.

El otro continuó con el mismo tono suave:

—¿Y quién te imaginas tú ser?

—No se trata aquí de imaginaciones. ¿Pretendes que no conoces a tu hermano Miles Hendon?

En el semblante de Hugo apareció una expresión de agradable sorpresa.

—¡Cómo! ¿No te chanceas? —exclamó—. ¿Pueden los muertos volver a la vida? Loado sea Dios, si así es. ¿Nuestro pobre muchacho perdido vuelve a nuestros brazos después de estos crueles años? ¡Ah! Parece demasiado bueno para ser verdad. Es demasiado bueno para ser verdad. Te ruego que tengas compasión y no bromees conmigo. ¡Pronto! Ven a la luz. Déjame que te mire bien.

Asió a Miles del brazo, lo arrastró a la ventana y empezó a devorarlo con los ojos de pies a cabeza, volviéndolo a uno y otro lado, dando vueltas vivamente en torno de él para examinarlo desde todos los ángulos, en tanto que el hijo pródigo, radiante de alegría, sonreía, reía y no cesaba de mover la cabeza, diciendo:

—Sigue, hermano, sigue y no temas. No hallarás miembros ni facción que no pueda soportar la prueba. Escudríñame a tu antojo, mi buen Hugo. Soy, en efecto, tu viejo Miles, el mismo viejo Miles, el hermano perdido. ¿No es eso? ¡Ah! Éste es un gran día; ¡ya decía yo qué era un gran día! Dame la mano, acerca la cara. ¡Dios mío, si voy a morir de alegría!

Iba a arrojarse sobre su hermano, pero Hugo levantó una mano para detenerle y dejó caer la cabeza sobre el pecho con dolorida expresión, mientras decía emocionado:

—¡Ah! Dios en su bondad me dará fuerzas para sobrellevar este terrible desencanto.

Miles, admirado, estuvo un momento sin poder hablar, mas al fin recobró el uso de la palabra y exclamó:

—¿Qué desencanto? ¿No soy tu hermano?

Movió Hugo tristemente la cabeza y dijo:

—Quiera el cielo que sea verdad y que otros ojos encuentren la semejanza que se oculta a los míos.

—¡Ah! Mucho me temo que la carta decía una triste verdad.

—¿Qué carta?

—Una que vino de más allá de los mares, hace seis o siete años. Decía que mi hermano murió en un combate.

—Era mentira. Llama a nuestro padre, que él me conocerá.

—No se puede llamar a los muertos.

—¿Muerto? —Exclamó Miles con voz apagada y temblorosos labios—. ¿Mi padre muerto? ¡Oh! Ésta es una terrible noticia. La mitad de mi alegría se ha desvanecido ya. Déjame ver a mi hermano Arturo, que él me conocerá; él me conocerá y sabrá consolarme.

También Arturo ha muerto.

—¡Dios tenga piedad de mí! ¡Muertos! ¡Los dos muertos! Muertos los dignos y vivo el indigno, que soy yo. ¡Ah! Te lo imploro. No me digas que lady Edita ha muerto también…

—¿Lady Edita? No; vive.

—¡Entonces loado sea Dios! Mi alegría vuelve a ser completa. Corre, hermano; haz que venga a mí. Si ella dice que yo no soy yo… Pero no lo dirá. No, no; ella me reconocerá. He sido un necio al dudarlo. Tráela aquí. Trae a los viejos criados, que ellos me conocerán también.

—Han muerto todos menos cinco: Pedro, Halsey, David, Bernardo y Margarita.

Al decir esto salió Hugo del aposento y Miles se quedó meditando un rato y luego empezó a dar paseos, diciendo entre dientes:

—Los cinco archibellacos han sobrevivido a los veintidós fieles y honrados… ¡Cosa extraña!

Continuó dando pasos a un lado y otro sin cesar de hablar para sí, pues se había olvidado por completo del rey; mas de pronto Su Majestad dijo con gravedad y con acento de verdadera compasión, aunque sus palabras podían tomarse en sentido irónico.

—No te preocupe tu desventura, buen amigo. Otros hay en el mundo cuya identidad se niega y cuyos derechos se toman a broma. No estás solo.

—¡Ah, señor mío! —exclamó Hendon, sonrojándose levemente—. No me condenes. Espera, que ya verás. No soy un impostor: ella lo dirá. Lo oirás de los más dulces labios de Inglaterra. ¿Yo, un impostor? Yo conozco esta vieja casa, esas efigies de mis antepasados y todo lo que nos rodea, como conoce un niño su propio cuarto. Aquí nací y me eduqué, señor mío. Hablo la verdad; a ti no te engañaría. Y aunque nadie más me crea, te ruego que no dudes tú de mí; no podría soportarlo.

—No dudo de ti —dijo el rey con infantil sencillez y convencimiento.

—Te doy las gracias con toda mi alma —exclamó Hendon con un fervor que revelaba su emoción.

Y el rey añadió con la misma sencillez admirable:

—¿Dudas tú de mí?

Invadió a Hendon una confusión culpable, que le hizo sentirse aliviado al abrirse la puerta para dar paso a Hugo, ahorrándole así la necesidad de replicar.

Una hermosa dama, fastuosamente vestida, seguía a Hugo, y detrás de ella llegaban varios criados de librea. La dama se acercó lentamente, con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. Su semblante revelaba una inefable tristeza. Miles Hendon se precipitó hacia adelante, exclamando: ¡Oh, Edita mía, alma mía!…

Pero Hugo le hizo retroceder gravemente, diciendo a la dama:

—Miradle: ¿Le conocéis?

Al oír la voz de Miles, la dama se turbó levemente, sus mejillas se tiñeron de rubor, y tembló todo su cuerpo. Permaneció inmóvil durante una emocionante pausa de segundos, y, al fin, levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de Hendon, con mirada apagada y asustada. De su rostro desvaneciose la sangre gota a gota, sin dejar más que una palidez de muerte; y al fin dijo la dama, con voz tan muerta como el rostro:

—No le conozco. —Dio media vuelta, ahogando un suspiro y un sollozó, y salió temblando del aposento. Miles Hendon se dejó caer en una silla y se cubrió la cara con las manos. Después de una pausa, preguntó su hermano a los criados:

—Ya lo habéis visto. ¿Lo conocéis?

Todos movieron la cabeza negativamente, y entonces el dueño dijo:

—Los criados no os conocen, señor. Sin duda hay una equivocación. Ya habéis visto que mi mujer no os conoce.

—¿Tu mujer?

Inmediatamente se vio Hugo acorralado contra la pared, con una mano de hierro en la garganta.

—¡Ah, maldito zorro! ¡Todo lo veo claro! ¡Tú mismo escribiste la fingida carta, cuyos frutos han sido mi novia y mis bienes robados! ¡Ea! Vete de aquí, porque no quiero mancillar mi honrada condición con la muerte de un perro tan despreciable.

Hugo, encendido y casi sofocado, se tambaleó hasta la silla próxima y ordenó a los criados que asieran y ataran al desconocido agresor. Vacilaron, y uno de ellos dijo:

—Está armado, sir Hugo, y nosotros no lo estamos.

—¿Armado? ¿Y qué importa, siendo tantos? ¡A él os digo!

Pero Miles les previno que se anduvieron con tiento en lo que hacían, añadió:

—Todos me conocéis de antiguo; yo no he cambiado. Venid aquí, si os place.

Este recuerdo no les dio a los criados más valor, y siguieron acobardados.

—Entonces id a armaros, cobardes, y guardad las puertas mientras yo envío por la guardia —exclamó Hugo. Y volviéndose en el umbral dijo a Miles—: Será ventajoso para vos que no intentéis inútilmente escaparos.

—¿Escaparme? No te apures por eso, si es lo que te apura, porque Miles Hendon es el amo de Hendon Hall y todas sus pertenencias. Y seguirá siéndolo, no lo dudes.

XXVI
Repudiado

El rey estuvo meditando unos instantes y al fin levantó la vista y dijo:

—¡Extraño, muy extraño! No puedo explicármelo.

—No, no es extraño, señor. Conozco a mi hermano y su conducta es muy natural. Ha sido un bellaco desde que nació.

—¡Oh! No hablaba de él, sir Miles.

—¿No hablabais de él? ¿Pues de quién? ¿Qué es lo que extrañas?

—Que no echen de menos al rey.

—¿Cómo? ¿Qué? No comprendo.

—¿De veras? ¿No te parece en extremo raro que el país no esté ya lleno de correos y pregones que describan mi persona y me busquen? ¿No es asunto de conmoción ni de pesar que el jefe del Estado haya desaparecido, que yo me haya evaporado como el aire?

—Sí, muy cierto es, se me había olvidado —repuso Hendon, que suspiró y dijo para su capote—: ¡Pobre mente perdida!… Aún sigue con su doloroso ensueño.

—Pero tengo un plan que nos hará justicia a los dos. Escribiré una carta en tres lenguas, latín, griego e inglés, y tú mañana por la mañana irás corriendo con ella hacia Londres. No se la des a nadie más que a mi tío, lord Hertford, que cuando él la vea sabrá que yo la he escrito, y entonces enviará por mí.

—¿No sería mejor, príncipe, que esperásemos aquí hasta que yo demuestre quién soy y asegure mi derecho a mis bienes? Así podrías mucho mejor.

—¡Calla! —le interrumpió el rey imperiosamente—. ¿Qué significan tus pobres dominios, tus vulgares intereses, al lado de cosas que conciernen al bienestar de la nación y a la integridad de un trono? —Y añadió con voz más dulce, como si se arrepintiera de su rudeza—: Obedece y no temas, que yo enderezaré tu entuerto y te restableceré en todo. Sí, en más que en todo. Yo lo recordaré.

Al decir esto tomó la pluma y se puso a escribir. Hendon le contempló amorosamente un rato y se dijo:

—Si estuviéramos a oscuras pensaría que ha sido un rey el que ha hablado. No se puede negar que cuando le da la vena, lanza truenos y relámpagos como un verdadero rey. ¿De dónde habrá sacado esa argucia? Miradle escribir tan contento unos garabatos sin significado, imaginándose que son latín y griego… Y como mi ingenio no dé con un arbitrio feliz para apartarle de su propósito, me veré obligado mañana a fingir que salgo a cumplir el cometido que ha inventado para mí.

Al momento siguiente los pensamientos de sir Miles volvieron al reciente episodio. Tan absorto estaba en sus meditaciones, que, cuando el rey le entregó el papel que había escrito, lo recibió y guardó sin darse cuenta de ello.

—¡Qué conducta tan rara ha sido la suya! —Dijo entre dientes—. Yo creo que ella me ha conocido… y creo que no me ha conocido. Estas opiniones son contradictorias, lo veo claro. No me es posible conciliarlas ni desechar ninguna de las dos, ni siquiera que una gane a la otra. El caso sencillamente es éste: ha de haber conocido mi cara, mi figura y mi voz, porque ¿cómo podría ser de otro modo? Sin embargo, ha dicha que no me conocía, y eso es una prueba absoluta, porque no es capaz de mentir. ¡Pero… un momento!… Creo que empiezo a comprender. Acaso él ha influido en ella, le ha obligado a que mienta, le ha exigido mentir. Ésa es la solución: el enigma está descifrado. Parecía muerta de terror… Sí estaba bajó su poder. Yo la veré, yo la encontraré. Ahora que él está fuera, ella me dirá la verdad, recordará los antiguos tiempos en que éramos compañeros de juegos y esto le ablandará el corazón y no me negará más, sino que confesará quién soy. Por sus venas no corre sangre engañosa. No; siempre ha sido honesta y fiel. Me amaba en aquellos días de antaño. Esa es mi seguridad, porque no se puede hacer traición a quien se ha amado.

Acercose angustiosamente a la puerta, que se abrió en aquel momento para dar paso a lady Edita. Ésta llegaba muy pálida, pero con paso firme, gracioso continente y con gentil dignidad. Su semblante se veía tan triste como antes.

Miles dio un salto hacia adelante, con serena confianza, para salirle al encuentro, pero Edita le contuvo con un ademán casi imperceptible y el soldado se detuvo. Sentose la dama y le pidió que hiciera otro tanto. Así, sencillamente le hizo perder la sensación de antiguo compañerismo, y lo transformó en un desconocido y en un huésped. La sorpresa, lo inesperado del momento, obligó a Miles a preguntarse un instante si era en efecto la persona que pretendía ser. Lady Edita dijo:

—He venido a preveniros, caballero. Acaso no es posible disuadir de su engaño a los locos, pero sin duda se les puede persuadir a que eviten peligros. Creo que ese sueño vuestro tiene para vos la apariencia de una verdad en artificio, y no es por tanto criminal… Pero no insistáis, porque es peligroso. —Y añadió con impresionante voz y mirando de lleno al rostro de Miles—: Es tanto más peligroso cuanto que os parecéis mucho al que habría sido nuestro difunto joven, si hubiera vivido.

—¡Cielos, señora! ¡Si soy yo mismo!

—Creo, en verdad, que así lo pensáis, caballero. No pongo en duda vuestra honradez; no hago sino preveniros. Mi esposo es señor de esta región; su poder apenas reconoce límites; la gente prospera o muere de hambre según sea su voluntad. Si no os parecierais al hombre que decís ser, mi marido podría consentiros gozar pacíficamente de vuestro sueño; pero lo conozco bien y bien sé lo que hará. Pregonará a todos que no sois sino un orate impostor, y todos le harán coro sin vacilar. —Volvió a clavar en Miles la mirada y añadió—: Si fuerais Miles Hendon y él lo supiera, y lo supiera toda la comarca, fijaos bien en lo que digo y meditadlo bien, estaríais en el mismo peligro, y vuestro castigo no sería menos cierto. Él os negaría y os denunciaría, y nadie osaría salir en vuestra defensa.

—Lo creo sin duda alguna —contestó Miles con amargura—. La persona que puede ordenar a una amiga de toda la vida que traicione y niegue, y que es obedecida, puede muy bien esperar obediencia en los lugares en que se juegan el pan y la vida y no se tienen en cuenta vínculos de lealtad y honor, más frágiles que la tela de una araña.

Un débil rubor apareció un instante en las mejillas de la dama; que bajó la vista al suelo; pero su voz no denunció emoción alguna al proseguir:

—Os he prevenido y debo preveniros una vez más que os vayáis de de aquí. De lo contrario, ese hombre os perderá. Es un tirano que no conoce la compasión. Yo, que soy su esclava encadenada, lo sé muy bien. El pobre Miles, y Arturo, y mi querido tutor sir Ricardo están libres de él y reposan. Más os valdría estar con ellos que quedaros aquí, en las garras de ese malvado. Vuestras pretensiones son una amenaza para su título y sus bienes. Le habéis agredido en su propia casa y estáis perdido si os quedáis. No vaciléis. Si os falta dinero, tomad esta bolsa que os ofrezco, y sobornad a los criados para que os dejen salir. ¡Oh! Escuchad mi aviso, infeliz, y escapaos mientras estáis a tiempo.

Rechazó Miles la bolsa con un ademán y se levantó diciendo:

—Concededme una cosa. Fijad en los míos vuestros ojos, para que yo me convenza de que están serenos. ¡Así! Ahora respondedme: ¿Soy yo Miles Hendon?

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