Eso era razón suficiente para morir. No iba a vivir para ser la irrisión de Roma, para que todas las afortunadas que estaban casadas con hombres de verdad se burlaran de ella. Conforme se desangraba, su enfebrecida mente comenzó a enfriarse, a aminorarse, a petrificarse. ¡Ah, qué maravilla dejar por fin de amarle! Se acabaron los tormentos, las angustias, las humillaciones, el vino. Le había pedido que le dijera cómo dejar de amarle y él lo había hecho. Al fin y al cabo, su amado Sila había sido amable. Sus últimos momentos de lucidez fueron para sus hijos: al menos en ellos perduraría algo de ella misma. Y así entró en el dulce piélago de la Muerte, deseando a sus hijos una vida larga y venturosa.
Sila volvió a su escritorio y se sentó.
—¿Hay vino? Sírveme una copa —dijo a Metrobio.
¡Qué parecido al muchacho era el hombre cuando la animación iluminaba su rostro! Y ello le ayudaba a recordar que aquel muchacho había querido renunciar a cualquier lujo para vivir en la penuria con su amado Sila.
Sonriente, Metrobio trajo el vino y tomó asiento en la silla de clientes.
—Sé lo que vas a decir, Lucio Cornelio. No podemos tomar esto por costumbre.
—Sí. Entre otras cosas —replicó Sila dando un sorbo de vino y mirándole fijamente—. No es posible, queridísimo muchacho. Sólo a veces, cuando la necesidad, el dolor o lo que sea resulta insoportable. Me separa el canto de un sestercio de todo lo que me gusta, tú incluido. Si estuviésemos en Grecia, sí; pero estamos en Roma. Si fuese el primer hombre de Roma, sí; pero no lo soy. Es Cayo Mario.
—Lo comprendo —dijo Metrobio con una mueca.
—¿Sigues en el teatro?
—Claro. Es lo único que sé hacer. Además, Scilax ha sido un buen maestro; hay que decirlo. Así que no me falta trabajo y descanso poco —carraspeó y adoptó un aire preocupado—. El único cambio es que me he vuelto serio.
—¿Serio?
—Eso es. Resultó que no tenía auténtica vis cómica. Cuando era niño podía pasar, pero en cuanto crecí, tuve que dejar los Cupidos alados y los diablillos y comprobé que mi verdadero talento era para la tragedia. Así que ahora interpreto papeles de Esquilo y Accio en lugar de los de Aristófanes y Plauto. No me quejo.
—Bueno —dijo Sila encogiéndose de hombros—, así al menos podré ir al teatro sin descubrirme por ir a verte interpretar el papel de ingenuo desventurado. ¿Eres ciudadano?
—Lamentablemente, no.
—Ya veré lo que puedo hacer —dijo Sila con un bostezo, dejando la copa y juntando las manos como un banquero—. Sí que nos veremos, pero no con frecuencia y nunca más aquí. Tengo una esposa bastante alocada de quien no puedo fiarme.
—Sería estupendo que nos viésemos de vez en cuando.
—¿Tienes un sitio razonablemente privado o sigues viviendo con Scilax?
—¡Creí que lo sabías! —replicó Metrobio con aire sorprendido—. Pero claro, ¿cómo ibas a saberlo si has estado años fuera de Roma? Scilax murió hace seis meses y me dejó todo lo que tenía, incluida la vivienda.
—Pues nos veremos allí —dijo Sila poniéndose en pie—. Vamos, te acompaño. Y te inscribo como cliente mío; así, si alguna vez necesitas venir aquí, tendrás una justificación. Te enviaré una nota a casa antes de ir a verte.
En los hermosos ojos negros afloraba el deseo de un beso cuando se despidieron en la puerta de la casa, pero ni dijeron ni hicieron nada que pudiera hacer pensar al hierático mayordomo ni al portero que aquel joven tan bien parecido fuese algo más que un simple cliente nuevo conocido de los viejos tiempos.
—Saludos a todos, Metrobio.
—¿No estarás en Roma para el festival de teatro?
—Me temo que no —respondió Sila con una sonrisa displicente—. Por culpa de los germanos.
Y así se despidieron, justo en el momento en que Marcia aparecía por el otro extremo de la calle con los niños y la niñera. Sila aguardó a que llegase y le franqueó la entrada.
—Marcia, haced el favor de venir a mi despacho.
Con mirada recelosa, Marcia entró en el despacho y se dirigió al diván, en el que Sila advirtió horrorizado una mancha húmeda.
—Sentaos en la silla, si no os importa —dijo.
Ella tomó asiento, mirándole con ceño, la barbilla alta y los labios apretados.
—Suegra, sé que no os gusto y no pretendo ganarme vuestro afecto —comenzó a decir Sila, asegurándose de aparentar una actitud de completa despreocupación y tranquilidad—. Yo tampoco os pedí que vinieseis a vivir aquí porque me gustaseis. Me preocupaban los niños, y siguen preocupándome. Debo agradeceros de todo corazón todo lo que habéis hecho; los habéis cuidado muy bien y han vuelto a ser unos niños romanos.
—Me alegra que lo creáis así —dijo ella, ablandándose un poco.
—En consecuencia, ya no son ellos mi principal preocupación, sino Julilla. Esta mañana oí la disputa que sostuvisteis con ella.
—¡Todo el mundo lo oyó! —espetó Marcia.
—Sí, cierto... —replicó Sila con un profundo suspiro—. Cuando os llevasteis a los niños de paseo tuvimos un altercado que también oyó todo el mundo... o al menos lo que ella gritaba. No sé si tenéis alguna idea respecto a lo que debemos hacer.
—Lamentablemente —replicó Marcia, plenamente consciente de que lo había ocultado— muy poca gente sabe que bebe como para que os sirva de pretexto para el divorcio, y como único motivo. Cada vez bebe más y no voy a poder seguir ocultándolo. Cuando lo sepan todos, podréis repudiarla sin que parezca censurable.
—¿Y si eso sucede mientras yo esté fuera de Roma?
—Yo soy su madre y puedo expulsarla. Si sucede en vuestra ausencia, la enviaré a vuestra villa de Circei, y cuando volváis, podéis divorciaros y encerrarla en otro lugar. Con el tiempo, la bebida la matará —dijo Marcia poniéndose en pie dispuesta a marcharse y sin dejar traslucir en lo más mínimo la pena que sentía—. No me gustáis, Lucio Cornelio, pero no os reprocho la situación de Julilla.
—¿Os gusta alguien de vuestra familia política? —inquirió Sila.
—Sólo Aurelia —espetó Marcia, despectíva.
—No sé dónde estará Julilla —dijo Sila mientras la acompañaba hasta el atrium, apercibiéndose de pronto que no la había visto ni oído desde que había llegado Metrobio. Y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral.
—Me imagino que estará echada esperándonos —respondió Marcia—. Cuando empieza el día con una riña, suele seguir rezongando hasta que cae borracha.
—No la he visto desde que salió corriendo del despacho —dijo Sila con una mueca de disgusto—. Poco después vino a verme un amigo y acababa de despedirle cuando llegasteis con los niños.
—No suele mostrarse tan retraída —añadió Marcia, dirigiendo una mirada al mayordomo—. ¿Has visto a la señora? —inquirió.
—La última vez que la vi se dirigía a su dormitorio —respondíó el hombre—. ¿Le pregunto a su criada?
—No, déjalo —respondió Marcia, mirando de soslayo a Sila—. Creo que deberíamos hablar con ella ahora mismo, Lucio Cornelio. Tal vez entre en razón si le decimos lo que le sucederá si no sale de su repugnante situación.
Y encontraron a Julilla, inerte y retorcida. Su ropaje de lana fina había hecho de esponja, absorbiendo casi toda la sangre, y la hallaron ataviada de húmedo granate, cual una nereida surgida de un volcán.
Marcia, vacilante, se apoyó en el brazo de Sila y éste la sostuvo.
Pero la hija de Quinto Marcio rex se sobrepuso y conservó impasible el dominio.
—Es una solución que no me esperaba —dijo con voz neutra.
—Ni yo —añadió Sila, acostumbrado a las matanzas.
—¿Qué es lo que le dijisteis?
—Nada que pudiera motivar esto, que yo recuerde —contestó Sila, meneando la cabeza—. Quizá los criados puedan decírnoslo, ya que oyeron la mitad de la discusión.
—No, no creo que convenga preguntarles —replicó Marcia, buscando de pronto refugio en brazos de Sila—. En muchos aspectos, Lucio Cornelio, es lo mejor que puede haber sucedido. Prefiero que los niños sufran la impresión de su muerte que la lenta decepción de ver que era una borracha. Son muy pequeños y lo olvidarán, pero, de haber sido mayores, nunca lo habrían olvidado. Sí, es lo mejor —añadió reclinando la mejilla en el pecho de Sila, mientras una lágrima traspasaba sus párpados cerrados.
—Venid, os acompaño a vuestro aposento —dijo él, sacándola del ensangrentado cubículo—. ¡He sido un insensato en no pensar en mi espada!
—¿Y por qué habíais de pensar?
—Se me ha ocurrido ahora —replicó Sila, que sabía perfectamente por qué Julilla había recurrido a su espada: habría estado mirando por la ventana mientras él estaba con Metrobio. Marcia tenía razón. Había sido lo mejor. Y no había tenido que hacerlo él.
La magia no había fallado; cuando se celebraron las elecciones consulares, al acceder al cargo los nuevos tribunos de la plebe el décimo día de diciembre, Cayo Mario volvió a ser primer cónsul. Ninguno podía dejar de creer el testimonio de Lucio Cornelio Sila ni refutar la afirmación de Saturnino de que sólo seguía habiendo un hombre capaz de contener a los germanos. El antiguo temor a los germanos invadió Roma como el Tíber desbordado y de nuevo los acontecimientos de Sicilia perdieron el primer puesto en la lista de crisis que, como siempre, no disminuía en número.
—En cuanto eliminamos una, surge rápidamente otra en cualquier sitio —dijo Marco Emilio Escauro a Quinto Cecilio Metelo Numídico el Meneítos.
—Incluida Sicilia —añadió el cuñado de Lúculo con voz venenosa—. ¿Cómo iba Cayo Mario a dar apoyo a ese pípínna de Ahenobarbo si estaba empeñado en que Lucio Lúculo fuese sustituido como gobernador de Sicilia? ¡Y por Servilio el Augur! ¡No es más que un hombre nuevo bajo el disfraz de un nombre antiguo!
—Te estaba provocando, Quinto Cecilio —dijo Escauro—. A Cayo Mario le importa un sestercio falso quien gobierne Sicilia, ahora que los germanos van a llegar por fin. Si querías que Lucio Lúculo siguiera allí, más te habría valido permanecer tranquilo y Cayo Mario no habría recordado que tú y Lucio Lúculo os importáis mutuamente.
—El rodillo senatorial necesita ojos atentos que los vigile —replicó el Numídico—. ¡Voy a presentarme a censor!
—¡Buena idea! ¿Con quién?
—Con mi primo Caprario.
—¡Oh, todavía mejor, por Venus! Hará exactamente lo que tú le digas.
—Ya es hora de que limpiemos el Senado, por no hablar de los caballeros. Seré un censor inflexible, Marco Emilio, ¡pierde cuidado! —añadió el Numídico—. Saldrán Saturnino y Glaucia; son peligrosos.
—¡Oh, no lo hagas! —exclamó Escauro acobardándose—. Si no le hubiese acusado falsamente de especulación con el trigo, se habría convertido en otra clase de político. Nunca tendré la conciencia tranquila por Lucio Apuleyo.
—¡Mi querido Marco Emilio —replicó el Numídico enarcando las cejas—, necesitas urgentemente un tonificante! Da lo mismo el motivo por el que ese lobo de Saturnino actuara como lo hizo. Lo que importa en este momento es que sea lo que es. Y tiene que salir añadió con un airado resoplido—. Aún somos alguien en Roma, y al menos este año que viene Cayo Mario se verá las caras con un verdadero hombre como colega, y no esos espantapájaros de Fimbria y Orestes. Conseguiremos que Quinto Lutacio tenga un ejército y todos los pequeños éxitos que obtenga los difundiremos en Roma como auténticos triunfos.
Porque el electorado había votado también a Quinto Lutacio Catulo César de segundo cónsul con Mario, pero...
—Es una espina en mi costado —dijo Mario.
—Tu joven hermano es pretor —dijo Sila.
—Afortunadamente va a la Hispania Ulterior y no será un obstáculo.
Alcanzaron a Marco Emilio Escauro, que había despedido al Numídico al pie de la escalinata del Senado.
—Debo daros las gracias por vuestras gestiones e iniciativas en el abastecimiento de trigo —dijo Mario, muy educado.
—Mientras haya grano que comprar en el mundo, Cayo Mario, no es tarea difícil —replicó Escauro, también muy educado—. Lo que me preocupa es cuando llegue el día en que no haya ningún sitio donde comprarlo.
—Eso es inverosímil de momento. Supongo que en la próxima cosecha Sicilia habrá vuelto a la normalidad.
—A condición —replicó Escauro sin pensárselo dos veces— de que no perdamos todo lo ganado cuando ese necio de Servilio Augur asuma el cargo de gobernador.
—La guerra en Sicilia ha terminado —añadió Mario.
—Más vale que lo creáis así, cónsul. Yo no estoy tan seguro.
—¿Y dónde habéis adquirido el trigo estos dos últimos años? —terció rápidamente Sila para impedir una discusión.
—En la provincia de Asia —respondió Escauro, dejando de buena gana el otro tema, porque le encantaba ser curator annonae, el encargado del abastecimiento de trigo.
—Pero estoy seguro de que no cosechan mucho de más —se apresuró a añadir Sila.
—En realidad, apenas un modius —contestó Escauro con aire de suficiencia—. No, podemos dar las gracias al rey Mitrídates del Ponto, que es muy joven pero muy emprendedor. Ha conquistado toda la zona norte del mar Euxino y domina los graneros del Tanais, el Boristenes, el Hypanis y el Danastris, y consigue con ello unas buenas rentas suplementarias para el país exportando este superávit cimerio a la provincia de Asia y vendiéndonoslo. Pero os digo una cosa, voy a dejarme guiar por el instinto y el año que viene volveré a proveerme en la provincia de Asia. Va allí de cuestor el joven Marco Livio Druso y le he delegado para que actúe de comprador.
—Cuando esté allí —indicó Mario— irá a visitar en Esmirna a su suegro Quinto Servilio Cepio.
—Indudablemente —añadió Escauro con voz queda.
—Pues, entonces, haced que el joven Marco Livio pase las facturas del trigo a Quinto Servilio Cepio, que tiene más dinero que el Erario —dijo Mario.
—Eso es una alegación infundada.
—No, según el rey Copilo.
Se hizo un molesto silencio por un instante hasta que Sila habló:
—¿Qué cantidad de trigo asiático llega a Roma, Marco Emilio? Tengo entendido que la piratería aumenta cada año.
—La mitad, aproximadamente —respondió Escauro, cabizbajo—. Toda la costa de Panfilia y Cilicia está infestada de guaridas de piratas. Desde luego se dedican al comercio de esclavos, pero si no tienen grano para alimentarlos, se dedican a robarlo y así hacen grandes ganancias. Luego, el trigo que les sobra nos lo venden al doble del precio a que lo compramos con la garantía de que nos llegue sin que vuelvan a piratearlo.