El primer hombre de Roma (95 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Así se hizo hace tres días. Saturnino se situó en un extremo riéndose como un tonto —lo que sucede es que no es ningún tonto y no sé qué se traerá entre manos— y Lucio Equitio mirando de hito en hito a aquella vieja apergaminada. Ahenobarbo Pipinna adoptó una postura exageradamente pontifical; cogió a Sempronia por los hombros pero a ella no le gustó nada y se lo sacudió de encima como si fuese una araña peluda y preguntó con voz atronadora: "Hija de Tiberio Sempronio Graco el Viejo y Cornelia Africana, ¿reconocéis a este hombre?"

Por supuesto, ella espetó que no le había visto en su vida y que su queridisimo y amado hermano Tiberio jamás de los jamases habría abierto el tapón de su botella de vino fuera de los sagrados lazos del matrimonio, y que todo aquello era un absurdo. Luego comenzó a apalear a Equitio con su bastón de ébano y marfIl; escena que resultó la pantomima más indignante que puedas imaginar; ojalá hubiese estado presente Cornelio Sila, porque se habría divertido de lo lindo.

Al final, Ahenobarbo Pipinna (¡me encanta este apodo, que se lo ha puesto nada menos que Metelo el Numídico!) tuvo que bajarla a la fuerza de la tribuna de los Espolones, entre gritos y carcajadas del público, mientras Escauro lloraba de risa y aún se contorsionó más cuando Pipinna, el Meneitos y su retoño le reprocharon su frivolidad senatorial.

En cuanto a Lucio Equitio volvió a quedarle libre la tribuna, Saturnino se llegó hasta él y le preguntó si sabía quién era la horrenda anciana. Equitio contestó que no, lo que demuestra o que no había escuchado los clamores de Ahenobarbo presentándola o que mentía. Pero Saturnino le explicó con breves y amables palabras que era su tía Sempronia, la hermana de los Gracos. Equitio puso cara de sorpresa, dijo que en toda su ajetreada vida no había visto a su tía Sempronia y añadió que le extrañaba mucho que Tiberio Graco hubiese contado a su hermana lo de la querida y el hijo en un nidito de amor de una de las haciendas de Sempronio Graco.

La multitud apreció el buen sentido de esta respuesta y circula la alegre creencia de que Lucio Equitio es hijo natural de Tiberio Graco. Y el Senado, y no digamos Ahenobarbo, está que echa chispas. Bueno, menos Saturnino, que se sonríe; Escauro, que se carcajeo, y yo. ¡Adivina lo que yo hago!

 

Publio Rutilio Rufo lanzó un suspiro y estiró la cansada mano, deseando detestar el escribir cartas tanto como Cayo Mario, para no verse impulsado a incluir todos aquellos detalles que marcaban la diferencia entre una misiva de cinco columnas y una de cincuenta y cinco.

 

Y esto, querido Cayo Mario, es definitivamente todo. Si siguiera sentado un rato más se me ocurrirían historias más entretenidas y acabaría quedándome dormido con la nariz en el tintero. Ojalá hubiese un modo mejor —es decir, más tradicionalmente romano— para que conservaras el mando en lugar de tener que presentarte de nuevo al consulado. Y tampoco veo cómo vas a poder obtenerlo. Pero me atrevo a decir que lo conseguirás. Cuídate. Recuerda que ya no eres ningún pollo, sino un perro viejo, así que no te rompas ningún hueso. Te volveré a escribir cuando ocurra algo interesante.

 

Cayo Mario recibió la carta a primeros de noviembre, y ya la tenía dominada para leerla con verdadera fruición, cuando apareció Sila. Prueba de que volvía para quedarse era que se había cortado los larguísimos y caídos bigotes y el cabello. Así, mientras Sila se deleitaba tomando un buen baño, Mario le leyó la carta, alegrándose de tenerle allí para compartir aquella diversión.

Se encerraron en el despacho privado del general y Mario dio orden de que no los molestasen; ni siquiera Manio Aquilio.

—¡Quítate esa maldita torca! —dijo Mario cuando Sila, ya debidamente ataviado al estilo romano, al inclinarse dejó asomar el enorme adorno de oro por la túnica.

Pero Sila meneó la cabeza, sonriendo y acariciando las espléndidas cabezas de dragón que formaban los extremos del círculo casi completo de la torca.

—No, Cayo Mario, creo que voy a llevarla siempre. Un poco bárbara, ¿no?

—No está bien en un romano —masculló Mario.

—Lo malo es que se ha convertido en mi talismán, y no puedo quitármela por si me abandona la buena suerte —replicó Sila, sentándose en un diván con un suspiro de voluptuosidad—. ¡Ah, el placer de sentarse como un hombre civilizado! He estado de juerga sentado en bancos tan duros, que había comenzado a pensar que era un sueño. ¡Qué bien volver a sentir la continencia! Los galos y los germanos lo hacen todo con exceso; comen y beben hasta que se vomitan unos encima de otros o se mueren de hambre porque salen de incursión o a combatir sin ninguna provisión. ¡Ah, pero qué fieros y valientes, Cayo Mario! De verdad, si tuvieran un ápice de nuestra organización y disciplina no podriamos vencerlos.

—Por suerte para nosotros, carecen prácticamente de ambas, y podemos vencerlos. Me imagino qué es lo que quieres decir. Toma, bebe. Es de Falernio.

Sila bebió con fruición pero sin precipitarse.

—¡Ah, el vino, el vino! ¡Néctar de los dioses, consuelo del corazón afligido, reparación para el espíritu! ¿Cómo podría vivir sin él? —Se echó a reír—. ¡No me importa si no vuelvo a ver en mi vida un solo cuerno más o un pichel de cerveza! El vino es cosa civilizada. No te hace eructar, ni peer, ni te infla el vientre; con la cerveza uno se convierte en una cisterna ambulante.

—¿Y Quinto Sertorio? Espero que esté bien.

—Está en camino, pero hemos hecho el viaje por separado. Yo quería hablar contigo a solas, Cayo Mario —respondió Sila.

—Como quieras, Lucio Cornelio —dijo Mario, mirándole con afecto.

—No sé por dónde empezar.

—Pues empieza por el principio. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Cuánto tiempo hace que están en movimiento?

Sila saboreó el vino y cerró los ojos.

—No se denominan germanos y no se consideran un solo pueblo. Son cimbros, teutones, marcomanos, queruscos y tigurinos. La patria de los cimbros y los teutones es una península larga y ancha que hay al norte de Germania, vagamente descrita por algunos geógrafos griegos, que la denominaron Quersoneso Címbrico. Parece que la mitad norte es el país de los cimbros y la mitad que se une al continente de Germania es el de los teutones. Aunque ellos se consideran pueblos distintos, no se aprecian diferencias fisicas en ambos pueblos, si bien el idioma varía algo, pero se entienden.

"No eran pueblos nómadas, pero no conocían la agricultura tal como se da entre nosotros; parece ser que allí el invierno es más húmedo que nevoso y que la tierra produce una estupenda hierba todo el año. Así que vivían del ganado, complementado con avena y centeno. Comen buey, beben leche, algunas verduras, algo de pan negro duro y gachas.

"Luego, hacia la época de la muerte de Cayo Graco, unos veinte años como máximo, sufrieron un año de inundaciones debido a que la gran cantidad de nieve de las montañas hizo crecer sus grandes rios, además de que llovió mucho, hubo tormentas desastrosas y altas mareas, y el océano Atlántico cubrió toda la península. Al retirarse el mar, el suelo tenía excesiva salinidad, no crecía la hierba y los pozos estaban salobres. Entonces construyeron un ejército de carros, reunieron el ganado y los caballos que les quedaban y se pusieron en movimiento en busca de otro país.

Mario escuchaba sus palabras con sumo interés, muy erguido en su asiento y sin preocuparse de la copa de vino.

—¿Todos ellos? ¿Cuántos eran? —inquirió.

—No, no todos. Los viejos y los débiles fueron eliminados y enterrados en grandes túmulos. La migración sólo la emprendieron los guerreros, las mujeres jóvenes y los niños. Yo calculo que la iniciarían unos seiscientos mil, rumbo al sudeste por el valle del gran río que denominamos el Albis.

—Pero yo creo que esa parte del mundo está poco habitada —dijo Mario, frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué no se quedaron en las riberas del Albis?

—¿Quién sabe? —replicó Sila encogiéndose de hombros—. Parece que se pusieron en manos de sus dioses en espera de que alguna señal divina les indicara una nueva patria. Desde luego no parece que encontrasen mucha resistencia al avance, al menos a lo largo del Albis. Finalmente, llegaron al nacimiento del gran río y por primera vez en la memoria de la raza vieron grandes montañas, porque el Quersoneso Címbrico es completamente plano, con terrenos bajos.

—Evidente, si el océano lo anegó —dijo Mario, alzando apresuradamente una mano—. No, no lo he dicho en plan sarcástico, Lucio Cornelio. No soy muy oportuno con las palabras, ni tengo tacto. —Se levantó y sirvió más vino—. Así que las montañas les impresionaron bastante, ¿eh?

—Así es. Sus dioses eran dioses celestes, pero al ver aquellas torres que tocaban el vientre de las nubes, se pusieron a adorar a los dioses que supusieron habitaban bajo las torres y las habían levantado sobre el suelo. Desde entonces no se han alejado mucho de las montañas. En el cuarto año de la migración cruzaron una cuenca alpina y pasaron de la cabecera del Albis a la del Danubius, un río del que sí sabemos más. Allí giraron rumbo al este, siguiendo su curso hacia las llanuras de Geta y Sarmacia.

—Entonces, ¿es que se encaminaban al mar Euxino? —inquirió Mario.

—Eso parece —respondió Sila—. Pero los boyos les cortaron el paso hacia la cuenca norte de Dacia y se vieron obligados a seguir el curso del Danubius por la región en que ese río tuerce bruscamente hacia el sur en Panonia.

—Los boyos son celtas —dijo Mario, pensativo—. Y tengo entendido que celtas y germanos no se mezclan.

—No, claro que no. Pero lo interesante es que en ninguno de los sitios en que los germanos decidieron asentarse lucharon por hacerse con la tierra. Al menor signo de resistencia por parte de las tribus locales, reemprendían la marcha. Luego, en una zona cercana a la confluencia del Danubius con el Tisia y el Savus, se estrellaron con otro muro de celtas, esta vez de escordiscos.

—¡Nuestros enemigos los escordiscos! —exclamó Mario, sonriente—. Bueno, ¿no es consolador saber que nosotros y los escordiscos tenemos un enemigo común?

—Teniendo en cuenta que eso sucedió hace unos quince años —replicó Sila enarcando una ceja— y que no lo sabíamos, poco consuelo es.

—No estoy muy inspirado hoy, ¿verdad? Perdona, Lucio Cornelio. Tú lo has vivido, y yo te escucho emocionado y compruebo que mi lengua dice torpezas —replicó Mario.

—No pasa nada, Cayo Mario, lo comprendo —dijo Sila, sonriendo.

—¡Continúa, continúa!

—Quizá uno de sus principales problemas es que no tenían un jefe digno de ese nombre; ni un plan determinado, por llamarlo de alguna manera. Yo creo que esperaban que llegase el día en que un gran rey les permitiese asentarse en unas tierras deshabitadas.

—Y, claro, los grandes reyes no están muy predispuestos a hacerlo —dijo Mario.

—No. Bueno, el caso es que dieron la vuelta y se dirigieron al oeste —prosiguió Sila—, pero apartándose del Danubius. Primero siguieron el curso del Savus, luego torcieron algo al norte y siguieron por el Dravus hasta su cabecera. Por entonces llevaban ya errantes más de seis años sin detenerse en ningún sitio más que algunos días.

—¿No viajaban en carros? —inquirió Mario.

—Rara vez. Los carros van uncidos al ganado y simplemente los guían, aunque si alguien está enfermo o hay una embarazada a punto de concebir, el carro hace de medio de transporte; pero sólo en esos casos —respondió Sila con un suspiro—. Y, bueno, ya sabemos lo que sucedió después. Penetraron en el Noricum y en las tierras de los taun.

—Quienes pidieron ayuda a Roma, Roma envió a Carbo a enfrentarse a los invasores, y éste perdió su ejército —dijo Mario.

—Y, como siempre, los germanos volvieron grupas en previsión de complicaciones —añadió Sila—. En lugar de invadir la Galia itálica, se dirigieron a las grandes montañas y volvieron al Danubius, ligeramente a la derecha de su confluencia con el Aenus. Los boyos no los dejaban pasar hacia el este y se dirigieron al oeste a lo largo del Danubius a través de las tierras de los marcomanos. Por motivos que no he logrado saber, un buen contingente de marcomanos se unió a los cimbros y teutones en el séptimo año de migración.

—¿Y qué hay de esa tempestad de truenos? —inquirió Mario—. La que interrumpió la batalla entre los germanos y Carbo, y gracias a la cual pudo salvarse parte de las tropas de Carbo. Hay quien dice que los germanos interpretaron la tormenta como señal de ira divina y que eso nos salvó de la invasión.

—Lo dudo —replicó Sila sin inmutarse—. Bueno, sí, cuando estalló la tormenta, los cimbros, que eran los que luchaban contra Carbo por hallarse más próximos a él, huyeron despavoridos, pero no creo que fuese lo que los disuadió de penetrar en la Galia itálica. La verdad parece ser simplemente que no les gusta guerrear para conquistar territorio.

—¡Es fascinante! Y nosotros los consideramos hordas de bárbaros que codician Italia. ¿Y qué pasó a continuación? —inquirió Mario, lleno de interés.

—En esta ocasión remontaron el curso del Danubius hasta el nacimiento. En el octavo año se les unió un grupo de auténticos germanos: los queruscos, que procedían de sus tierras cercanas al río Visurgis, y, en el noveno año, un pueblo de Helvecia llamado los tigurinos, que por lo visto vivían al este del lago Lemanna y que sí son celtas. Igual que, creo, lo son los marcomanos. Sin embargo, tanto los marcomanos como los tigurinos son celtas muy germanizados.

—¿Quieres decir que no sienten repulsa por los germanos?

—¡Mucho menos del rechazo que sienten por sus congéneres celtas! —respondió Sila, sonriente—. Los marcomanos han guerreado con los boyos durante siglos y los tigurinos con los helvecios. Así que yo supongo que al cruzar sus tierras los carros germanos, pensaron que era interesante viajar a tierras desconocidas. Cuando la migración cruzó el Jura hacia la Galia Comata, eran ya más de ochocientos mil.

—Y penetraron en las tierras de los pobres eduos y los ambarres y allí se quedaron —dijo Mario.

—Más de tres años —añadió Sila, asintiendo con la cabeza—. Los eduos y ambarres eran más pacíficos, ¿comprendes? Estaban romanizados, Cayo Mario. Cneo Domicio los había metido en cintura para que nuestra provincia de la Galia Transalpina estuviera tranquila. Y a los germanos empezó a gustarles nuestro rico pan blanco... ¡para untar su mantequilla!, y para mojar en la salsa de buey y acompañar sus horrorosas morcillas de sangre.

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