—No estoy aquí para pedirte que rescates a Cyric —repuso Gwydion procurando que el miedo no se reflejara en su voz y contener el temblor de sus manos bajo los guanteletes—. Quiero que nos ayudes a derrocarlo.
Dendar se removió en su lecho de huesos. Dos ojos, grandes y horriblemente amarillos, aparecieron en la penumbra de la cueva.
—¿Derrocarlo? —se extrañó—. ¿Y por qué habría de querer hacer eso? —Sus pupilas partidas se achicaron mientras se acercaba a la boca de la cueva. Sacó la lengua bífida para degustar el aire—. Ah, Gwydion, no esperaba volver a verte..., y menos vestido como un caballero. Bueno, bueno, bueno...
—Si nos ayudas ahora, los dioses te serán propicios de aquí en adelante.
—¿Propicios? —se burló la serpiente con sorna mostrando los colmillos ensangrentados—. Vamos, pequeño espíritu. Yo ya estaba aquí antes que los dioses, y estoy destinada a presenciar el final de todo: el mundo, el universo, todo eso y también los dioses. El panteón no tiene ningún poder sobre mí —bostezó—. Ahora déjame. Ya es bastante difícil dormir con todo el ruido que hay ahí fuera.
—No —replicó Gwydion. Su tono cortante lo sorprendió incluso a él—. El asedio del Castillo de los Huesos debe terminar pronto, antes de que haya más sufrimiento. Todo lo que quiero es que liberes algunas de las pesadillas que has reunido. Déjalas libres para obligar a los engendros a abandonar las murallas.
—No seas ridículo. —Había malicia en su voz sibilante—. ¿Qué me importa a mí el sufrimiento de los muertos?
Gwydion alzó a
Matatitanes
por encima de la cabeza.
—Si es necesario, yo mismo me apoderaré de ellas.
Con estudiada lentitud, la Serpiente Nocturna volvió la cabeza hasta que uno de sus ojos se cernió sobre Gwydion como una luna llena.
—No soy un dragón de cuento de hadas para que puedas amenazarme con ese pincho que llevas. Me insultas si piensas eso.
La advertencia de las palabras de Dendar sonó claramente en los oídos de Gwydion, lo mismo que la callada exigencia de una disculpa. Sin embargo, no depuso su espada ni retrocedió un solo paso para apartarse del umbral de la cueva. Algo en su interior no se lo permitía. En lugar de eso, atacó con
Matatitanes
arrancando una sola escama negra como la noche de la piel de la serpiente.
La escama explotó y se amplió hasta transformarse en una auténtica pesadilla. Fantasmagórico y luminiscente, el terror nocturno se retorció un momento en el aire y luego descendió sobre Gwydion. Se le introdujo en la mente, atrayéndolo hacia un escenario terrorífico:
Una bestia semihumana perseguía a Gwydion por un oscuro callejón. La sombra podía oírla, jadeante, a sus espaldas, podía oír el ruido de sus garras sobre los adoquines a cada paso que daba. La calle estrecha no tenía fin, y las altas paredes que la bordeaban estaban pegajosas de algo... Gwydion sintió un estremecimiento al darse cuenta de que era sangre. En la pared no había puertas, ni ventanas por las que colarse. La única manera de escapar era correr.
¿Correr? La idea hizo sonreír a Gwydion. Y tan pronto como se dio cuenta de que podía huir de la bestia, el callejón se desvaneció de su mente. La pesadilla lo había soltado.
No obstante, el alivio duró poco. Un temblor que removía los huesos se extendió por los vertederos y dio la impresión de que la pendiente cambiaba de forma, que retrocedía, y entonces una sombra monstruosa pasó por encima del caballero.
Dendar había abierto sus enormes fauces.
La Serpiente Nocturna se metió a Gwydion en la boca con un golpe de la lengua. Éste rebotó contra un gigantesco colmillo manchado de sangre cuya punta abrió el peto de su armadura como si se tratara de una tela raída. El colmillo no le tocó la carne, pero el impacto lo lanzó por los aires en una caída incontrolable.
Gwydion aterrizó en el hediondo lodazal que había debajo de la lengua de Dendar. Valiéndose de
Matatitanes
como si fuera una muleta, se puso de pie y sólo consiguió ser derribado de espaldas un momento después, cuando la serpiente trató de impulsar el diminuto bocado garganta abajo. El mundo se elevó y se hundió cuando Dendar echó atrás la cabeza. Su lengua negra no paraba de barrer la oscuridad por encima de él, haciendo que aquel caldo de saliva grasienta y huesos digeridos a medias bañara las piernas de Gwydion.
El miedo hizo presa en él, un miedo que nacía del frío helado que subía del estómago de la serpiente. Ese frío envolvió el corazón de Gwydion, y con él llegó la sensación de algún horror desconocido pero sumamente familiar que lo esperaba en el vientre de la bestia.
Dendar volvió a echar la cabeza hacia atrás. La superficie cenagosa palpitó por debajo de Gwydion haciéndolo rodar hacia atrás unos cuantos pasos. Trató de sujetarse de algo que sobresaliera en la boca de la serpiente, pero los bordes cortantes del peto roto le dificultaban los movimientos. Cada vez que levantaba los brazos, los bordes cortados rozaban contra las grebas.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Gwydion hundió su espada encantada en la superficie blanda en la que apoyaba los pies. A medida que la espada se hundía saltaban chispas que atravesaban la oscuridad, aunque Gwydion casi deseó que le hubieran ahorrado aquella espantosa visión. Trozos de carne de engendros y fragmentos de vísceras lo rodearon. En la ciénaga que tenía bajo los pies se movían cráneos sin ojos que reían ante lo inútil de sus esfuerzos.
No había pretendido que el golpe fuera un ataque, sólo una manera de afirmarse hasta que pudiera trazar un plan. Sin embargo, en cuanto
Matatitanes
pinchó la carne de Dendar un horroroso aullido salió de la garganta de ésta.
Por primera vez, en sus eones de existencia, la Serpiente Nocturna gritó.
La boca de Dendar se llenó de pesadillas como si fueran bilis. Navegaban alrededor de sus enormes colmillos, corrían por los bordes de su lengua bífida. Plateados como la luz de la luna, espectrales y absolutamente silenciosos, los fantasmas descendieron sobre Gwydion. Con sus sucias garras y sus bocas depravadas le desgarraban la armadura. Pieza por pieza, plancha por plancha, fueron arrancándole el blindaje forjado por un dios.
El caballero no podía repeler el ataque, no podía levantar el puño para defenderse del asedio de las horribles visiones. Las pesadillas trataron de arrancarle los dedos. Al ver que no podían, se insinuaron en su mente, infiltrando el miedo que ardía como un fuego fatuo entre sus pensamientos.
Gwydion se precipitaba por un interminable cielo nocturno. A su alrededor estallaban relámpagos silenciosos atravesando el vacío. Nada podría frenar su caída. Jamás. Abrió la boca para gritar, pero también él, como el relámpago, estaba mudo...
Sentía sobre sí el peso de la tierra húmeda. Trataba de mover los brazos pero no podía. No estaba paralizado, sus dedos podían flexionarse un poco, lo suficiente apenas como para sentir que el lodo se apelmazaba a su alrededor, los gusanos y las babosas se arrastraban por el suelo. Lo habían enterrado vivo. Gwydion luchaba, pero eso sólo empeoraba su situación, hacía que la tierra cayera como el puño de un gigante. Entonces llegaron a cientos los pequeños escarabajos carroñeros...
Desde lo alto de una elevada torre, Gwydion vio salir el sol en un cielo azul sobre la pacífica ciudad de Suzail. No había dormido bien la noche anterior, pero ése era el peso de su cargo. Abajo, en las calles, los mercaderes abrían las puertas a los hombres y mujeres que salían a hacer la compra del día. Soldados, Dragones Púrpura de su antiguo regimiento, patrullaban las populosas calles, aunque su presencia no era realmente necesaria, no desde que Gwydion se había convertido en rey del rico y próspero reino. Los niños llenaban los parques y los bulevares con sus alegres gritos, jugaban dando voces..., hasta que la sombra pasó por delante del sol.
Dendar cubrió el cielo y sus oscuras escamas transformaron el día en noche. Se elevó, hinchada con las pesadillas del mundo, y se tragó el sol. Las risas y el alegre bullicio de la ciudad se transformaron en gritos de terror. Las frescas brisas primaverales se convirtieron en el frío de un invierno eterno. El hielo cubrió el puerto, resquebrajando los barcos como si fueran tablas podridas. Se extendió sobre la tierra. Gwydion trató de gritar una advertencia, pero fue inútil; los hombres, mujeres y niños, fueron derrotados, oscuras formas atrapadas en la manta del hielo blanco como la plata.
Cuando el frío aniquilador selló las altas paredes de la torre, Gwydion oyó la risa de Dendar, y su voz sibilante fue arrastrada por el viento que soplaba por encima del mundo muerto. «La última pesadilla con que me alimenté fue la tuya...»
Gwydion temblaba como un niño asustado, pero los fantasmas no querían soltar a
Matatitanes
. Aunque eran horribles, los terrores pertenecían a otros hombres y mujeres.
La Serpiente Nocturna se retorcía de dolor con la espada encantada clavada en las fauces. Volvió a aullar, vomitando más pesadillas. Visiones de hombres moribundos y de lunáticos armados con cuchillos, aislamiento absoluto y multitudes sudorosas, aplastantes, se arremolinaban en torno al caballero, pero al igual que sus hermanos, estos fantasmas silenciosos no conseguían hacer flaquear la voluntad de Gwydion.
Por fin Dendar puso en marcha una búsqueda particular, una pesadilla olvidada que había perseguido a Gwydion durante su vida mortal. A diferencia de las demás visiones, ésta salió decidida de su prisión en las entrañas de la serpiente. Se deslizó, elemental y familiar, directamente hacia el caballero, y los demás horrores se apartaron a su paso como tímidos escolares ante un maestro respetado.
El terror nocturno hundió sus tenebrosos dedos en el corazón de Gwydion, y desde el instante en que la búsqueda se insinuó en su carne, su conexión vital con la espada empezó a debilitarse.
El cenagoso camino conocido como el Camino Dorado se extendía por delante y por detrás de Gwydion. A cada lado del camino de los mercaderes, la otrora hermosa campiña estaba quemada y sin vida, y los cultivos y los pueblos aplastados por los decididos caballos de los bárbaros tuiganos. Los carroñeros, tanto humanos como bestias, rebuscaban entre los escombros algún resto de comida con que alimentarse en la planicie asolada.
Un pequeño grupo de jinetes nómadas estaba reunido en una cresta más adelante, vigilando la vanguardia del andrajoso Ejército de la Alianza del rey Azoun. Gwydion sonrió y se agazapó en el barranco. Todavía no lo habían visto. Bien. Podría volver corriendo y advertir al rey antes de que ejército cayera en una emboscada.
Cuando el joven explorador se volvió, oyó un grito. Miró hacia atrás y vio a los tres tuiganos espoleando a sus monturas que partieron al galope. Los bárbaros atacaban disparando flechas mientras sus caballos volaban por las escarpadas colinas.
A Gwydion el corazón le dio un vuelco y empezó a latir casi el ritmo de los atronadores cascos. Escapar parecía imposible, pero también es cierto que nadie daba un céntimo por él en aquellas carreras del Paseo, cuando consiguió superar a los caballos de la unidad de caballería de lord Harcourt. Eres Gwydion el Veloz, se dijo, y ahora tienes la ocasión de demostrarlo.
Gwydion hizo intención de salir corriendo, pero las piernas se le habían entumecido de la rodilla para abajo y cayó de bruces.
Algunas flechas tuiganas impactaron contra el suelo en torno al impedido explorador, que una vez más miró por encima del hombro. Los bárbaros habían cubierto ya la mitad de la distancia que los separaba de él, y ahora que estaban más cerca pudo ver que los jinetes eran monstruos. Sus rostros eran calaveras de mirada lasciva, sus manos terminaban en garras y estaban cubiertos de una espesa pelambrera como los leones. Las sillas de sus monturas estaban orladas con los cueros cabelludos de los soldados capturados. Al cuello llevaban collares cuyas cuentas eran ojos y lenguas.
Gwydion sabía que estos jinetes no eran sólo heraldos de la muerte. Lo que querían no era su vida, sino su alma.
Con dedos temblorosos, el explorador se arrancó las botas y se arremangó los pantalones. ¿Acaso lo había alcanzado una flecha o lo había paralizado la mordedura indolora de alguna serpiente? No encontró heridas ni en sus pies ni en sus pantorrillas. Se frotó las piernas tratando de hacer que la vida volviera a ellas, pero el entumecimiento se extendió hasta la cadera.
Los monstruos tuiganos estaban casi encima de él. El terreno tembló bajo sus cascos. Gwydion, invadido por oleadas de pánico, trató de mover una pierna, de obligarla a doblarse. Bajo sus dedos, la carne se desprendió de los huesos, blanda y maleable como la arcilla...
La mano izquierda de Gwydion soltó a
Matatitanes
y la derecha empezó a abrirse. En su mente al menos, la batalla estaba perdida. Si no podía correr no había esperanza, no había escapatoria.
Los espectros menores cogieron a Gwydion por las piernas y lentamente fueron tirando de él hacia el pozo infernal que era el estómago de Dendar. Gwydion casi había perdido conciencia de lo grave que era su situación, invadido como estaba del terror familiar de su pesadilla. Ya no se veía cautivo en la boca de la Serpiente Nocturna, no veía a las criaturas espectrales que flotaban a su alrededor. Sólo sabía que las frías manos de la aniquilación se habían apoderado de él y ya no podía escapar.
Entonces, algo se removió en su interior, un feroz rescoldo de esperanza que templó su desfalleciente resolución. No tenía por qué escapar de la batalla, no, no debía huir de la batalla. Su honor exigía plantar cara a la situación. Las otras sombras aplastadas bajo el pie de Cyric exigían lo mismo. Le habían confiado la espada encantada de un dios y él había dado su palabra de usarla debidamente.
Como si pudieran percibir el acero de la resolución renaciendo en el espíritu flaqueante del caballero, las pesadillas redoblaron su ataque. Haciendo frente común con el terror nocturno personal de Gwydion, pusieron todo su empeño en un último intento desesperado de apartarlo de su espada. Los espectros se arremolinaron en torno a sus piernas y brazos. Lo cegaron con sus cabelleras de sombra, lo sofocaron con sus huesudos dedos, pero ni siquiera su poder de otro mundo fue suficiente para obligar a Gwydion a soltar a
Matatitanes
.
Por un momento, Gwydion vio la escena irreal con apabullante claridad, con su vista mucho más potenciada que cualquiera de los sentidos exacerbados del casco de Gond. El escudo de su deber era capaz de hacer a un lado los peores horrores que podían suscitar los fantasmas. En la medida en que se atuviera a su juramento, estaría fuera de su alcance.