El primer día (29 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
2.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Adrián? —exclamó estupefacta.

Segundo momento de intensa soledad. Cuando Keira me preguntó qué estaba haciendo allí —su sorpresa sobrepasaba de lejos el eventual placer por volverme a ver—, la perspectiva de responderle en medio de aquel mundillo hostil tuvo como efecto sumirme en un profundo mutismo. Me quedé allí, petrificado, con la impresión de haber entrado en un campo de minas cuyos artificieros estaban esperando el momento de hacerme saltar por los aires.

—¡Sobre todo, no te muevas! —me ordenó Keira mientras venía a mi encuentro.

Se acercó a mí y me guió hasta fuera de la zona de excavaciones.

—¿Es que no te das cuenta de lo que acabas de hacer?

Llegas de ni se sabe dónde, con esos zapatones…, hubieras podido pisotear huesos de una importancia incalculable.

—Dime que no lo he hecho —alcancé a farfullar.

—No, pero hubieras podido hacerlo, lo que es casi lo mismo. ¿Te imaginas que yo me colase en tu observatorio y empezara a manosear todos los botones del telescopio?

—Ya he captado que estás muy enfadada.

—No estoy enfadada, lo que pasa es que tú eres un irresponsable, lo que no es lo mismo.

—Buenos días, Keira.

Evidentemente, podría haber buscado una frase más original o más pertinente que «buenos días, Keira», pero es la única que se me pasó por la cabeza.

Me miraba de la cabeza a los pies. Yo esperaba a que parara, al menos por un instante.

—¿Qué haces aquí, Adrián?

—Es una larga historia, y acabo de hacer un viaje aún más largo. Si pudieras dedicarme un poco de tiempo, te lo podría explicar.

—Sí, pero no ahora. Como puedes constatar, estoy en medio de mi jornada de trabajo.

—No tenía tu número de teléfono en Etiopía, ni siquiera el de tu secretaria para concertar una cita. Voy a volver a bajar al río y a descansar entre un cocotero y un bananero. Cuando tengas un momento, pasa a verme.

Sin darle tiempo a responder, me di la vuelta y volví en la dirección por la que había venido. ¡Por lo menos, mantenía la dignidad!

—¡No hay cocoteros ni bananeros por aquí, pedazo de ignorante! —oí a mis espaldas.

Me volví, Keira venía hacia mí.

—Reconozco que no te he brindado una gran acogida, lo siento, perdona.

—¿Estás libre a la hora de comer? —le pregunté.

Ese día debía tener un don especial para hacer preguntas estúpidas. Por lo menos, ésta hizo reír a Keira. Me cogió del brazo y me llevó hacia el campamento. Me invitó a entrar en su tienda, abrió una nevera, sacó dos botellas de cerveza y me tendió una.

—Bebe, no está muy fresca, y estará caliente dentro de cinco minutos. ¿Te vas a quedar mucho tiempo?

Encontrarnos allí, solos los dos en su tienda, era tan extraño que nos pareció casi incongruente. Dejamos la tienda y dimos una vuelta por la orilla del río. Paseando por la ribera comprendí mejor cuán difícil le tenía que haber resultado a Keira dejar aquellos parajes.

—Estoy muy emocionada porque hayas venido hasta aquí, Adrián. Aquel fin de semana en Londres fue un maravilloso momento, maravilloso, pero…

Tenía que interrumpirla, no quería oír lo que estaba a punto de decir; ya lo había imaginado antes de embarcar en Londres. Bueno, quizá no con tanta lucidez, pero ahora no se trataba de eso.

¿Por qué le respondí tan de prisa que se equivocaba sobre mis intenciones, cuando era todo lo contrario? Había ido hasta allí espoleado por el deseo de volverla a ver, de oír su voz, de reconocer su mirada, aunque fuera hostil, de tocarla, con el imperioso sueño de abrazarla, de volver a disfrutar de su piel, pero no confesé nada de eso. Se tratara de una nueva idiotez por mi parte o de un orgullo masculino mal entendido, la verdad es que no quería ser rechazado una segunda vez, por no decir una tercera.

—Mi presencia aquí no tiene nada de romántico, Keira —añadí para remachar el clavo—. Tengo que hablarte de algo.

—Debe ser muy importante para que hayas venido desde tan lejos.

He aquí el tipo de misterio ante el cual calcular la profundidad del universo se limita para mí a una simple ecuación matemática. Hacía apenas unos minutos, Keira parecía especialmente contrariada con la idea de que hubiera emprendido todo ese periplo para reunirme con ella, y ahora que afirmaba lo contrario, estaba igualmente enfadada.

—¡Te escucho! —dijo con los brazos en jarras—. Y sé breve, porque tengo que volver con mi equipo.

—Si prefieres, puedo esperar a la noche. No quiero molestar; de todas formas, no puedo volverme hoy, no hay más que dos vuelos semanales que unan Adís Abeba y Londres y el próximo no despega hasta dentro de tres días.

—Quédate el tiempo que quieras, este sitio está abierto a todo el mundo, salvo el terreno de excavación por el que me gustaría que no fueras a pasearte sin alguien que te guíe.

Se lo prometí. La dejaría terminar la jornada y nos volveríamos a encontrar al cabo de unas horas, en que tendríamos la velada entera para hablar.

—Instálate en mi tienda —me dijo mientras remontaba el camino—. No me mires así, ya no tenemos quince años. Si pasas la noche al raso, te devorarán las mígalas. También te podría mandar a dormir con los chicos, pero sus ronquidos son más temibles aún que la mordedura de las arañas.

Cenamos en compañía del equipo. La hostilidad de los arqueólogos hacia mí cesó desde el momento en que ya no era el elefante que se paseaba inocentemente por sus excavaciones. Se mostraron cada vez más acogedores, contentos, creo, por ver una nueva cara que, además, les traía noticias frescas de Europa. Había guardado en mi bolsa un periódico que había cogido en el avión, lo que causó sensación. Se lo disputaron entre todos y el que se lo apropió finalmente tuvo que leérselo en voz alta a los demás. Es difícil darse cuenta de hasta qué punto las trivialidades cotidianas revisten de repente tanta importancia para los que están alejados de su casa.

Keira aprovechó que su grupo estaba reunido alrededor del fuego para llevarme aparte.

—Por tu culpa, mañana estarán hechos polvo —me reprochó al tiempo que los observaba mientras seguían absortos en la lectura del periódico—. Las jornadas de trabajo son agotadoras, cada minuto cuenta. Vivimos al ritmo del sol y un día normal todo el mundo estaría durmiendo ya.

—Entonces imagino que esta noche no será una noche normal.

Siguió un instante de silencio en el que cada uno miró hacia otra parte.

—Tengo que confesarte que para mí nada ha sido verdaderamente normal desde hace unas semanas —proseguí—. Y esa sucesión de anormalidades tiene bastante que ver con que esté aquí.

Saqué el colgante del bolsillo y se lo di.

—Olvidaste esto en mi mesilla, he venido a traértelo.

Keira puso su collar en la palma de la mano y lo miró largo tiempo con una hermosa sonrisa.

—No ha vuelto —me dijo.

—¿Quién?

—El que me lo regaló.

—¿Lo echas de menos hasta ese punto?

—No pasa un día sin que piense en él, y me siento culpable por haberlo abandonado.

Eso no lo había previsto y tuve que hacer grandes esfuerzos para encontrar una réplica que no dejara traslucir mi desconcierto.

—Si lo amas hasta ese punto, encontrarás una manera de hacérselo saber. Te perdonará, hayas hecho lo que hayas hecho.

Hubiera preferido no saber nada más sobre el tipo que había conquistado el corazón de Keira, y aún menos ser el que los reconciliara, pero había una inmensa tristeza en sus ojos.

—¿No podrías escribirle?

—En tres años, he conseguido enseñarle a hablar bien el francés y darle algunos rudimentos de inglés, pero a leer, todavía no. Y, además, no sé dónde encontrarlo —respondió Keira mientras se encogía de hombros.

—¿No sabe leer?

—¿Has venido hasta aquí para devolverme el collar?

—Y tú, ¿te lo olvidaste de verdad en mi casa?

—¿A santo de qué viene eso, Adrián?

—Es que no es un colgante cualquiera, Keira. ¿Sabes eso al menos? Tiene una propiedad como poco, extraña. Es algo que tenía que compartir contigo, algo mucho más importante de todo lo que te puedas imaginar.

—¿Tanto?

—¿Quién se lo dio a tu amigo? ¿Quién se lo vendió?

—¿Pero en qué mundo vives, Adrián? No se lo dio nadie, lo encontró en el cráter de un volcán extinto a unos cien kilómetros de aquí. ¿Por qué estás tan nervioso, qué hay que sea tan importante?

—¿Sabes lo que se produce cuando acercas tu colgante a una fuente potente de luz?

—Sí, creo que lo sé. Bueno, escucha, Adrián. Cuando volví a París, quise saber un poco más sobre el collar, por pura curiosidad. Ayudada por un amigo, intentamos datarlo, pero sin éxito. Y una noche, durante una tormenta bastante tremenda, la luz pasó a través de él y vi montones de puntitos luminosos reflejarse en la pared de la habitación. Un poco más tarde, al mirar por la ventana, encontré una cierta semejanza entre lo que había aparecido en la pared y lo que veía en el cielo. El azar quiso que nuestros caminos se cruzaran poco después. Aquella mañana, en Londres, cuando me fui de tu casa hubiera querido dejarte una carta, pero no encontraba las palabras. Entonces te dejé el collar, diciéndome que si había algo que descubrir al respecto, sería más de tu ámbito que del mío. Si lo que has visto te intriga o te apasiona, estoy encantada. Te regalo el colgante, haz con él lo que quieras. Yo tengo mucho trabajo aquí. Haber ganado el premio, dirigir este equipo y ser merecedora de la confianza que me han otorgado es una enorme responsabilidad. No tendré otra oportunidad, ¿entiendes? Por tu parte es muy generoso haber venido hasta aquí para compartir tu historia, pero eres tú quien tiene que llevar la investigación. Yo cavo la tierra y no tengo tiempo de tener la cabeza en las estrellas.

Había un gran algarrobo delante de nosotros, me senté al pie e invité a Keira a que se acomodara a mi lado.

—¿Por qué estás aquí? —le pregunté.

—¿Bromeas?

Como no le respondía, me miró divertida.

—Me encanta chapotear en el barro —dijo ella— y como hay mucho por aquí, ¡me lo paso bomba!

—No te rías de mí, no te pregunto sobre lo que haces, quiero que me expliques por qué aquí, en Etiopía, en vez de en otro sitio.

—Eso también es una historia muy larga.

—Tengo toda la noche por delante.

Keira dudó un momento. Se levantó para ir a buscar un palito y volvió a sentarse a mi lado.

—Hace mucho tiempo —me dijo mientras dibujaba un gran círculo en la arena—, todos los continentes estaban unidos.

Dibujó otro círculo en el interior del primero.

—El conjunto formaba una especie de inmenso y único continente, rodeado de océanos, el supercontinente Pangea. El planeta fue sacudido por terribles terremotos y las placas tectónicas se pusieron en movimiento. El supercontinente se separó en dos partes, Eurasia al norte y Gondwana al sur. Después, África se separó y se convirtió en una especie de isla. Cerca de donde estamos, bajo el efecto de una presión irresistible, se elevó una barrera de montañas. Estas nuevas cimas tuvieron efectos sobre el clima, ya que retenían las nubes. Sin lluvia, comenzó la desertización de las tierras del este.

»Los monos que vivían en los árboles, al abrigo de los predadores, vieron como su hábitat se reducía a pasos agigantados. Al haber menos árboles y menos frutos, comenzó a faltar el alimento y la especie corrió el peligro de desaparecer. Y ahora escucha, porque ahí es donde la historia toma su sentido.

»Más al oeste, más allá de un Valle en el que ya no crecían más que altas hierbas, el bosque perduraba. Desde lo alto de los pocos árboles que aún subsistían, los monos podían ver aquellas tierras en las que el alimento seguía siendo abundante. Ya ves, la regla de la evolución es adaptarse al entorno para sobrevivir, y el instinto de supervivencia es más fuerte que todo. Así que, superando su miedo, los monos dejaron su territorio. Al otro lado de la llanura se encontraba un edén en el que ya no les faltaría de nada.

»Ya tenemos a nuestros monos en camino. Pero cuando uno se desplaza a cuatro patas a través de hierbas muy altas, no ve gran cosa. Ni la dirección hacia la que vas, ni los peligros que te acechan. ¿Qué hubieras hecho en su lugar?

—No sé —respondí, embelesado por su voz.

—Al igual que ellos, probablemente te habrías erguido sobre tus patas traseras para ver a lo lejos y volverías a seguir el viaje a cuatro patas; te erguirías de nuevo para buscar a tu jefe antes de reemprender tu camino, y así sucesivamente hasta que encontrases el ejercicio fastidioso, tanto subir y bajar. Al ir avanzando a ciegas, te desviabas todo el rato de la dirección que te habías fijado. Tenías que trazarte una línea recta, salir de esa llanura hostil en la que noche tras noche, los predadores atacaban a tus semejantes, y alcanzar rápidamente el bosque y sus apetecibles frutos. Entonces, un buen día, para ir más de prisa, y una vez erguido sobre tus patas traseras, habrías intentado permanecer de pie.

»Por supuesto, tu andadura habría sido torpe y dolorosa, porque ni tu esqueleto ni tus músculos estaban adaptados a esa postura, pero habrías resistido, al comprender que tu supervivencia dependía de tu capacidad para llegar a tu destino. El número de monos muertos de agotamiento por el camino o diezmados por las fieras te habría convencido de que era urgente seguir adelante, cada vez más de prisa. Con que una sola pareja alcanzase su objetivo, la especie se habría salvado. Sin que lo supieras, en medio de aquella llanura, habías dejado de ser el mono que, poco antes, saltaba de rama en rama y corría a cuatro patas durante sus breves escapadas al suelo; sin que lo supieras ya eras un hombrecito, Adrián, ya que andabas. Habías renunciado a los atributos de tu especie para inventarte otra, la humana. Esos monos, que habían ganado la improbable apuesta de acceder a las tierras fértiles del otro lado de la llanura, eran nuestros ancestros. Poco importa si lo que te voy a contar sigue sacando de sus casillas a algunos científicos; en este ámbito, cuando aparece la verdad, pocas veces suscita unanimidad.

»Hace veinte años, unos eminentes colegas descubrieron los restos de Lucy. Su esqueleto la convirtió en una
star
. Lucy tenía tres millones de años, y todo el mundo estuvo de acuerdo en considerarla como la abuela de la humanidad, pero todo el mundo se equivocaba. Unas décadas después, otros investigadores sacaron a la luz los restos del
Ardipithecus kadabba
. Tenía cinco millones de años y tanto la implantación de sus ligamentos como la estructura de su pelvis y de su columna vertebral nos demostraban que también era un bípedo. Lucy había sido despojada de su estatuto.

Other books

Blasfemia by Douglas Preston
Amber Frost by Suzi Davis
01 The School at the Chalet by Elinor Brent-Dyer
More Than Friends by Celeste Anwar
An Unhallowed Grave by Kate Ellis
The Killing Hands by P.D. Martin
Twice the Touch by Cara Dee
Catherine, Called Birdy by Karen Cushman
The Touch Of Twilight by Pettersson, Vicki