Mario levantó la vista del rollo con expresión eufórica.
—¿Qué te parece, Lucio Cornelio, ese mandato del pueblo? ¡Cónsul por segunda vez y ni siquiera sabía que me presentaba! —añadió levantando los brazos como si quisiera tocar las estrellas—. Llevaré a Roma a Marta la adivina. ¡Verá con sus propios ojos mi triunfo y la toma de posesión el mismo día, Lucio Cornelio! Porque acabo de tomar una decisión: celebraré mi triunfo el día de Año Nuevo.
—Y saldremos para la Galia —añadió Sila, mucho más interesado en esa perspectiva—. Es decir, si me llevas, Cayo Mario.
—¡Querido amigo, no podría pasarme sin ti! ¡Ni sin Quinto Sertorio!
—Acaba la carta —dijo Sila, pensando que necesitaba más tiempo para asimilar aquellas noticias tan asombrosas antes de tratarlas más detenidamente con Mario.
Así que, cuando nos veamos, Cayo Mario, será para traspasarte los poderes del cargo. Ojalá pudiera decir que estoy totalmente satisfecho conmigo mismo. Por el bien de Roma era vital que te diesen el mando en la guerra contra los germanos, pero ¡ojalá se hubiera podido hacer de un modo más ortodoxo! Pienso en los enemigos que se sumarán a los que ya tienes, y tiemblo. Has provocado muchos cambios en la maquinaria de producción legislativa. Sí, ya sé que todos han sido necesarios para mantenerte, pero, como decían los griegos de Odiseo, la hebra de su vida era tan fuerte que rozaba todas las otras hasta romperlas. Creo que Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, tiene cierta razón de su parte en la actual situación, porque a él no se le puede imputar la intolerancia tan estrecha de miras del Numídico. Escauro ve, igual que yo, cómo van desapareciendo los antiguos métodos romanos. Yo entiendo que Roma se está cavando su propia fosa, y que si se pudiera confiar en el Senado para que te dejase enfrentarte con los germanos a tu manera, serían innecesarias esas sorprendentes medidas nuevas, extraordinarias y poco ortodoxas. Pero me duele, no obstante.
La voz de Mario no temblaba ni vacilaba, decidido como estaba a leerle toda la carta a Sila, pese a que la conclusión no fuese tan halagadora y disminuyese su gran contento.
—Ya queda poco —dijo—. Voy a acabarla.
Tengo que añadir, para terminar, que tu candidatura disuadió a todos los partidarios del honor y la alcurnia; algunas personas decentes que habían inscrito su nombre como candidatos, lo retiraron. Igual hizo Quinto Lutacio Catulo César, diciendo que contigo colaboraría con menos ganas que con su perro. En consecuencia, tu colega consular será elegido a suertes. Lo que no debe desanimarte más de lo debido, porque estoy seguro de que no te dará guerra. Sé que estás deseando saber quién es, pero sólo te diré de él que es venal, aunque creo que eso ya lo sabes. ¿Su nombre? Cayo Flavio Fimbria.
—¡Ah, le conozco! —dijo Sila con desdén—. Un habitual de los lupanares de una Roma que era la mía, no la suya. Y más torcido que la pata de atrás de un perro —añadió mostrando los blancos dientes—. Lo que quiere decir, Cayo Mario, que no le dejes alzar esa pata y mearte.
—Daré un buen salto rápido de lado —contestó Mario muy serio, extendiendo la mano hacia Sila, que la estrechó—. Lucio Cornelio, hagamos la promesa de vencer a los germanos. Tú y yo.
El ejército de Africa, con su comandante al frente, zarpó de Utica rumbo a Puteoli a finales de noviembre, en medio de una gran animación. La mar estaba en calma para aquella época del año y ni el Septentrio ni el Corus, o viento noroeste, entorpecieron la travesía. Y eso era exactamente lo que Mario esperaba; su carrera iba viento en popa, la Fortuna estaba a sus órdenes igual que sus soldados. Además, Marta, la adivina siria, le había vaticinado un viaje tranquilo. Iba con él en la nave insignia, rebosando reverencias y cacareos desdentados, parecida a un saco de huesos, que los marineros, siempre supersticiosos, miraban con recelo y esquivaban temerosos. El rey Gauda no había querido dejarla marchar, pero ella se había sentado en el suelo de mármol frente al trono para echar mal de ojo al monarca y a toda la casa real. Tras lo cual todo fueron prisas porque se marchase.
En Puteoli, Mario y Sila fueron recibidos por uno de los recién nombrados cuestores del erario, un hombre muy enérgico, ansioso por ver el estadillo del botín, pero no por eso menos deferente. A Mario y a Sila les complació colaborar amablemente y, como tenían unos registros contables irreprochables, todo fueron sonrisas. El ejército acampó en las afueras de Capua, rodeado de nuevos reclutas entrenados por los gladiadores alistados por Rutilio Rufo, a quienes secundaban los veteranos centuriones de Mario. Lo lamentable, sin embargo, era la escasez de nuevos reclutas. Italia era un pozo seco y la situación no mejoraría hasta que hubiese una nueva generación de hombres de diecisiete años lo bastante numerosa para nutrir las filas. Hasta el censo por cabezas estaba exhausto, al menos entre los ciudadanos romanos.
—Dudo mucho que el Senado apruebe el reclutamiento de proletarios itálicos —dijo Mario.
—No les queda otro remedio —añadió Sila.
—Cierto. Si les presiono; pero en este momento no me interesa, ni le interesa a Roma, presionarlos.
Mario y Sila se separaban hasta el día de Año Nuevo. Sila, por supuesto, podía entrar en la ciudad, pero Mario, investido aún con el imperium proconsular, no podía cruzar el límite sagrado de la ciudad sin perderlo. Así pues, Sila se marchaba a Roma y Mario a su villa de Cumas.
El cabo Misenum constituía la impresionante lengua de tierra al norte de la llamada bahía de Crater, un enorme y seguro fondeadero dotado de buenos puertos como Puteoli, Neapolis, Herculaneum, Stabiae y Surrentum. Una tradición inmemorial decía que la bahía había sido un volcán gigantesco que había explotado dejando entrar al mar. Aún era evidente la actividad volcánica, pues los Campos de Fuego iluminaban amenazantes por las noches los cielos más allá de Puteoli por efecto de las llamas que surgían de las grietas del suelo y había por doquier charcos de barro con burbujas hirvientes y llamativos restos amarillos de incrustaciones azufrosas con encrespados chorros gaseosos que crecían y disminuían. Y, además, estaba el Vesuvius, una abrupta montaña rocosa de muchos miles de pies, de la que se decía que había sido un volcán activo, aunque nadie sabía en qué época, pues el Vesuvius dormía apaciblemente desde los tiempos de la historia.
A ambos lados del estrecho cuello del cabo Misenum había dos pequeñas ciudades y una serie de misteriosos lagos. En la parte externa estaba Cumas y en el lado de la bahía, Baiae; los lagos eran de dos clases: uno con agua sumamente pura y cálida, ideal para el cultivo de ostras, y otro de agua muy caliente con leves ondas de vapores sulfurosos. De todas las localidades marítimas a las que los romanos acudían a descansar, Cumas era la más lujosa, mientras que Baiae estaba prácticamente sin explotar. De hecho, más parecía irse convirtiendo en una piscifactoría comercial por mano de media docena de entusiastas que se dedicaban al cultivo de ostras, dirigidos por el patricio arruinado Lucio Sergio, quien esperaba recuperar la fortuna familiar produciendo y enviando ostras a los epicúreos y gastrónomos romanos más pudientes.
La villa de Mario en Cumas se hallaba situada sobre un gran acantilado que dominaba una panorámica con las islas de Aenaria, Pandataria y Pontia, tres picos con pendientes y llanuras perdidos en la lejanía, a guisa de cumbres que surgieran de un plano de neblina azul tenue. En aquella villa aguardaba Julia a su esposo.
Hacía más de dos años y medio que no se habían visto; Julia ya casi tenía veinticuatro años y Mario cincuenta y dos. Este sabía que ella anhelaba volver a verle, porque había viajado de Roma a Cumas en una época del año en que son frecuentes las tempestades por mar, mientras que en Roma se está estupendamente. La costumbre le impedía viajar constantemente acompañando a su esposo, en particular si éste cumplía cualquier clase de encargo público. No podía acompañarle a las provincias, ni en ninguno de sus viajes por Italia, a menos que él la invitase formalmente, y estaban mal vistas esas invitaciones. En verano, cuando las esposas de los nobles romanos se retiraban a una localidad marítima, ellos iban a acompañarlas siempre que podían pero hacían el viaje separados; y si pasaban unos días en la granja o en una de las villas de las afueras de Roma, raras veces las llevaban a ellas.
Julia no era precisamente recelosa; había estado escribiendo a Mario una vez a la semana durante su ausencia y éste había correspondido con la misma regularidad. Ninguno de los dos era dado al chismorreo, por lo que su correspondencia tendía a ser breve y ceñida a los asuntos familiares, pero sí que estaba llena de afecto y cariño. Naturalmente que a ella no le importaba que hubiera habido otras mujeres en su larga ausencia, y Julia era demasiado bien educada y formada para ocurrírsele preguntar, ni esperaba que él se lo dijese por iniciativa propia. Eran cosas que formaban parte del mundo de los hombres y en las que no se inmiscuía una esposa. En ese aspecto, como su madre Marcia había tenido la prevención de advertirle, tenía la suerte de estar casada con un hombre treinta años mayor que ella, con un apetito sexual —decía Marcia— más contenido que el de un hombre joven, del mismo modo que sería mucho mayor su placer al volver a ver a su esposa.
Pero ella le había echado de menos dolorosamente, no por el simple hecho de que le amaba, sino porque, además, Mario la complacía. De hecho, le gustaba, y por eso la separación había sido más dura, porque le había faltado a la vez un amigo que era esposo y amante.
Cuando él entró en su sala de estar sin previo aviso, Julia se puso en pie con turbación y notó que sus piernas no le respondían; tuvo que volver a sentarse. ¡Qué alto era! ¡Qué bronceado y lleno de vida! No parecía más viejo, en absoluto, si acaso, más joven de lo que ella recordaba. El le dirigía su mejor sonrisa —sus dientes seguían impecables—, aquellas fabulosas y pobladas cejas brillaban reflejando el fulgor de aquellos ojos negros y extendía hacia ella sus grandes y hermosas manos. ¡Y ella sin poder moverse! ¿Qué pensaría?
Nada malo, por lo visto, porque cruzó el cuarto y la puso suavemente en pie, sin mostrar intención de abrazarla y limitándose a mirarla con una sonrisa de admiración. Luego le cogió la cabeza entre las manos y le besó tiernamente párpados, mejillas y labios. Julia le echó los brazos al cuello, se apretó contra él y hundió el rostro en su pecho.
—¡Oh, Cayo Mario, qué alegría verte! —exclamó.
—A mí también me alegra verte, esposa —respondió él, acariciándole la espalda; ella notó que le temblaban las manos.
—¡Bésame, Cayo Mario! —dijo ella alzando la cabeza—. ¡Bésame como es debido!
El reencuentro fue tal como ambos habían imaginado: lleno de cariño y cargado de pasión. Y no sólo eso, sino que concurría, además, el deleite del pequeño Mario y la pena compartida por la muerte del segundo hijo.
Para mayor complacencia del agradecido padre, el pequeño Mario era un niño precioso, alto, fuerte, con un buen color de tez y grandes ojos grises que miraban con calma a su progenitor. Mario sospechaba que estaba poco disciplinado, pero todo eso cambiaría. El diablillo pronto descubriría que a un padre no se le domina ni manipula; un padre es para reverenciar y respetar, igual que él, Cayo Mario, había reverenciado y respetado a su querido padre.
Había otras penas aparte de la muerte del segundo hijo; Julia había perdido a su padre, cosa que él sabía, pero ahora se enteró delicadamente, por medio de Julia, de la muerte de su propio padre. Había muerto después de saber que le habían elegido cónsul por segunda vez en circunstancias tan extraordinarias; había tenido una muerte rápida y afortunada, un ataque cardíaco que le había sobrevenido mientras el anciano hablaba con unos amigos del recibimiento que Arpinum iba a tributar a su más ilustre hijo.
Mario hundió el rostro entre los senos de Julia y lloró; eso le sirvió de consuelo y le permitió comprender que todo había sucedido a su debido tiempo. Su madre, Fulcinia, había muerto siete años antes, dejando solo a su padre, y si la Fortuna no había permitido que el anciano volviera a ver a su hijo, la diosa al menos había consentido en que conociera su excelsa distinción.
—Entonces no tiene objeto que vaya a Arpinum —dijo ulteriormente Mario a Julia—. Nos quedaremos aquí, amor mío.
—Publio Rutilio no tardará en venir. Lo hará en cuanto se hallen algo más organizados los tribunos de la plebe. Creo que teme que resulten difíciles, porque algunos son muy inteligentes.
—Pues, hasta que llegue Publio Rutilio, mi dulce, queridísima y hermosa esposa, ni siquiera hablaremos de esa cosa tan irritante como es la política.
El regreso de Sila fue muy distinto. Para empezar, lo emprendió sin el placer sencillo y abierto de Mario. Y no quería saber por qué era así, pues, igual que Mario, él también había guardado continencia sexual durante los dos años en Africa, naturalmente por motivos distintos al del amor conyugal, pero la había guardado. La página nueva y prístina con que había dado por concluida su antigua vida no debía ser ensuciada; nada de corrupción ni deslealtad a su superior, nada de intrigas ni maniobras para lograr el poder, nada de intimidaciones, de debilidades camales, nada que pudiera enturbiar el honor o dignitas de Cornelio.
Actor hasta la médula, había asumido completamente el nuevo papel que el cargo de cuestor de Mario le imponía y lo vivía en su mente y en todos sus actos, gestos y palabras. Hasta entonces no había dejado de gustarle, porque le había ofrecido constante diversión, grandes retos y enorme satisfacción. Como no podía encargar su propia imago en cera hasta ser cónsul o lo bastante famoso y célebre en algún aspecto, optó por encargar a Magio del Velabrum un pedestal para sus trofeos de guerra, la corona de oro, las phalerae y las torcas, y dedicarse con gran entusiasmo a supervisar la instalación de aquel testimonio de sus proezas en el atrium de la casa. Los años en Africa habían sido una revancha, y aunque nunca llegaría a ser ningún gran jinete, se había convertido en uno de los soldados mejor dotados del mundo. El trofeo de Magio daría testimonio de ello a los romanos.
Sin embargo... Toda su antigua vida seguía igual allí en Roma; y lo sabía. Las ganas de ver a Metrobio, su gusto por lo exótico, los enanos, los travestidos, las viejas putas y los infames personajes, su execrable desprecio por las mujeres que utilizaban sus poderes para dominarle, la capacidad de prescindir de un tipo de vida cuando se hacía intolerable, la nula disposición a aguantar a los tontos y aquella ambición que le corroía y le consumía... Había terminado la gira teatral africana, pero no buscaba un descanso prolongado; el futuro presentaba otras perspectivas. Y sin embargo... Roma era el escenario en que se había formado su antiguo yo; en Roma quedaba todo por descubrir, desde la ruina a la frustración. Y así, emprendió viaje a Roma de mala gana, consciente de los profundos cambios que en él se habían operado, pero también consciente de que, en realidad, poco había cambiado. Actor entre dos actos, no era un ser que se hallase a gusto.