—Bien, eso creo que puede hacerse —dijo Filipo, animado.
—Muy bien. El día en que la ley entre en vigor, haré que mis banqueros depositen medio millón de denarios a vuestro nombre de tal modo que a mí no se me vincule para nada a vuestro cambio de fortuna —dijo Mario.
—Cayo Mario, tenéis a vuestra disposición un tribuno de la plebe —dijo Filipo, poniéndose en pie y extendiendo la mano—. Y lo que es más, seguiré siendo vuestro servidor durante toda mi carrera política.
—Me alegra oírlo —dijo Mario, estrechándole la mano. Pero nada más cruzar Filipo la puerta, pidió agua tibia y se lavó las manos.
—Que emplee el soborno no quiere decir que me gusten los que soborno —dijo Mario a Publio Rutilio Rufo cuando éste llegó a Cumas cinco días más tarde.
—Bueno, desde luego, cumplió su palabra —replicó Rutilio Rufo, poniendo cara de resignación—. Promulgó tu modesta ley agraria como si fuese cosa enteramente suya y la defendió con tal lógica que nadie pensó en hacer objeción alguna. Es muy listo ese Filipo, aunque algo rastrero. Se apuntó laureles de patriota diciendo a la Asamblea que pensaba que una parte nimia e insignificante de las vastas tierras africanas debían reservarse, depositarlas en una especie de banco es la expresión que empleó, para el uso futuro del pueblo romano. Entre tus enemigos, hubo incluso quienes pensaron que sólo lo hacía por irritarte, y la ley se aprobó sin la menor réplica.
—¡Estupendo! —dijo Mario, con un suspiro de alivio—. De momento, tengo la seguridad de que esas islas quedan a mi entera disposición. Necesito más tiempo para demostrar la valía de la legión de proletarios antes de proceder a premiarlos con una parcela como retiro. Ya te imaginas el comentario: al soldado romano de antes no hacía falta sobornarle con el regalo de tierras, ¿por qué ha de dársele al nuevo soldado un trato preferencial? —añadió encogiéndose de hombros—. Bueno, basta de ese asunto. ¿Qué novedades hay?
—He aprobado una ley que permite al cónsul nombrar tribunos de la plebe suplementarios sin celebrar elección en casos de verdadera urgencia para el Estado —dijo Rutilio.
—Siempre pensando en el futuro. ¿Y has elegido alguno conforme a dicha ley?
—Veintiuno. El mismo número de los que perecieron en Arausio.
—¿Incluido?
—El joven Cayo Julio César.
—¡Esa si que es una buena noticia! Casi todas las de parientes no lo son. ¿Recuerdas a Cayo Lusio? ¿El que se casó con Gratidia, la hermana de mi cuñado?
—Vagamente. ¿De Numancia?
—Ese. ¡Menudo tipo! Pero muy rico. Bien, pues tuvieron un hijo que ahora tiene veinticinco años, y me han suplicado que lo lleve conmigo a la guerra contra los germanos. Yo no conozco al barbián, pero he tenido que aceptar, porque si no mi hermano Marco no me habría dejado en paz.
—Hablando de tus numerosos parientes, te complacerá saber que el joven Quinto Sertorio está en Nersia con su madre y estará recuperado para acompañarte a la Galia.
—¡Estupendo! También Cota vuelve a la Galia este año, ¿eh?
—¡Por favor, Cayo Mario! —replicó Rutilio Rufo—. ¿Tú crees que un ex pretor con cinco senadores sin relevancia para razonar con los de la alcurnia de Cepio...? Pero yo conocía a Cota, mientras que Escauro, Dalmático y el Meneítos no le conocían. A mi no me cabe la menor duda de que entre lo salvable estaba Cota.
—¿Y Cepio, ya ha vuelto?
—Con el agua al cuello, pero se debate como puede para mantenerse a flote, no creas. Yo pienso que, con el tiempo, se las arreglarán para que le llegue a la nariz. Hay una corriente popular de animadversión contra él, y sus amigos de las primeras filas casi no pueden evitarlo.
—¡Estupendo! Deberían meterle en el Tullianum y dejarle morir de hambre dijo Mario, tajante.
—Después de hacerle cortar leña para ochenta mil piras funerarias —añadió Rutilio Rufo con aviesa sonrisa.
—¿Y qué hay de los marsos? ¿Se apaciguan?
—¿Te refieres al proceso por daños y perjuicios? La cámara pasó el contencioso a los tribunales, claro, pero no se ganó con ello amistades para Roma. El comandante de la legión marsa, que se llama Quinto Popedio Silo, vino a Roma decidido a comparecer como testigo, y me imagino que no adivinas quién estaba dispuesto a testificar también —dijo Rutilio Rufo.
—Pues no, no lo adivino. ¿Quién? —respondió Mario, sonriente.
—Nada menos que mi sobrino el joven Marco Livio Druso. Por lo visto se conocieron después de la batalla, porque la legión de Druso estaba en primera línea junto a la de Silo. Para Cepio fue un golpe cuando mi sobrino, que es yerno suyo, inscribió su nombre para testificar en un caso directamente relacionado con su conducta en el campo de batalla.
—Es un cachorro con dientes afilados —dijo Mario, recordando al joven Druso en el Foro.
—Ha cambiado mucho desde Arausio —añadió Rutilio Rufo—. Es como si se hubiera hecho mayor.
—Así Roma tendrá alguien de valía para el futuro —dijo Mario.
—Yo creo que sí, pero es que he advertido un profundo cambio en todos los supervivientes de Arausio —añadió Rutilio Rufo, entristecido—. ¿Sabes que aún no han podido recuperar a todos los soldados que escaparon cruzando el Rhodanus a nado? Ni creo que los recuperen.
—Yo los encontraré —aseguró Mario—. Son del censo por cabezas, lo que significa que yo soy responsable.
—Eso le incumbe a Cepio, naturalmente —dijo Rutilio Rufo—. Pero él trata de achacar la responsabilidad a Cneo Malio y a la escoria del censo por cabezas, como llama a ese ejército. A los marsos no les gusta nada que les llamen censo por cabezas, y a los samnitas tampoco; además, mi sobrino Marco Livio ha manifestado en público bajo juramento que los proletarios nada tuvieron que ver en la derrota. Es un buen orador y sabe moverse en la tribuna.
—¿Y cómo es que siendo yerno de Cepio le critica? —inquirió Mario, curioso—. Yo me imaginaba que hasta a los más contrarios a Cepio les horripilaría tal falta de lealtad familiar.
—El no critica a Cepio... al menos directamente. En realidad es muy limpio. ¡No dice nada en contra de Cepio! Lo único que hace es rechazar la acusación de Cepio de que la derrota fue por culpa del ejército de proletarios de Cneo Malio. Pero he observado que el joven Marco Livio y el hijo de Cepio ya no están tan unidos como antes, y es un gran inconveniente porque Cepio hijo está casado con mi sobrina, la hermana de Druso —dijo Rutilio Rufo.
—¿Y qué puedes esperarte si todos tus malditos nobles se empeñan en casarse con sus respectivas primas en vez de incorporar sangre nueva? —inquirió Mario, encogiéndose de hombros—. Bueno, basta de eso. ¿Alguna otra noticia?
—Unicamente sobre los marsos; mejor dicho, los aliados itálicos. Se nos ponen las cosas mal, Cayo Mario. Como sabes, hace meses que intento reclutar soldados, pero los aliados itálicos se niegan a colaborar. Cuando les pedí el censo por cabezas itálico, ya que insisten en que no quedan propietarios con edad de ir a filas, me dijeron que tampoco les quedan proletarios.
—Pero hay población agrícola; supongo que es posible —adujo Mario.
—¡Bobadas! Son braceros, pastores, mano de obra migrante, menestrales... lo que abunda en toda comunidad agrícola. Pero los aliados itálicos repiten que no hay proletarios. ¿Por qué?, les he preguntado yo en una carta, y me responden que todos los itálicos que habrían podido figurar en el censo por cabezas son ahora esclavos romanos, casi todos ellos llevados por deudas de cautiverio. ¡Oh, es muy grave! —dijo Rutilio Rufo—. Todos los pueblos itálicos han dirigido acerbas cartas al Senado protestando por el tratamiento que les da Roma; no sólo la Roma oficial, sino los ciudadanos romanos con posiciones de poder. Los marsos, los pelignos, los picentinos, los úmbricos, los samnitas, los apúleos, los lucanos, los etrurios, los marrucinos, los vestinos... ¡todos, Cayo Mario!
—Bueno, ya sabemos que hacía tiempo que se veía venir el problema —dijo Mario—. Espero que la amenaza general de los germanos sirva de aglutinante para toda la península.
—Yo no lo creo —replicó Rutilio Rufo—. Todos esos pueblos alegan que Roma ha mantenido tanto tiempo fuera de sus hogares a esos propietarios, que sus granjas y negocios han caído en la ruina por falta de atención, y que los que han tenido la suerte de sobrevivir sirviendo militarmente a Roma se encuentran endeudados con terratenientes romanos o negociantes de ciudadanía romana. Y alegan que por eso Roma tiene ahora su censo por cabezas a guisa de esclavos diseminados por todo el Mediterráneo. Y añaden que más que nada se hallan en Africa, Cerdeña y Sicilia, que es donde Roma necesita esclavos con experiencia agrícola.
Mario comenzó también a inquietarse.
—No tenía ni idea que las cosas hubiesen llegado a tal extremo —dijo—. Yo tengo también muchas tierras en Etruria y en ellas se incluyen numerosas granjas confiscadas por deudas. Pero ¿qué otra cosa puede hacerse? Si no hubiese comprado las granjas, habrían ido a parar a manos de Metelo o de su hermano Dalmático. Yo heredé propiedades en Etruria de la familia de mi madre Fulcinia y por eso he concentrado mis bienes en Etruria. Pero, sí, el caso es que allí soy un gran terrateniente.
—Y apostaría algo a que no sabes lo que hicieron tus administradores con los hombres de las granjas confiscadas —dijo Rutilio.
—Cierto, no lo sé —respondió Mario con aire molesto—. No tenía idea de que tuviésemos tal número de esclavos itálicos. ¡Eso es como esclavizar romanos!
—Eso también lo hacemos con los romanos que incurren en deudas.
—Cada vez menos, Publio Rutilio.
—No digo que no.
—Ya me ocuparé de las quejas de los itálicos cuando asuma el cargo —dijo Mario con decisión.
La insatisfacción de los itálicos se mantuvo amenazadora como fondo durante aquel diciembre, centrada en las tribus guerreras de las tierras de la meseta central detrás de los valles del Tíber y el Lirís, encabezada por los marsos y los samnitas. Pero había otros movimientos latentes, en contra de los privilegios de la nobleza romana y generados por otros nobles romanos.
Efectivamente, los nuevos tribunos de la plebe eran muy activos. Resentido porque su padre fuese uno de los generales incompetentes más odiados del momento, Lucio Casio Longino sometió a discusión una sorprendente ley en una reunión contio de la Asamblea de la plebe; todos aquellos a quienes la Asamblea hubiese despojado de su imperium, debían perder también su puesto en el Senado. Aquello era declarar la guerra a Cepio en venganza. Ya que, naturalmente, se asumía que Cepio, si se le juzgaba por traición según el sistema en vigor, resultaría absuelto, pues gracias a su poder y su riqueza, contaba con el apoyo de numerosos caballeros de la primera y segunda clase, mientras que la ley de la Asamblea de la plebe que le despoja de su puesto en el Senado era algo muy distinto, y a pesar de la tenaz oposición de Metelo el Numídico y sus colegas, el proyecto tenía buenos visos de convertirse en ley. Lucio Casio no quería que le afectara el odio a que se había hecho acreedor su padre.
Y en aquel momento estalló la tormenta religiosa, sobreponiéndose por su furia a todas las demás consideraciones. Era algo inevitable por su aspecto cómico, dada la complacencia romana por el ridículo. Cuando Cneo Domicio Ahenobarbo cayó muerto en la tribuna de los Espolones durante la polémica por la candidatura in absentia de Cayo Mario al consulado, dejó inevitablemente un cabo sin atar. El era un pontífice, un sacerdote de Roma, y con su muerte se producía una vacante en el colegio de pontífices. En aquel momento, el pontífice máximo era el anciano Lucio Cecilio Metelo Dalmático, y entre los sacerdotes se contaban Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, Publio Licinio Craso y Escipión Nasica.
Los nuevos sacerdotes los nombraba el colegio, llenando la vacante de un plebeyo con un plebeyo y de un patricio con un patricio; los colegios de sacerdotes y de augures generalmente se componían de plebeyos y patricios por igual, y, según la tradición, el nuevo miembro designado debía pertenecer a la familia del fallecido para que así el cargo de sacerdote y de augur pasase de padres a hijos, de tío a sobrino o de primo a primo. Había que conservar el honor y la dignitas de la familia. Y, naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ya cabeza de su rama familiar, esperaba ser nombrado en sustitución de su padre.
Pero existía un problema, y se llamaba Escauro. Cuando el colegio de pontífices se reunió para proceder a la elección del nuevo miembro, Escauro anunció que él no era partidario de que al finado Ahenobarbo le sustituyera su hijo. Una de las razones que no manifestó, aunque subyacía a todo lo que alegó y estaba bien patente en el ánimo de los trece sacerdotes que le escuchaban, era que Cneo Domicio Ahenobarbo había sido un individuo terco, irascible e intratable que había engendrado un hijo aún peor. A ningún noble romano le importaba la idiosincrasia de los de su clase y todos estaban dispuestos a admitir una amplia gama de rasgos de carácter poco admirables, a condición, claro, de que no prevaleciese la opinión del indeseado. Pero los colegios sacerdotales eran entidades de relaciones muy cerradas y se reunían en el reducido recinto de la Regia, el pequeño despacho del pontífice máximo; y el joven Ahenobarbo sólo tenía treinta y tres años. Para los que, como Escauro, habían aguantado a su padre tantos años, la perspectiva de tener que soportar al hijo era insufrible. Por suerte, Escauro contaba con dos buenas razones que exponer a sus colegas para que no cedieran el cargo a Ahenobarbo hijo.
La primera era que al morir Marco Livio Druso el censor, el cargo sacerdotal no había sido para su hijo, que por entonces contaba diecinueve años, por considerársele excesivamente joven. La segunda, que el joven Marco Livio Druso de pronto había dado muestras alarmantes de querer abandonar su legado natural de profundo conservadurismo, y a Escauro le parecía que si se le daba el cargo paterno, eso le haría volver al redil del vínculo tradicional de sus antepasados. Su padre había sido un tenaz enemigo de Cayo Graco, pero, sin embargo, por el modo en que se conducía en el Foro, el joven Druso parecía un Cayo Graco. Existían circunstancias límite, arguyó Escauro, y, sobre todo, el trauma de Arausio. Por consiguiente, ¿qué mejor alternativa que elegir al joven Druso para sustituir a su padre?
Los otros trece sacerdotes, incluido Dalmático, pontífice máxímo, consideraron que era una magnífica solución al dilema de Ahenobarbo, y más teniendo en cuenta que el finado había reservado un cargo de augur para su hijo Lucio poco antes de morir. La familia no podría argüir que quedaba indignamente despojada de influencia sacerdotal.