Mario descendió del estrado curul y dio unos pasos hasta el centro de la cámara.
—¡Quiero ese decreto, padres conscriptos! ¿Me lo concederéis?
Lo había hecho magistralmente. Arrastrado por la fuerza de su oratoria, el Senado en pleno reaccionó como un solo hombre, mientras Metelo el Numídico, Metelo Dalmático, Escauro, Catulo César y otros trataban inútilmente de tomar la palabra.
—¿Y cómo vas a lograr que los terratenientes trigueros acepten el decreto? —inquirió Publio Rutilio Rufo, mientras acompañaba a Mario en la breve distancia a su casa, después de la sesión de la cámara—. Supongo que te das cuenta de que estás pisoteando precisamente al grupo de caballeros y comerciantes de cuyo apoyo más dependes. Todos los favores que les concediste en Africa quedarán en agua de borrajas. ¿Te das cuenta de la cantidad de esos esclavos que son itálicos? ¡Sicilia funciona gracias a ellos!
—Ya tengo a mis agentes trabajando —respondió Mario, encogiéndose de hombros—. Saldrá bien. Además, porque haya estado apartado en Cumas este último mes, no creas que no me he movido. He realizado un estudio y los resultados son bien elocuentes, y muy interesantes. Sí, hay muchos miles de esclavos procedentes de los pueblos itálicos aliados trabajando en las zonas trigueras. Pero en Sicilia, por ejemplo, la gran mayoría de ellos son griegos. Y en Africa haré que el rey Gauda sustituya la mano de obra cuando liberen a los esclavos itálicos. Gauda es cliente mío y no le queda más remedio que avenirse a mis deseos. Cerdeña resulta más dificil, porque allí casi todos los esclavos son itálicos. No obstante, estoy seguro de que al nuevo gobernador, nuestro estimado propretor Tito Albicio, se le puede ganar para mi causa.
—Tiene un cuestor muy arrogante, Pompeyo el Bizco de Picenum —arguyó Rutilio Rufo, poco convencido.
—Los cuestores son como mosquitos —replicó Mario con desdén—, que no saben buscar otros sitios cuando empiezas a darte sopapos en la cabeza.
—No es una observación muy halagüeña para Lucio Cornelio.
—Él es distinto.
—No sé, Cayo Mario —dijo Rutilio Rufo con un suspiro—, no sé. Espero que todo te salga como piensas.
—Viejo cínico —dijo Mario con afecto.
—Viejo escéptico, querrás decir —replicó Rutilio Rufo.
Mario tuvo conocimiento de que los germanos no mostraban intención de dirigirse hacia el sur de la provincia romana de la Galia Transalpina, con excepción de los cimbros, que habían cruzado a la orilla occidental del Rhodanus y se mantenían lejos del territorio romano. Por el informe de su agente supo Mario que los teutones iban errantes por el noroeste y que los turingios, marcomanos y queruscos habían vuelto a asentarse entre los eduos y los ambarres en lo que parecía una situación definitiva. Naturalmente, en el informe se explicaba que ésta podía cambiar en cualquier momento. Pero 800000 personas requerían tiempo para recoger sus pertenencias, los animales y los carros y ponerse en marcha. Cayo Mario no esperaba ver descender a los germanos hacia el sur a lo largo del Rhodanus antes de mayo o junio. Si es que avanzaban.
A Mario no acababa de gustarle aquel informe. Sus hombres estaban ansiosos de entrar en combate, sus legados también y oficiales y centuriones habían trabajado con tesón para lograr una maquina militar perfecta. Aunque Mario sabía desde su regreso en diciembre que había un intérprete germano que aseguraba que los bárbaros estaban divididos por rencillas, estaba convencido de que reanudarían la marcha por la provincia romana. Después de haber aniquilado a un gran ejército romano era lógico y natural que aprovechasen esa victoria e invadieran el territorio que habían ganado por la fuerza de las armas e incluso trataran de asentarse en él. Porque si no, ¿a cuento de qué iniciar la migración y presentar batalla? No tenía sentido.
—¡A mí me resultan un absoluto misterio! —exclamó, irritado y decepcionado, hablando con Sila y Aquilio después de recibir el informe.
—Son bárbaros —dijo Aquilio, que había obtenido el cargo de legado sugiriendo el nombramiento de Mario como cónsul, y ahora estaba deseoso de seguir ascendiendo.
—Sabemos bien poco de ellos —añadió Sila, inopinadamente reflexivo.
—¡Eso es lo que digo yo! —espetó Mario.
—No, me refiero a otra cosa —añadió, dándose una palmada en las rodillas—, pero voy a pensármelo mejor antes de hablar, Cayo Mario. Al fin y al cabo no sabemos qué vamos a encontrarnos al otro lado de los Alpes.
—Eso es algo que tenemos que decidir —dijo Mario.
—¿El qué? —inquirió Aquilio.
—Cruzar los Alpes. Ahora que nos aseguran que los germanos no van a constituir ninguna amenaza antes de mayo o junio como muy pronto, no creo que debamos cruzar los Alpes. Al menos, no por la ruta habitual. Nos pondremos en marcha a finales de enero con un enorme convoy de pertrechos y el avance será lento. Una de las virtudes de Metelo Dalmático en su cargo de pontífice máximo es que es un fanático del calendario y mantiene equiparados los meses con las estaciones. ¿Has notado el frío este invierno? —añadió, dirigiéndose a Sila.
—Ya lo creo, Cayo Mario.
—Yo también. Tenemos la sangre floja, Lucio Cornelio, de tanto tiempo en Africa en que casi no hiela y la nieve sólo se ve en las montañas más altas. Y a las tropas les sucede igual. Si cruzamos los Alpes en invierno por el paso del monte Genava, les afectará profundamente.
—Después de estar de licencia en Campania necesitarán endurecerse —replicó Sila, intransigente.
—¡Ah, sí! Pero no perdiendo los dedos por congelación y el tacto de las manos por los sabañones. Tienen equipo de invierno, pero ¿se lo pondrán esos cunni ariscos?
—Si se les ordena, sí.
—Ya veo que estás decidido a ser duro —dijo Mario—. Muy bien, dejaré de ser razonable y daré órdenes. No vamos a llevar las legiones a la Galia Transalpina por la ruta habitual. Avanzaremos por la costa aunque sea más largo.
—¡Por los dioses, tardaremos una eternidad! —protestó Aquilio.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha viajado un ejército a Hispania o a la Galia por la costa? —preguntó Mario a Aquilio.
—¡Yo ni lo recuerdo!
—¡Pues, ahí está! —replicó Mario en tono triunfal—. Por eso vamos a hacerlo. Quiero saber lo difícil que es, cuánto se tarda, cómo están las calzadas, qué terreno tenemos, todo. Yo llevaré cuatro legiones a marcha ligera y tú, Manio Aquilio, las otras dos más las cohortes suplementarias que hemos logrado formar, escoltando el convoy de pertrechos. Si, cuando marchen hacia el sur, los germanos se dirigen a Italia en vez de a Hispania, ¿cómo sabremos si van a hacerlo por el paso del monte Genava hacia la Galia itálica o si se dirigirán directamente a Roma por la costa? No parece que tengan mucho interés en averiguar cómo pensamos; luego, ¿cómo van a saber que la ruta más rápida y más corta hacia Roma no es por la costa, sino a través de los Alpes por la Galia itálica?
Sus legados se le quedaron mirando.
—Ya veo lo que quieres decir —dijo Sila—. Pero ¿por qué llevar a todo el ejército? Podríamos hacerlo mejor tú y yo con un pequeño escuadrón.
—¡No! —replicó Mario, meneando enérgicamente la cabeza—. No quiero quedar separado de mi ejército por centenares de millas de montañas infranqueables. Donde yo voy, va todo mi ejército.
Y así, a finales de enero, Cayo Mario condujo sus tropas hacia el norte por la vía costera Aurelia, sin dejar de tomar notas durante todo el camino y de enviar breves cartas al Senado indicando las reparaciones que había que efectuar en determinados tramos de la calzada, los puentes que había que construir o reforzar y los viaductos que tender o reparar.
Decía en una carta:
Esto es Italia, y todas las rutas que llevan al norte de la península, a la Galia itálica y Liguria, deben estar en perfectas condiciones para no lamentarlo en un futuro.
En Pisa, donde el río Arnus desemboca en el mar, el ejército pasó de Italia propiamente dicha a la Galia itálica, que era una zona de lo más extraño, no denominada oficialmente provincia ni con gobierno como el resto de Italia. Era una especie de limbo. De Pisa hasta Vada Sabatia, la calzada era totalmente nueva aunque sin acabar; era obra de Escauro cuando había sido censor y se llamaba la Via Emilia Scauri. Mario escribió a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, lo siguiente:
Es de alabar vuestra previsión; yo considero la Via Emilia Scauri uno de los principales factores complementarios de defensa de Roma e Italia desde que se abrió el paso del monte Genava, y de eso ya hace mucho tiempo, si tenemos en cuenta que el propio Aníbal lo utilizó. El ramal a Dertona es vital estratégicamente, ya que constituye la única ruta a través de los Apeninos ligures entre el Padus y la costa del Tirreno, que es la costa de Roma.
Los problemas son enormes. He hablado con vuestros ingenieros, que son muy competentes, y me place transmitiros su petición de recabar más fondos para aumentar la mano de obra en este tramo. Requiere algunos de los viaductos más altos y más largos concebibles de estructura más parecida a la de los acueductos que a la de puentes viarios. Afortunadamente hay canteras próximas para extraer la piedra, pero la reducidísima mano de obra retrasa el ritmo a que yo estimo debe efectuarse la obra. Con todo respeto, os requiero a que os sirváis de vuestro enorme prestigio para obtener el dinero del Senado y del Erario y activar la construcción. Si se pudiera terminar a finales del verano, Roma estaría más tranquila pensando que con cincuenta simples millas de carretera ahorraría centenares de marcha a sus ejércitos.
—Ahí está —dijo Mario a Sila—. ¡Para que el viejo esté ocupado y contento!
—Ya lo creo —añadió Sila, sonriente.
La Via Emilia Scauri acababa en Vada Sabatia y a partir de allí no existía calzada romana, sino una pista de carros que seguía el terreno más fácil por una zona de altas montañas costeras.
—Vas a arrepentirte de elegir esa ruta —dijo Sila.
—Al contrario, me complace seguirla. Podré observar los millares de puntos en que es posible una emboscada, y no entiendo por qué nadie en su sano juicio la utiliza para ir a la Galia Transalpina. Ahora entiendo por qué Publio Vagienio, que es de estos lugares, es capaz de escalar un farallón y encontrar sus caracoles y me doy cuenta de que no tenemos por qué temer que los germanos opten por esta ruta. Sí, puede que comiencen a avanzar por la costa, pero al cabo de un par de días, sus avanzadillas a caballo retrocederán para disuadirlos de seguir adelante. Si para nosotros es difícil, para ellos resulta imposible. ¡Estupendo!
Mario se volvió hacia Quinto Sertorio, quien, a pesar de su juventud, gozaba de una posición privilegiada ganada por méritos.
—Quinto Sertorio, muchacho, ¿dónde crees que debe encontrarse el convoy de pertrechos?
—Yo diría que entre Populonia y Pisa, dadas las malas condiciones de la Via Aurelia —contestó Sertorio.
—¿Cómo está tu pierna?
—No en muy buenas condiciones para ir hasta allá a caballo —respondió el joven Sertorio, que siempre se anticipaba al pensamiento de Mario.
—Pues búscame tres hombres que estén en condiciones y envíalos con esto —dijo Mario, señalándole unas tablillas de cera.
—Vas a enviar el convoy de pertrechos por la Via Cassia hasta Florencia, después por la Via Annia a Bononia y luego a través del paso del monte Genava... —dijo Sila, con un suspiro de alivio.
—Podemos necesitar todas esas vigas, tornillos y grúas —dijo Mario, imprimiendo su sello anular sobre la cera y cerrando las bisagras de la tablilla—. Toma. Y asegúrate de que la cierran bien y la vuelven a sellar —añadió, dirigiéndose a Sertorio—. No quiero que nadie fisgue en las órdenes. Y que las entreguen en mano a Manio Aquilio, ¿entendido?
Sertorio asintió con la cabeza y abandonó la tienda de mando.
—En cuanto a este ejército, vamos a hacerle trabajar conforme avanza —dijo Mario a Sila—. Envía a los agrimensores en avanzadilla, que vamos a hacer una pista decente, ya que no una calzada.
En Liguria, igual que en otras regiones en las que las montañas estaban llenas de precipicios y eran escasas las tierras cultivables, la población se dedicaba principalmente a la cría de ganado y al pastoreo, o al bandidaje y la piratería; o, como Publio Vagienio, se enrolaban en las legiones auxiliares y fuerzas de caballería de Roma. En todos los puntos en que Mario veía barcos y pueblecitos en una rada y consideraba que los barcos eran más de piratería que de pesca, quemaba barcos y casas, dejaba a las mujeres, a los viejos y a los niños y se llevaba a los hombres a trabajar para mejorar la carretera. Mientras, los informes de Arausio, Valentia, Vienne y hasta de Lugdunum daban a entender a las claras que no iba a haber enfrentamiento con los germanos aquel año.
A principios de junio, tras cuatro meses de marcha, Mario llegó con sus legiones a las grandes llanuras costeras de la Galia Transalpina y se detuvo en un buen terreno entre Arelate y Aquae Sextiae, cerca de la ciudad de Glanum, al sur del río Druentia. Su convoy de pertrechos había llegado antes que él, tras una marcha de tres meses y medio.
Eligió el emplazamiento del campamento con sumo cuidado, lejos de terrenos de labor. Era una amplia colina con laderas rocosas y escarpadas por tres lados y varias fuentes en la cumbre, mientras que el cuarto lado no era ni demasiado abrupto ni demasiado angosto para impedir la rápida entrada y salida de tropas.
—Aquí vamos a vivir en los meses venideros —dijo con gesto de satisfacción—. Vamos a convertirlo en Carcasso.
Ni Sila ni Manio Aquilio hicieron ningún comentario, pero Sertorio no se contuvo.
—¿Y es necesario? —inquirió—. Si crees que vamos a quedarnos aquí muchos meses, ¿no sería mucho más fácil alojar a las tropas en Arelate o Glanum? ¿Por qué acampar aquí? ¿Por qué no buscar a los germanos y enfrentarnos a ellos antes de que lleguen hasta aquí?
—Bien, joven Sertorio, por lo visto los germanos se han dispersado. Los cimbros, que parecían dispuestos a seguir hacia el oeste del Rhodanus, han cambiado ahora de idea y se dirigen, por el oeste de la Cebenna, a Hispania, es de suponer que a través de las tierras de los arvernos. Los teutones y tigurinos han dejado las tierras de los eduos y se han asentado entre los belgas. Al menos eso dicen los informes, aunque, en realidad, creo que son suposiciones.
—¿Y no podemos comprobarlo? —inquirió Sertorio.