El primer día (32 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—¡Pero, por favor, Keira, no soy yo el que ha matado al viejo!

—Ni siquiera podemos explicar a los suyos de qué ha muerto y yo tengo que abandonar mis excavaciones para evitar una carnicería generalizada. Has arruinado mi trabajo y mis esperanzas, acabo de perder cualquier tipo de legitimidad y Eric está contentísimo por haber atrapado mi sucesión. Si no te hubiera acompañado a tu maldita isla, no habría pasado nada de esto. Tienes razón, ¡no es culpa tuya, sino mía!

—Pero bueno, ¿qué os pasa a todos? ¿Por qué os comportáis como si fuerais culpables? Ese hombre ha muerto de vejez, quería ver su lago por última vez y le hemos ofrecido que pudiera cumplir una de sus últimas voluntades. Esta misma noche volveré al poblado y hablaré con ellos.

—¿En qué lengua? ¿O ahora hablas el mursi?

Me callé, enfrentado a mi impotencia.

—Mañana por la mañana te llevaré al aeropuerto y me quedaré una semana en Adís Abeba, esperando que las cosas se calmen por aquí; partiremos al alba.

Keira entró en su tienda sin decirme ni buenas noches.

No tenía ganas de volver a reunirme con el grupo. Los arqueólogos continuaban debatiendo sobre su suerte, alrededor de la fogata. Los retazos de conversación que captaba me probaban que Keira había adivinado lo que iba a pasar. Eric afirmaba ya su autoridad ante los otros. ¿En qué lugar se encontraría ella cuando volviera? Fui a sentarme en la colina para mirar el río. Todo estaba en calma. Me sentí solo y responsable de lo que estaba pasando.

Había pasado una hora cuando oí unos pasos detrás de mí. Keira se sentó a mi lado.

—No consigo calmarme. Esta tarde lo he perdido todo, ya no tengo ni trabajo, ni credibilidad, ni futuro, todo ha volado. El shamal me echó de aquí la primera vez, y tú, Adrián, has sido como una segunda tempestad.

He observado que, generalmente, cuando una mujer te llama por tu nombre en medio de una conversación, es que tiene algo que reprocharte.

—¿Crees en el destino, Keira?

—Ah, por favor, no ahora, ¿vas a sacar del bolsillo una baraja de tarot y tirarme las cartas?

—Yo nunca he creído, e incluso he detestado la mera idea de que exista un destino, porque sería negar nuestro libre albedrío, la posibilidad que tenemos de elegir nuestras opciones y decidir nuestro futuro.

—La verdad es que no me apetece escuchar tu filosofía barata.

—No creo en el destino, pero siempre me he preguntado por el azar. Si supieras cuántos descubrimientos no se hubieran hecho sin un empujoncillo.

—Tengo aspirinas si quieres, Adrián.

—Estás aquí porque sueñas con encontrar las huellas del primero de los humanos, ¿no? Ayer te planteé la pregunta y eludiste la respuesta. En tus sueños más locos, ¿qué edad tendría ese hombre cero?

Creo que Keira me respondió más por despecho que por convicción.

—Si el primer humano tuviera quince o dieciséis millones de años, ya me asombraría mucho —me dijo.

—¿Y si yo te hiciera ganar de golpe trescientos ochenta y cinco millones de años, qué dirías?

—Que habías tomado demasiado sol hoy.

—Entonces, déjame decirlo de otra manera. Ese colgante que es imposible de datar y del que no conocemos la composición, ¿sigues creyendo que sea meramente un accidente de la naturaleza?

Había dado en el clavo. Keira me miró fijamente y vi en su rostro una expresión que me sorprendió.

—Aquella famosa noche de tormenta, cuando millones de puntos luminosos aparecieron gracias a un relámpago, lo que viste en la pared era en realidad la nebulosa del Pelícano, una cuna de estrellas situada entre dos galaxias.

—¿De verdad? —preguntó Keira, extrañada.

—Sí, de verdad, y eso no es todo. Ese trozo de cielo proyectado por tu colgante no es idéntico al que puedes ver sobre nosotros. Es el de hace cuatrocientos millones de años. ¿A qué corresponde eso en tu escala geológica? —le pregunté.

—A la aparición de la vida sobre la Tierra —me respondió, atónita.

—Tengo buenas razones para creer que existen otros objetos idénticos al que llevas alrededor del cuello. Si todos tienen más o menos el mismo tamaño, y si mis cálculos son exactos, harían falta otros cuatro para proyectar un cielo completo. ¿Un puzzle divertido, no?

—¡Es imposible que se estableciera un mapa del cielo hace cuatrocientos millones de años, Adrián!

—Tú misma me decías que, hace sólo veinte años, todo el mundo creía que el más antiguo de nuestros ancestros tenía solamente tres millones de años. Imagínate por un momento que reuniéramos todos los fragmentos y que, no sé cómo, probáramos que hace cuatrocientos millones de años se elaboró un mapa del cielo con una precisión digna de medios de observación que no podemos ni suponer, ¿qué conclusión extraerías?

Keira se quedó sin voz ante la magnitud de tal descubrimiento.

Nunca hubiera pensado que la muerte de un anciano la obligaría a dejar sus excavaciones pero, desde mi salida de Londres, había confiado en convencerla para que me siguiera.

Nos quedamos los dos silenciosos, escrutando el cielo, hasta muy tarde.

Nos concedimos unas horas de sueño y, al alba, nos despedimos del resto del campamento. Todo el equipo se reunió alrededor del 4 x 4 para decirnos adiós. Como habíamos convenido, Keira me dejaría en el aeropuerto de Adís Abeba y se quedaría en la ciudad el tiempo necesario para que los ánimos se calmasen. Eric dirigiría las investigaciones durante su ausencia. Ella lo iría llamando a la espera de poder volver.

Durante el viaje, que duró dos días, no dejamos de preguntarnos sobre el misterioso colgante. ¿Cuál era el sentido de su presencia en aquel antiguo volcán en el centro del lago Turkana? ¿Alguien lo había dejado voluntariamente en aquel lugar? ¿Quién y, sobre todo, cuándo?

Ambos sabíamos que existía al menos otro ejemplar con propiedades similares, aunque no habíamos hablado de ello. Se debían juntar cinco fragmentos para formar un cielo completo. La cuestión que nos atormentaba entonces era saber dónde se encontraban y cómo podríamos acceder a ellos.

Hacía sólo unos meses, cuando vivía en la meseta de Atacama, nunca hubiera imaginado que uniría mis competencias de astrofísico a las de una paleontóloga, en busca de un improbable descubrimiento.

Habíamos empezado nuestro segundo día de viaje cuando Keira se acordó de un artículo que había leído en una revista unos años atrás. A ese vago recuerdo le debemos el periplo que nos esperaba. ¿Actuamos por instinto científico, acompañado de un presentimiento? Soy incapaz de decirlo. Pero todo empezó cuando Keira me preguntó si había oído hablar de un objeto datado en la edad del bronce que se parecía a un astrolabio y que había sido descubierto en Alemania. Todo astrónomo digno de ese nombre conocía la existencia del disco de Nebra. Había salido a la luz en el curso de unas excavaciones clandestinas en la Alta Sajonia a finales del siglo XX. El objeto pesaba alrededor de dos kilos y tenía la forma de un escudo circular de treinta centímetros de diámetro, sobre el que se destacaban, en placas de oro incrustadas, una luna creciente y puntos que se adivinaba que eran cuerpos celestes. Su constitución era tan increíble que los arqueólogos pensaron al principio que se trataba de la obra de un falsificador. Pero una datación rigurosa acabó por confirmar que tenía tres mil seiscientos años. Algunas espadas y ornamentos encontrados en el mismo lugar confirmaron su autenticidad. Además de su antigüedad, el disco de Nebra tenía dos particularidades, como poco, singulares. Los puntos que aparecían en el disco se parecían a las Pléyades, una serie de estrellas que aparecieron en el cielo de Europa en esa época. La segunda particularidad era la presencia en la parte derecha de un arco de 82°. Ochenta y dos grados que correspondían exactamente a la diferencia entre el punto por donde salía el sol en Nebra en el momento del solsticio de verano y el punto por donde lo hacía en el solsticio de invierno. En cuanto a la función del disco, se emitieron varias hipótesis: podía haber estado destinado para la agricultura, ya que el solsticio de invierno anunciaba el comienzo de la siembra y la aparición de las Pléyades en el cielo, las cosechas. Otra posibilidad es que el disco de Nebra fuera una herramienta para la enseñanza y la transmisión del conocimiento astronómico. En cualquiera de los dos casos testificaba que el saber del hombre en la materia estaba infinitamente más avanzado en aquella época que lo que suponíamos.

El disco de Nebra era la más antigua representación del cielo conocida hasta ese momento; al menos, hasta el momento en que el colgante que Keira estaba acariciando entre sus dedos apareciera en la isla central del lago Turkana…

—¿Qué vínculo podría haber entre el disco de Nebra y mi colgante?

—No lo sé, pero pienso que valdría la pena darse una vuelta por Alemania para averiguarlo —respondí alegremente.

Conforme nos acercábamos a la capital, veía a Keira cerrarse cada vez más. ¿Era la posibilidad de hacer un importante descubrimiento lo que me impedía notar la fatiga del viaje o la idea de que conseguiría convencer a Keira para que prosiguiese las investigaciones conmigo? Por desgracia, la animación que sentía no parecía ser compartida. Cada vez que un cartel indicaba la distancia que nos separaba de Adís Abeba, Keira se ensimismaba y se perdía en sus pensamientos.

Cien veces me abstuve de preguntarle nada y cien veces, vuelto a mi soledad, me contenté con seguir la carretera.

Dejamos el 4 x 4 en el aparcamiento y Keira me siguió a la terminal. Al día siguiente salía un avión para Fráncfort. En el mostrador de la compañía aérea compré dos billetes, pero Keira me llevó aparte.

—No voy a ir contigo, Adrián.

Su vida estaba allí, decía, y no estaba dispuesta a renunciar a ella. Al cabo de unas semanas, un mes como mucho, la calma habría vuelto al Valle y ella reemprendería su trabajo.

Por mucho que argüí que el descubrimiento que quizá hiciéramos juntos podría ser maravilloso, ella me repetía que esa búsqueda era la mía, no la suya. Comprendí por el tono de su voz que estaba resuelta y que no me serviría de nada insistir.

Nos quedaba una tarde en Adís Abeba antes de mi salida y le pedí un último favor, que fuéramos a un restaurante digno de ese nombre, un lugar del que no saliera con el estómago hecho polvo.

Me costó mucho actuar como si ignorase que nos separaríamos al día siguiente, pero ¿por qué arruinar el tiempo que nos quedaba por compartir?

Me porté bien durante la cena y ni una vez durante el paseo que dimos de vuelta al hotel sucumbí a la tentación de intentar que cambiase de opinión.

Cuando la acompañé hasta su habitación, Keira me abrazó y puso su cabeza en mi hombro. Me susurró al oído que mantendría la promesa que yo le había pedido que me hiciera en Londres. No me besó.

Detestaba la idea de la despedida en el aeropuerto; la velada de la víspera ya había sido lo suficientemente triste y era inútil cargar las tintas. Dejé el hotel de madrugada tras haber deslizado una nota bajo la puerta de la habitación de Keira. Todavía me acuerdo que le escribí cuánto sentía haberle causado tantos problemas. Y que esperaba que recuperase lo más rápido posible el camino que se había trazado con tanto coraje. Aceptaba también el egoísmo de mis exigencias, y, tras haber reconocido suficientemente mi culpabilidad, le confiaba que, aunque ignorase todo lo que me esperaba, ya había hecho un descubrimiento inmensamente importante: su presencia me había hecho feliz. Sabía que esa confesión era una torpeza, y mi bolígrafo dudó mucho encima de la cuartilla antes de escribir esas pocas palabras en el papel, pero no importaba, porque eran sinceras. El vestíbulo de la terminal estaba abarrotado, parecía que toda África había decidido viajar aquella mañana. La cola de embarque de mi vuelo no acababa nunca. Tras una larga espera, conseguí acomodarme en la última fila del avión. Mientras se cerraban las puertas de la cabina, me pregunté si no hubiera sido mejor volver a Londres y terminar con lo que, después de todo, no sería quizás una enorme quimera. La azafata anunció que habría un poco de retraso, pero sin explicar las causas.

Y de repente, en el pasillo, entre los pasajeros que estaban colocando sus maletas en el compartimiento de equipajes, vi a Keira arrastrando una bolsa que debía pesar lo mismo que ella. Negoció con mi vecino para que le cambiara el asiento, a lo que éste asintió de buen grado, y se sentó a mi lado dando un suspiro.

—Quince días, ¿me oyes? —dijo, mientras se abrochaba el cinturón—, dentro de dos semanas, estemos dónde estemos, me pones en un avión rumbo a Adís Abeba. ¿Prometido?

Lo prometí.

Quince días para descubrir la verdad sobre su colgante, dos semanas para reunir lo que cuatrocientos millones de años habían separado me parecía una apuesta imposible de ganar, pero me daba lo mismo. El aparato aceleraba sobre la pista y Keira estaba sentada a mi lado. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, había cerrado los ojos y esos quince días siguientes serían mucho más de lo que, ayer mismo, hubiera esperado. Durante las ocho horas de viaje, no hizo la más mínima alusión a la nota que yo había deslizado bajo la puerta de su habitación; por otra parte, tampoco lo hizo más tarde.

Fráncfort

Trescientos veinte kilómetros nos separaban de Nebra. Aunque agotado por el viaje, alquilé un coche, con la esperanza de llegar a nuestro destino antes del anochecer.

Ni Keira ni yo habíamos imaginado que esta pequeña ciudad en medio del campo se había hecho tan popular. El lugar donde se había encontrado el famoso disco celeste había adquirido el aspecto de un centro de atracciones turísticas. Un imponente torreón de hormigón se elevaba en el centro de la llanura. En la peana de la estructura, tan inclinada como la torre de Pisa, estaban dibujadas dos líneas en el suelo, cada una de las cuales se suponía que representaba el eje solar de uno de los solsticios. El complejo se completaba con un gigantesco edificio de madera y cristal construido en lo alto de la colina, una especie de museo que desfiguraba el paisaje.

La visita al lugar dedicado al disco de Nebra no nos aportó nada emocionante. A pocos kilómetros de allí, el centro de la ciudad, con sus callejuelas engalanadas, los vestigios de su castillo y sus hermosas fachadas, tenía al menos el mérito de conservar una cierta autenticidad, siempre a condición de ignorar los escaparates de las tiendas que exhibían montones de camisetas, vajillas y reproducciones de todo tipo con la efigie del disco.

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