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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (35 page)

BOOK: El primer día
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—Yo creía que nadie concedía crédito a mis teorías. Ya veo que, al final, hasta los imbéciles cambian de opinión.

—Si la comunidad se adhiriese completamente a sus teorías, no hubiera hecho falta más que el emisario de Lorenzo para interrumpir el camino de sus dos científicos. El consejo no quiere correr ningún riesgo y si usted tiene tanto aprecio a sus dos científicos, le sugiero que los disuada de que prosigan su investigación.

—No le voy a mentir, Vackeers, hemos pasado largas veladas jugando al ajedrez; ganaré esta partida, solo contra todos si hace falta. Prevengan a la célula que ya están en jaque. Si intentan otra vez atentar contra la vida de los científicos, perderán inútilmente una pieza importante de su juego.

—¿Cuál?

—Usted, Vackeers.

—Me halaga, Ivory.

—No, nunca he subestimado a mis amigos y por eso sigo con vida. Vuelvo a París, es inútil que me haga seguir.

Ivory se levantó y dejó el despacho de Vackeers.

París

La ciudad había cambiado mucho desde mi última visita. Había bicicletas por todos lados; si no hubiesen sido todas idénticas habría pensado que estaba en Amsterdam.

—Ésa es una cosa rara de los franceses: son incapaces de unificar el color de sus taxis, pero todos han elegido el mismo modelo de bicicleta. Decididamente, no los entenderé nunca.

—Eso es porque eres inglés —me respondió Keira—, la poesía de mis conciudadanos siempre se os escapará a los británicos.

Yo no veía mucha poesía en esas bicicletas grises, pero había que reconocer que la ciudad había embellecido. Aunque la circulación era aún más infernal que en mis recuerdos, las aceras se habían ampliado y las fachadas estaban blanqueadas; sólo los parisienses parecían no haber cambiado en veinte años. Cruzando los semáforos en rojo, empujándose sin excusarse nunca… La idea de hacer cola les resulta totalmente extraña. En la estación del Este se nos colaron dos veces en la cola de los taxis.

—París es la ciudad más hermosa del mundo —replicó Keira—, eso no se discute, es un hecho.

Lo primero que quiso hacer cuando llegamos fue visitar a su hermana. Me suplicó que no le contara nada de lo que había pasado en Etiopía. Jeanne era de natural inquieto, sobre todo en lo que concernía a Keira, y no era cuestión de hablarle de las tensiones que habían obligado a su hermana pequeña a dejar momentáneamente el Valle del Omo. Jeanne sería capaz de tumbarse en la pasarela del avión para impedir que Keira volviera. Había que inventar una historia para justificar nuestra presencia en París. Le propuse que dijera que había venido a visitarme, y Keira me respondió que su hermana nunca se creería una bobada así. Hice como si eso no me hubiera ofendido, pero sí lo había hecho.

Llamó a Jeanne, sin decirle que estábamos yendo a verla. Pero después de que el taxi nos dejara en el museo, Keira llamó a su hermana desde su móvil y le pidió que se asomara a la ventana de su despacho para ver si reconocía a la persona que la saludaba desde el jardín. Jeanne bajó en menos tiempo del que hace falta para decirlo y se unió con nosotros en la mesa donde nos habíamos sentado. Apretó tan fuerte a su hermana entre sus brazos que creí que Keira iba a asfixiarse. En ese momento, hubiera querido tener un hermano a quien dar ese tipo de sorpresa. Pensé en Walter y en nuestra naciente amistad.

Jeanne me inspeccionó de la cabeza a los pies, me saludó y yo la saludé a mi vez. Me preguntó, muy intrigada, si era inglés. Aunque mi acento no dejaba ninguna duda al respecto, me sentí obligado por cortesía a responderle que así era.

—Así que eres un inglés de Inglaterra —dijo Jeanne.

—Del todo —respondí prudentemente.

Jeanne casi enrojeció.

—Quería decir un inglés de la Inglaterra de Londres.

—Absolutamente.

—Ya veo —dijo Jeanne.

Tenía ganas de preguntarle qué veía exactamente, y por qué mi respuesta la había hecho sonreír.

—Me preguntaba quién había podido arrancar a Keira de su maldito Valle —dijo—, ahora lo entiendo mejor…

Keira me fulminó con la mirada. Pensaba escabullirme, ya que ellas debían tener montones de cosas que decirse, pero Jeanne insistió para que me quedase en su compañía. Compartimos un rato muy agradable durante el que Jeanne no dejó de preguntarme sobre mi trabajo y mi vida en general, y casi me sentí incómodo porque parecía interesarse más por mí que por su hermana. Por otra parte, Keira acabó por sentirse celosa.

—Os puedo dejar solos si molesto, ya volveré por Navidad —dijo, mientras Jeanne quería saber, no sé por qué razones, si había acompañado a Keira a la tumba de su padre.

—Todavía no tenemos tanta intimidad —dije yo para hacer rabiar un poco a Keira.

Jeanne confiaba en que nos quedásemos al menos una semana y ya estaba haciendo proyectos de cenas y excursiones. Keira le confesó que no estábamos allí más que por uno o dos días como mucho. Cuando ella nos preguntó, decepcionada, dónde nos íbamos a alojar, Keira y yo intercambiamos miradas confusas, no teníamos la menor idea. Jeanne nos invitó a su casa.

Durante la comida, Keira consiguió localizar por teléfono al hombre que teníamos que encontrar, el que quizá podría iluminarnos sobre el texto descubierto en Fráncfort. Se citaron para la mañana siguiente.

—Creo que sería mejor que fuera sola —me sugirió Keira al volver al salón.

—¿Adónde? — preguntó Jeanne.

—A ver a uno de sus amigos —respondí—, un colega arqueólogo, si he entendido bien. Necesitamos su ayuda para interpretar un texto escrito en una antigua lengua africana.

—¿Qué amigo? —preguntó Jeanne, que parecía tener más curiosidad que yo.

Keira no respondió y se fue a buscar la bandeja de quesos, lo que anunciaba el momento de la comida que yo temía más. Para nosotros los ingleses, el camembert será siempre un enigma.

—¿No irás a ver a Max, supongo? —gritó Jeanne para que Keira la oyera desde la cocina.

Keira se abstuvo de responder.

—Si tienes un texto para interpretar, yo tengo todos los especialistas necesarios en el museo —prosiguió Jeanne en el mismo tono.

—Métete en tus asuntos, hermanita —dijo Keira al reaparecer en el salón.

—¿Quién es ese Max?

—¡Un amigo al que Jeanne quiere mucho!

—Si Max es un amigo, yo soy monja —respondió Jeanne.

—Hay veces que me lo llego a preguntar —dijo Keira.

—Como Max es un amigo, estará encantado de conocer a Adrián. Los amigos de los amigos son amigos, ¿no?

—¿Cuál es la parte de «métete en tus asuntos» que se te ha escapado, Jeanne?

El momento era propicio para que interviniera y dije a Keira que la acompañaría a su cita del día siguiente. Aunque conseguí poner término a una naciente pelea entre las dos hermanas, también conseguí que Keira se enfadase; estuvo de morros el resto de la velada y me ofreció como cama el sofá del salón.

A la mañana siguiente cogimos el metro en dirección al bulevar de Sebastopol; la imprenta de Max se encontraba en una calle adyacente. Nos recibió muy amablemente y nos invitó a su despacho, que estaba situado en el entresuelo. Siempre me ha maravillado la arquitectura de esos viejos edificios industriales construidos en la época de Eiffel. Los ensamblajes de las viguetas salidas de las acerías de Lorena son únicos en el mundo.

Max se inclinó sobre nuestro documento, cogió un bloc de notas y un lápiz y se puso a trabajar con una soltura que no dejó de fascinarme. Parecía un músico descifrando una partitura e interpretándola a la vez.

—Esta traducción está llena de errores, no digo que la mía sea perfecta, necesitaría tiempo, pero ya encuentro aquí y allá faltas imperdonables. Acercaos —nos dijo—, os lo voy a enseñar.

Con el lápiz apoyado en la hoja, recorría el texto, indicándonos las equivalencias griegas que juzgaba erróneas.

—No es de «magos» de lo que se habla aquí, sino de magisterios. La palabra «abundancia» es un estúpido error de interpretación, en su lugar hay que leer «infinidad». Abundancia e infinidad pueden tener sentidos cercanos, pero es el segundo término el que hay que utilizar en este caso. Un poco más adelante, tampoco es la palabra «hombre» la que hay que leer, sino la palabra «persona».

Empujó sus gafas hacia la punta de su nariz. Cuando a mi vez esté obligado a llevarlas, tendré que acordarme de no hacer nunca ese gesto: es impresionante cómo te envejece de repente. Si bien la erudición de Max imponía respeto, la manera en que miraba a Keira me exasperaba al máximo; tenía la impresión de ser el único en notarlo, y el que ella hiciera como si nada me irritaba todavía más.

—Creo que también hay algunos errores de conjugación y no estoy seguro de que el orden de las frases sea exacto, lo que por supuesto desnaturaliza completamente la interpretación del texto. No estoy haciendo más que un trabajo liminar, pero por ejemplo el segmento «bajo los trígonos estrellados» no está situado en el sitio adecuado. Hay que invertir las palabras y colocarlo al final de la frase a la que pertenece. Un poco como en inglés, ¿no?

Sin duda, Max había querido amenizar su clase magistral con un rasgo de humor; yo me abstuve de cualquier comentario. Arrancó la hoja del bloc y nos la tendió. A nuestra vez, Keira y yo, sin gafas, nos acercamos para leer su traducción:

He disociado la mesa de las memorias, confiado a los magisterios de las colonias las partes que ella conjuga.

Bajo los trígonos estrellados que mantienen guardadas las sombras de la infinidad. Que nadie sepa dónde se encuentra el apogeo, la noche del uno guarda el origen. Que nadie lo despierte, en la reunión de los tiempos imaginarios se dibujará el fin del área.

—¡Ah, sí, así está todo mucho más claro!

Max no, pero Keira sí sonrió con mi pulla.

—En escritos tan antiguos como éste, la interpretación de cada palabra cuenta tanto como la traducción.

Max se levantó para ir a fotocopiar el documento, nos prometió dedicarle su fin de semana y preguntó a Keira dónde podría localizarla. Ella le dio el número de teléfono de Jeanne. Max quiso saber hasta cuándo se quedaba en París y Keira respondió que no lo sabía. Yo tenía la desagradable impresión de ser invisible. Afortunadamente; un jefe de servició llamó a Max porque había un problema en una máquina. Aproveché para decirle que ya habíamos abusado demasiado de su amabilidad y que había llegado el momento de dejarlo que volviera al trabajo. Max nos acompañó.

—De hecho —dijo en el umbral de la puerta—, ¿por qué te interesa ese texto? ¿Tiene alguna relación con tus investigaciones en Etiopía?

Keira me miró disimuladamente y mintió a Max diciéndole que se lo había enviado un jefe de tribu. Cuando me preguntó si yo amaba tanto como ella el Valle del Omo, Keira afirmó sin pestañear que yo era uno de sus más valiosos colaboradores.

Fuimos a tomar un café en una cervecería del Marais. Keira no había dicho ni una palabra desde que habíamos dejado a Max.

—Sabe mucho para ser un impresor.

—Max era mi profesor de arqueología, luego cambió de carrera.

—¿Por qué?

—Cosas de la educación burguesa; no le gustaban ni la aventura ni el trabajo de campo y, a la muerte de su padre, se hizo cargo del negocio familiar.

—¿Estuvisteis mucho tiempo juntos?

—¿Quién te ha dicho que estuvimos juntos?

—Sé que mi francés deja mucho que desear, ¿pero la palabra «liminar» forma parte del vocabulario corriente?

—No, ¿por qué?

—Cuando se utilizan palabras tan complicadas para decir cosas sencillas, suele ser porque uno siente la necesidad de darse importancia, lo que los hombres tienen la debilidad de hacer cuando tienen ganas de gustar. Tu impresor arqueólogo o bien tiene una opinión muy buena de sí mismo, o bien sigue queriendo impresionarte. ¡Y no me digas que me equivoco!

—Y tú no me digas que estás celoso de Max, sería patético.

—No tendría ninguna razón para estar celoso, dado lo que soy, a veces uno de tus amigos, a veces uno de tus valiosos colaboradores, ¿o no?

Pregunté a Keira por qué había mentido a Max.

—No lo sé, me dio por ahí.

Yo prefería hablar de otra cosa que no fuera Max. Sobre todo tenía ganas de que nos alejáramos de su imprenta, de su barrio y de París. Propuse a Keira que fuéramos a visitar a uno de mis conocidos londinenses, que quizá podría ayudarnos a descifrar el texto, una persona mucho más erudita que su impresor.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —me dijo ella.

—Porque no se me había ocurrido.

¡Después de todo, Keira no tenía el monopolio de la mentira!

Mientras Keira se despedía de Jeanne y recogía algunas cosas, aproveché para llamar a Walter. Después de preguntarle cómo le iba, le pedí un servicio que le pareció, como poco, extraño.

—¿Que quieres que te encuentre a alguien en la Academia que sea experto en dialectos africanos? ¿Te has fumado algo ilegal, Adrián?

—El asunto es bastante delicado, querido Walter, me he comprometido un poco apresuradamente, nosotros cogeremos el tren dentro de dos horas y llegaremos a Londres esta tarde.

—Qué buena noticia, al menos por la segunda parte de tu frase; respecto al pájaro que te tengo que encontrar es más complicado. ¿He oído
nosotros
?

—Sí, lo has oído.

—¿No te había dicho que era sensato que fueras solo a Etiopía? Tienes en mí un verdadero amigo, Adrián, intentaré encontrarte tu hechicero.

—Walter, lo que necesito es un traductor del gueze antiguo.

—¡Eso es lo que
estoy
diciendo, y
yo un mago para
encontrarle! Cenemos juntos esta noche, llámame cuando lleguéis a Londres y veré qué puedo hacer de aquí a entonces.

Y Walter colgó.

Al otro lado del canal de la Mancha

El Eurostar marchaba a través de la campiña inglesa, habíamos salido del túnel hacía un rato. Keira estaba amodorrada sobre mi hombro. Había dormido durante una buena parte del viaje. En cuanto a mí, una colonia de hormigas había invadido mi antebrazo, pero no me hubiera movido por nada del mundo, por miedo a despertarla. Cuando el tren comenzó a reducir la marcha en las cercanías de la estación de Ashford, Keira se desperezó con una cierta gracia, al menos hasta que estornudó tres veces seguidas lo bastante fuerte como para sobresaltar a casi todo el vagón.

—Es una herencia paterna —dijo a modo de excusa—, nunca he podido hacer nada. ¿Nos queda mucho?

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