Catulo César había avanzado por la Via Flaminia al frente de seis nuevas legiones de potencia reducida a finales de junio; la falta de hombres era tan aguda que no había podido reclutar más. Al llegar a Bononia, sobre la Via Emilia, tomó por la Via Annia hacia la gran ciudad manufacturera de Patavium, situada muy al este del lago Benacus, pero mejor ruta para un ejército en marcha que las calzadas y pistas secundarias de que estaba principalmente dotada la Galia itálica. De Patavium avanzó por una de las carreteras secundarias mal cuidadas hasta Verona, donde estableció su campamento base.
Hasta aquel momento, Catulo César no había hecho nada erróneo en opinión de Sila, pero ahora comprendía mejor por qué Mario le había destinado a la Galia itálica para realizar una tarea que en su momento él había subestimado. Puede que militarmente las cosas fuesen bien, pero no se había equivocado Mario a propósito de Catulo César, pensó Sila. Era un aristócrata soberbio, arrogante, pagado de sí mismo; a Sila le recordaba notablemente a Metelo el Numídico. La dificultad estribaba en que el escenario bélico y el enemigo eran mucho más peligrosos que los que había tenido que afrontar Metelo el Numídico; y Metelo el Numídico contaba como legados con Cayo Mario y Rutilio Rufo, además de conservar el recuerdo de una saludable experiencia en una cochiquera de Numancia. Mientras que Catulo César nunca se había tropezado con un Cayo Mario en la jerarquía militar; había servido el plazo reglamentario de cadete para después ser tribuno militar con menos tropas y en guerras menos importantes, como eran Macedonia e Hispania, pero no conocía la guerra a gran escala.
No había sido muy prometedora la acogida que dispensó a Sila, ya que había elegido sus legados antes de salir de Roma, y al llegar a Bononia se le encontraba con una orden del comandante en jefe Cayo Mario en la que se decía que Lucio Cornelio quedaba nombrado legado mayor y segundo en el mando. La decisión era arbitraria y despótica, pero a Mario no le quedaba otra alternativa. La actitud de Catulo César para con Sila fue glacial y le planteó infinitos obstáculos. Sólo el nacimiento de Sila le convenció, aunque aminorado por su pasado modo de vida. Había también un algo de envidia en Catulo César, que veía en Sila a un rival que no sólo había participado en batallas más importantes en otros lugares, sino que, además, se había adjudicado la brillante hazaña de espiar en el campo de los germanos. De haber sabido el papel real desempeñado por Sila en aquella misión, aún se habría mostrado más suspicaz y reticente.
De hecho, Mario había hecho alarde de su genio enviando a Sila en vez de a Manio Aquilio, que también habría podido actuar muy bien de perro guardián; pues Sila atacaba a los nervios de Catulo César, y era como si con el rabillo del ojo estuviera viendo constantemente a un leopardo blanco al acecho y al volver la cabeza no lo viera. Jamás un legado mayor fue más útil, ni más dispuesto a asumir las tareas cotidianas de administración y supervisión del ejército para descargar a un general ocupado. Sin embargo, Catulo César sabía que pasaba algo. ¿Por qué iba Cayo Mario a haber enviado a aquel hombre, de no ser porque tramaba algo?
No formaba parte del plan de Sila tranquilizar a Catulo César, disipando sus temores y sospechas; al contrario, lo que Sila se proponía era mantenerle atemorizado y receloso, ganando con ello ascendiente psíquico sobre él si, en caso necesario, le convenía. Y mientras tanto se dedicó a conocer a todos los tribunos militares y centuriones del ejército, así como a muchos soldados. Habiéndole dado carta blanca Catulo César en las cuestiones rutinarias de entrenamiento y maniobras una vez montado el campamento cerca de Verona, Sila se convirtió en el legado mayor conocido, respetado y en quien todos confiaban. Era necesario que así fuera por si se terciaba la necesidad de eliminar a Catulo César.
No es que tuviera intención de matar o mutilar a Catulo César, porque se sentía lo bastante patricio para desear la protección de sus iguales, incluso frente a sí mismos. Por Catulo César no sentía afecto; por la clase que representaba, sí.
Los cimbros habían realizado un buen avance al mando de Boiorix, que había encabezado su propio contingente y el de Getorix hasta la confluencia del Danubius con el Aenus; allí dejó que Getorix concluyera solo el restante itinerario, no muy largo, mientras él, al frente de los cimbros, se dirigía hacia el sur siguiendo el curso del Aenus. Pronto cruzaban terreno alpino habitado por una tribu de celtas llamados brenos, en honor del primer Breno; aquella tribu dominaba el paso de Breno, el más inferior de todos los pasos alpinos a la Galia itálica, pero no podía impedir que los cimbros lo cruzaran.
En los últimos días de Quintilis, los cimbros llegaron al río Athesis en su confluencia con el Isarcus, riachuelo que habían seguido al cruzar por el paso de Breno. Allí, en los verdes prados alpinos, se diseminaron y contemplaron las cumbres de las montañas en aquel cielo límpido. Y allí fue donde los avistaron las avanzadillas de Sila.
Aunque había pensado que estaba preparado para cualquier eventualidad, Sila no había ni soñado con la que tenía que hacer frente ahora, porque no conocía lo suficiente a Catulo César para intuir cómo reaccionaría al saber que los cimbros estaban en el valle del Athesis a punto de invadir la Galia itálica.
—¡Mientras yo viva, ningún pie germano pisará suelo de Italia! —dijo Catulo César con voz altisonante cuando se habló del asunto en el consejo—. ¡No pisará suelo de Italia ningún pie germano! —repitió, levantándose majestuosamente de su silla y mirando sucesivamente a todos sus oficiales—. Nos ponemos en marcha.
—¿En marcha? —replicó Sila mirándole—. ¿Hacia dónde?
—Athesis arriba, naturalmente —respondió Catulo César, con aire de juzgar necio a Sila—. Haré que los germanos crucen los Alpes antes de que las primeras nieves lo impidan.
—¿Muy aguas arriba? —inquirió Sila.
—Hasta que demos con ellos.
—¿En un valle estrecho como el del Athesis?
—Por supuesto —respondió Catulo César—. Tenemos ventaja sobre ellos. Somos un ejército disciplinado y ellos una turba desperdigada y desordenada. Es nuestra mejor oportunidad.
—Nuestra mejor oportunidad es donde hay terreno para desplegar las legiones —dijo Sila.
—En el valle del Athesis hay sitio más que suficiente para los despliegues que sean necesarios —replicó Catulo César, dando por terminada la discusión.
Sila salió del consejo con la mente trabajando a toda velocidad; los planes que había elaborado para el enfrentamiento con los cimbros se venían abajo. Había ensayado cómo iba a ir planteando cada una de las alternativas a Catulo César para que él creyera que eran iniciativa propia. Pero ahora se encontraba con las manos vacías y no se le ocurría nada. A menos que lograse convencer a Catulo César para que cambiase de idea.
Pero Catulo César no quería cambiar de idea. Puso en marcha su ejército y lo hizo avanzar aguas arriba del Athesis hasta el punto en que se desvía unas millas al este del lago Benacus, el mayor de los preciosos lagos alpinos que llenan las estribaciones de los Alpes itálicos. Y cuanto más avanzaba en dirección norte el pequeño ejército —constaba de veintidós mil soldados, dos mil jinetes y unos ocho mil hombres de tropas auxiliares— más estrecho y siniestro aparecía el valle del Athesis.
Finalmente, Catulo César alcanzó el puesto de comercio llamado Tridentum. Era un lugar en que los imponentes Alpes constituían el telón de fondo, con tres erizados colmillos por los que recibía el nombre de Tres Dientes. Allí el Athesis corría profundo y rápido por tener su nacimiento en montañas en las que el deshielo es total y alimentan al río todo el año. Después de Tridentum el valle se cerraba aún más y la carretera que lo unía al pueblo junto al brioso río cruzaba un largo puente de madera sobre pilares de piedra.
Cabalgando en vanguardia con sus oficiales, Catulo César detuvo al caballo y miró el lugar con gesto satisfactorio.
—Me recuerda las Termópilas —dijo—. Es el lugar ideal para contener a los germanos hasta que desistan y vuelvan grupas.
—Los espartanos que defendían las Termópilas murieron todos —comentó Sila.
—¿Y eso qué importa si repelemos a los germanos? —replicó Catulo César enarcando las cejas altanero.
—¡Pero no van a volver grupas, Quinto Lutacio! ¿Volver grupas en esta época del año, con el norte lleno de nieve, con pocas provisiones y los pastos y el grano de la Galia itálica a unas pocas millas al sur? —añadió Sila, meneando vehementemente la cabeza—. Aquí no los detendremos.
Todos los oficiales se rebullían inquietos; todos habían observado el nerviosismo de Sila desde el inicio de la marcha a lo largo del Athesis y su sentido común les decía que la decisión de Catulo César era una locura. Y Sila no les había ocultado su inquietud, porque si tenía que evitar que Catulo César perdiera el ejército, necesitaba el apoyo de los oficiales de estado mayor.
—Aquí lucharemos añadió Catulo César sin salir de sus trece, con la mente llena de imágenes del inmortal Leónidas y su reducido grupo de espartanos. ¿Qué importaba que el cuerpo pereciera si se alcanzaba fama eterna?
Los cimbros estaban muy cerca. Al ejército romano le habría resultado imposible avanzar más al norte de Tridentum, aunque hubiese querido Catulo César. Pese a ello, él se empeñó en que toda la tropa cruzase el puente y acampase en el lado erróneo del río, en una zona tan estrecha que el campamento se alargaba varias millas en dirección norte-sur, con todas las legiones estranguladas por las contiguas y con la última situada cerca del puente.
—Yo estoy muy mal acostumbrado —dijo Sila al centurión primus pilus de la legión más próxima al puente, un fornido samnita de Atina llamado Cneo Petreio, que pertenecía a una legión igualmente samnita, formada por itálicos del censo por cabezas, clasificada como de tropas auxiliares.
—¿Y cómo es eso? —inquirió Cneo Petreio, contemplando las brillantes aguas desde el puente, que a guisa de barandilla tenía unos troncos bajos.
—He servido con Cayo Mario —contestó Sila.
—¡Qué suerte la vuestra! —dijo el samnita—. Yo no he tenido esa oportunidad —añadió con un gruñido—, pero no creo que ninguno de nosotros vayamos a tenerla, Lucio Cornelio.
Los acompañaba un tercero, comandante de la legión y tribuno militar. Nada menos que Marco Emilio Escauro, hijo del portavoz del Senado y franca decepción de su valiente padre. Escauro hijo dejó de contemplar el río y miró a su centurión jefe.
—¿Qué queréis decir con que ninguno de nosotros? —inquirió.
—Todos vamos a morir aquí, tribuno —contestó Cneo Petreio con otro gruñido.
—¿Que vamos a morir todos? ¿Por qué?
—Cneo Petreio quiere decir, joven Marco Emilio —terció Sila con siniestra sonrisa—, que nos ha metido en una situación militarmente irresoluble otro incompetente de alta cuna.
—¡No, os equivocáis! —exclamó enardecido el joven Escauro—. Ya me dí cuenta de que no parecisteis entender la estrategia de Quinto Lutacio, Lucio Cornelio.
—Pues explicádnosla, tribunus militum —replicó Sila con un guiño en dirección al centurión—. Soy todo oídos.
—Bien; hay cuatrocientos mil germanos y nosotros somos sólo veinticuatro mil. Así que es muy difícil hacerles frente en campo abierto —dijo el joven Escauro, envalentonado por la atención de los dos militares—. Posiblemente el único modo de vencerlos es obligándolos a cerrarse en un frente similar al que nuestro ejército puede abarcar y machacar ese frente con nuestra superior habilidad. Cuando vean que no cedemos... harán la maniobra habitual germana: volver grupas.
—¿Eso es lo que creéis? —dijo Cneo Petreio.
—¡Así será! —replicó el joven Escauro.
—¡Así será! —repitió Sila, echándose a reír.
—¡Así será! —añadió Cneo Petreio, riendo también.
—¿Qué es lo que tanta gracia os hace? —espetó el joven Escauro, mirándolos sorprendido y con cierto temor.
—Tiene gracia, joven Escauro —dijo Sila enjugándose los ojos—, porque es una inmensa ingenuidad. ¡Mirad ahí! —añadió señalando con la mano las dos laderas que confluían sobre el valle—. ¿Qué veis?
—Montañas —contestó Escauro hijo, cada vez más perplejo.
—¡Sendas, caminos de herradura, senderos de cabras, eso es lo que se ve! —añadió Sila—. ¿No habéis notado esos festones de pequeñas terrazas que dan a la montaña aspecto de faldas minoicas? Lo único que tienen que hacer los cimbros es ganar las alturas por las terrazas y nos habrán desbordado por el flanco en tres días; y entonces, joven Marco Emilio, nos hallaremos entre la espada y la pared. Y nos aplastarán como a un escarabajo.
El joven Escauro empalideció de tal modo que Sila y Petreio se le acercaron inmediatamente, temiendo que fuese a caer al río y pereciese en la rápida corriente.
—Nuestro general ha trazado un plan erróneo —dijo Sila, tajante—. Debíamos haber esperado a los cimbros entre Verona y el lago Benacus, donde existen cien alternativas de encajonarlos y amplitud para actuar.
—¿Y por qué no se lo dice alguien a Quinto Lutacio? —musitó Escauro hijo.
—Porque no es más que otro cónsul engreído —replicó Sila— y no quiere escuchar más que el galimatías de su propio cerebro. Si yo fuese Cayo Mario, me escucharía. Pero ése es non sequitur, porque Cayo Mario no habría tenido necesidad de decir nada. No, joven Marco Emilio, nuestro general Quinto Lutacio Catulo César — piensa que es preferible combatir como en las Termópilas. Y si recordáis la historia, sabréis que un pequeño sendero que rodeaba la montaña bastó para derrotar a Leónidas.
—¡Excusadme! —farfulló Escauro hijo, llevándose una mano a la boca, dando media vuelta y regresando a su tienda.
Sila y Petreio le vieron alejarse, tratando de contener las náuseas.
—Esto no es un ejército, sino un chasco —dijo Petreio.
—No, es un buen ejército modesto —replicó Sila—. El chasco son los mandos.
—Menos vos, Lucio Cornelio.
—Menos yo.
—Algo se os ha ocurrido —añadió Petreio.
—Por supuesto —dijo Sila sonriendo y enseñando sus colmillos.
—¿Puedo preguntaros qué es?
—Yo diría que sí, Cneo Petreio. Pero mejor será que os lo diga... a buen recaudo. En la asamblea del campamento de vuestra legión samnita —respondió Sila—. Vos y yo vamos a dedicar la tarde a convocar a todos los primus pilus y centuriones jefes de cohorte a una reunión al anochecer. Serán unos setenta hombres —añadió, calculando a toda velocidad—, pero serán setenta muy importantes. Entonces actuáis por vuestra cuenta, Cneo Petreio. Lleváis las tres legiones a ese extremo del valle, y yo monto en mi fiel mula y conduzco las otras tres al otro extremo.