Tediosamente prosiguió el aburrido trabajo. Leyéronle memoriales, proclamas, patentes y toda clase de papeles fatigosos, formulistas y cancillerescos, relativos a los negocios públicos; y por fin Tom suspiró patéticamente diciéndose:
—¿Qué ofensa habré cometido para que Dios me haya privado de la campiña, del aire libre y de la luz del sol para encerrarme aquí y hacerme rey y afligirme de esta suerte?
Por fin su pobre mente embrollada hizo que cabeceara, e inclinó la cabeza sobre un hombro. Y los negocios del reino quedaron suspendidos por falta de un augusto factor, el poder de ratificación. Sobrevino el silencio en torno del dormido niño y los sabios del reino cesaron en sus deliberaciones.
Durante el mediodía, Tom pasó unas horas deliciosas, previa la venia de sus custodios Hertford y St. John, en compañía de la princesa Isabel y la pequeña lady Juana Grey, aunque el ánimo de ambas estaba harto abatido por el gran golpe que había caído sobre la casa real. Al final de la visita, su «hermana mayor» —que fue después la «María la Sanguinaria» de la historia— le dejó frío con una solemne entrevista que no tuvo sino un mérito a los ojos del niño: su brevedad. Permaneció Tom unos momentos solo y luego fue admitido a su presencia un niño de unos doce años, cuyo vestido, salvo la blanca gorguera y los encajes de las muñecas, era negro; justillo, medias y todo lo demás. No llevaba otra señal de luto que un lazo de cinta morada en el hombro. El niño avanzó titubeando, con la cabeza inclinada y desnuda, e hincó una rodilla delante de Tom. Éste lo contempló un momento y después le dijo:
—Levántate, muchacho. ¿Quién eres y qué deseas?
Levantóse el niño con graciosa soltura, pero con expresión atemorizada en el semblante, y dijo:
—Con certeza debes recordarme, señor. Soy tu «niño de azotes».
—¿Mi niño de azotes?
—El mismo, señor. Soy Humphrey… Humphrey Marlow. Apercibiose Tom de que éste era alguno sobre el que sus guardianes deberían haberle informado. La situación era delicada. ¿Qué haría? Dar a entender que conocía a aquel chico, y después demostrar a las primeras palabras que no lo había visto nunca antes. No; esto no podía suceder. En su ayuda vino una idea. Trances como aquél podían ocurrirle con bastante frecuencia, cuando la urgencia de los negocios separara, como a menudo separaría, de su lado a Hertford y a St. John, que eran miembros del consejo de albaceas. Por consiguiente, acaso convendría idear por sí mismo un plan para hacer frente a tales contingencias. Sí; sería una sabia idea. Haría la prueba con aquel niño y vería hasta qué punto podía salir airoso. Así, se pasó la mano por la frente con actitud de perplejidad, y dijo:
—Ahora me parece recordarte, pero mi cabeza está tan trastornada por el dolor…
—¡Ah, mi pobre señor! —exclamó el «niño de azotes» con verdadero sentimiento. Y añadió para sí—: ¡Pobrecito! Era verdad lo que decían, que se ha vuelto loco. Pero infeliz de mí, que ya se me olvidaba. Me han dicho que está prohibido aparentar que se ha dado uno cuenta de ello.
—Es extraño cómo me falla la memoria estos días —dijo Tom—. Pero no te preocupes… Ya me voy corrigiendo. A veces un indicio cualquiera basta para recordarme las cosas y los nombres que se me habían olvidado. (Y no sólo ésos, a fe mía, sino hasta los que no he oído nunca… como verá este chico). Despacha tu asunto.
—Es cosa de poca monta, señor, pero lo mencionaré si Vuestra Majestad me permite. Dos días ha, cuando Vuestra Majestad se equivocó tres veces en griego… en la lección de la mañana… ¿Recuerda?
—Sí; me parece que sí. (Y no miento mucho… Si yo me hubiera metido con el griego no habría cometido tres faltas, sino cuarenta). Sí, sí, ahora recuerdo.
—El profesor, airado por lo que llamaba vuestra incuria y dejadez, prometió que me azotaría de firme por ellas, y…
—¿Azotarte a ti? —Exclamó Tom asombrado hasta perder la presencia de ánimo—. ¿Por qué te han de azotar a ti por faltas mías?
—¡Ah! Vuestra Majestad olvida otra vez. Siempre me azotan cuando Vuestra Majestad no sabe la lección.
—Cierto, cierto. Se me olvidaba. Tú me enseñas en privado… y si se me olvida, él dice que ejerces tu oficio mal…
—¡Oh, mi señor! ¿Qué palabras son ésas? ¿Yo, el más humilde de vuestros criados, podría presumir de enseñaros a vos?
—¿Entonces qué te pueden reprochar? ¿Qué enigma es éste? ¿Me he vuelto yo loco, o el loco eres tú? Cuéntame, expláyate.
—Pero, su buena Majestad, nada hay que necesite explicación. Nadie puede poner sus manos en la sagrada persona del Príncipe de Gales; por consiguiente, cuando él falla, los golpes me los llevo yo, y eso es lo justo y lo conveniente, porque éste es mi oficio y mi manera de vivir.
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Tom se quedó mirando al muchacho y diciéndose:
«Ésta es cosa peregrina, una extraña y curiosa profesión. Me maravilla que no hayan contratado a un muchacho para que se peine y se vista por mí —¡ojalá lo hicieran!— Si lo hicieran sería capaz de llevarme los azotes en persona, y daría gracias a Dios por el cambio».
Y prosiguió en voz alta:
—¿Y te han pegado, pobre amigo, conforme a la promesa?
—No, señor. Mi castigo fue señalado para el día de hoy, y por fortuna será levantado, por no ser propio de los días de luto que han caído sobre nosotros. Yo lo sé, y por eso me he atrevido a venir para recordar a Vuestra Majestad su graciosa promesa de interceder en mi favor.
—¿Con el maestro, para salvarte de los azotes?
—¡Ah! ¿Lo recuerda Vuestra Majestad?
—Ya ves que mi memoria se enmienda. Tranquilízate, que yo cuidaré de que tu espalda quede libre del castigo.
¡Oh! ¡Gracias, mi buen señor! —exclamó el niño hincando de nuevo la rodilla—. Tal vez he ido demasiado lejos, y no, obstante…
Al ver que Humphrey vacilaba, Tom lo animó diciéndole que estaba «en vena de gracias».
—Entonces lo diré, porque ello está muy cerca de mi corazón. Puesto que no sois ya Príncipe de Gales, sino rey, podréis ordenarlos todo como queráis, sin que nadie os diga que no. Por lo tanto, no es razón que os incomodéis más tiempo con aburridos estudios, sino que queméis los libros y ocupéis vuestro espíritu en cosas menos tediosas. Pero así yo quedaré arruinado, y mis pobres hermanas huérfanas conmigo.
¿Arruinado? Por favor, dime cómo.
—Mis espaldas son mi pan, mi buen señor. Si quedan ociosas, moriré de hambre. Si vos cesáis de estudiar, habré perdido mi empleo, pues no necesitaréis niño de azotes. ¡No me despidáis!
Esta patética angustia conmovió a Tom profundamente. Con regio arranque de generosidad dijo:
—No te desconsueles más, muchacho. Tu oficio será permanente en ti y tu especialidad tuya siempre.
Luego dio al niño un golpecito en el hombro con lo plano de la espada, exclamando:
—Levántate, Humphrey Marlow, Gran Niño de azotes Hereditario de la casa real de Inglaterra. Borra tus pesares. Yo volveré a mis libros y estudiaré tan mal, que en justicia tendrán que triplicarte el salario: ¡de tal manera aumentará el negocio de tu oficio!
El agradecido Humphrey respondió fervorosamente.
—¡Gracias, tú, el más noble de los señores! Tu generosidad de príncipe sobrepuja a los sueños de la fortuna. Ahora seré feliz por el resto de mis días, y toda la casa de Marlow después de mí.
Como Tom tenía bastante ingenio para comprender que era un muchacho que le podría ser útil, animó a Humphrey a que siguiera hablando, y el chico no se hizo de mucho rogar, pues estaba encantado creyendo que ayudaba a la «cura» de Tom, porque siempre, tan pronto como había tratado de recordar la perturbada mente los diferentes pormenores de su experiencia y aventuras en la real sala de escuela y en los demás sitios del palacio, observaba que Su Majestad «recordaba» las circunstancias con toda claridad. Al cabo de una hora, Tom se halló en posesión de muy valiosa información sobre personajes y asuntos de la corte y así resolvió abrevarse a diario en aquella fuente. A este fin daría orden de que admitieran a Humphrey a su regia presencia cada vez que llegara, siempre que la Majestad de Inglaterra no estuviera ocupada con otras gentes.
Apenas había despedido a Humphrey, cuando entró lord Hertford con más zozobras para Tom.
Díjole que los lores del consejo, temiendo que algún informe exagerado de la deteriorada salud del rey pudiera haberse filtrado y divulgado, consideraban prudente y mejor que Su Majestad comenzara a comer en público al cabo de uno o dos días, pues su tez sana y su buen porte, y su andar firme, ayudado por un reposo de su talante y buenas maneras y por la gracia de sus gestos, tranquilizaría el sentir general, en caso de que se hubieran difundido graves rumores, mejor que cualquier otra cosa que pudiera discurrirse.
Procedió luego el conde con mucha delicadeza a instruir a Tom en los usos propios de las ceremonias de Estado, con el pretexto de «recordarle» cosas que él ya sabía; pero con gran satisfacción suya observo que Tom necesitaba muy poca ayuda en ese terreno, ya que se había valido de Humphrey, el cual le había dicho que a los pocos días tendría que empezar a comer en público, cosa que el muchacho sabía por murmuraciones de la corte. Pero Tom guardó para sí estos hechos.
Viendo tan mejorada la memoria real, el conde se aventuró a hacer unas cuantas pruebas; como quien no quiere la cosa, para averiguar hasta dónde había llegado la mejoría. Los resultados fueron felices en los puntos en que subsistía la huella de Humphrey, y en el todo, el conde se sintió muy complacido y animado. Tanto lo estaba, que tomando la palabra dijo con voz llena de esperanza:
—Ahora estoy convencido de que si Vuestra Majestad se digna poner un poco más a prueba su memoria, resolverá el enigma del gran sello; una pérdida que fue ayer de importancia, aunque ya no la tiene hoy, puesto que sus servicios terminaron con la vida de nuestro difunto rey. ¿Quiere Vuestra Majestad dignarse hacer el experimento?
Tom quedose en babia, porque el gran sello era un objeto del que él no tenía el menor conocimiento. Después de un momento de titubear, levantó inocentemente la vista y preguntó:
—¿Cómo era, milord?
El conde se sobresaltó casi imperceptiblemente, diciéndose:
—Su juicio divaga otra vez: Ha sido mala cosa ponerlo a prueba. Y con disimulo encauzó la conversación hacia otros temas, con el propósito de apartar el desdichado sello de los pensamientos de Tom, propósito que consiguió fácilmente.
Al día siguiente llegaron los embajadores extranjeros con sus magníficos séquitos, y Tom los recibió sentado en su trono con debida ceremonia. El esplendor de la escena deleitó su vista y encendió su imaginación, mas como la audiencia fue larga y tediosa, lo mismo que la mayoría de los discursos, lo que empezó como un placer, poco tardó en convertirse en aburrimiento y nostalgia. Tom decía de cuando en cuando las palabras que Hertford ponía en sus labios, y procuraba salir airoso; pero era demasiado novato en tales asuntos y estaba harto desazonado para conseguir algo más que un mediano éxito. Aparentaba un porte bastante regio, pero su mente no alcanzaba a sentirse rey. Y fue grande su alegría cuando la ceremonia terminó.
La mayor parte de aquel día fue un día a pájaros, como él decía en su interior, en trabajos pertenecientes a su real oficio. Aun las dos horas dedicadas a ciertos pasatiempos y recreos regios, fueron para él más bien una carga que otra cosa, pues había sobra de restricciones y de ceremoniosas observancias. No obstante, pasó una hora, en privado, con el «niño de azotes», la cual consideró como una ganancia cierta, puesto que en ella obtuvo diversión, y a la vez, informes útiles.
El tercer día del reinado de Tom Canty llegó y transcurrió lo mismo que los otros; pero en cierto modo se despejó un algo la nube que envolvía al niño, el cual se sintió menos incómodo que al principio. Iba poco a poco acostumbrándose a las circunstancias y al medio que le rodeaba. Dolíanle aún sus cadenas, pero no constantemente, y se daba cuenta de que la presencia y el homenaje de los grandes le afligían y turbaban menos cada hora que pasaba.
A no ser por un solo temor habría mirado sin grave disgustó la proximidad del día cuarto. Era aquel en que debía empezar a comer en público. Habría asuntos más graves en el programa, porque tendría Tom que presidir un consejo en que habría de exponer sus miras y dictar sus órdenes respecto a la política que debería seguirse con varias naciones extranjeras, desperdigadas por todo el mundo; también sería elegido oficialmente Hertford para el importante cargo de lord protector, y otras cosas notables estaban señaladas; mas para Tom todo era insignificante, comparado con la prueba de tener que comer solo, ante una muchedumbre de ojos fijos en él y una multitud de bocas que cuchicheaban comentarios sobre sus actos y sus torpezas, si era tan desdichado que las cometiese.
Pero como nada podía detener la llegada del cuarto día, este vino y encontró alicaído y absorto al pobre Tom, que no podía sacudir su mal humor. Los deberes ordinarios de la mañana le aburrieron más de la cuenta, y una vez más experimentó la pesadumbre de su cautiverio.
Muy avanzado el día estuvo en una sala con una grande audiencia, conversando con el conde de Hertford, y esperando de muy mal ceño la hora señalada para la visita de gran número de encumbrados funcionarios y cortesanos.
Al cabo de un rato, mientras Tom se había acercado a una ventana, pudo ver con interés la vida y el movimiento de la gran vía que pasaba junto a las puertas del palacio (y no con interés ocioso, sino con vehementísimo deseo de su corazón de tomar parte en su bullicio y libertad), de hombres, mujeres y niños de la más baja y pobre condición que se acercaban desordenadamente por esa ancha vía.
—Quisiera saber qué es todo eso —exclamó con toda la curiosidad de un niño ante tal acontecimiento.
—Eres el rey —respondió solemnemente el conde con una reverencia—. ¿Tengo tu venia para obrar?
—¡Oh, sí, con mil amores! —exclamó Tom con alegría. Y añadió para sí con viva satisfacción—: En verdad que el ser rey no es todo aburrimiento, pues conlleva sus compensaciones y sus ventajas.
Llamó el conde a un paje y lo envió al capitán de la guardia con esta orden:
—¡Deténgase a la muchedumbre y pregúntese la causa de ese bullicio! ¡De orden del rey!
Unos segundos más tarde una larga procesión de guardias reales, cubiertos de deslumbrante acero, salió, por las puertas y se formó al través de la vía, frente a la multitud. Volvió un mensajero para decir que la turba iba siguiendo a un hombre, una mujer y una muchacha, que iban a ser ejecutados por delitos contra la paz y la dignidad del reino.