Agradecimos calurosamente al profesor su generosa acogida y a Magdalena el haber aceptado consagrarnos su tiempo, y nos dejaron para hacer sus verificaciones.
—Crucemos los dedos para que no controlen todos los nombres que les he dado —me susurró Walter al oído—, la mitad de la lista es un camelo.
Un poco más tarde, Magdalena volvió a buscarnos y nos escoltó hasta la sala donde se encontraba el láser que buscábamos.
Nunca hubiera imaginado que podría utilizar un aparato tan magnífico como el que descubrimos al penetrar en aquel sótano. Podía ver en la mirada casi maternal que Magdalena dirigía al láser hasta qué punto estaba orgullosa de manipularlo. Se instaló detrás de la mesa de mando y accionó varios interruptores.
—Bueno —me dijo—, qué tal si dejamos ahora las cortesías de rigor y me dicen de una vez qué esperan en realidad de esta joya tecnológica. Antes, en mi despacho, no he creído ni por un momento en sus explicaciones, tan incoherentes como incomprensibles, y pienso que el profesor Mikalas debe de estar muy ocupado en este momento para no haberles mandado directamente a paseo.
—No sé exactamente lo que buscamos —repuse—, lo que queremos es reproducir un fenómeno del que hemos sido testigos. ¿Cuál es la potencia de esta joya? —pregunté a Magdalena.
—2,2 megavatios —respondió con la voz llena de orgullo.
—¡Bendita bombilla! Casi treinta y siete mil veces la potencia de las que se encuentran en el salón de tu madre —me susurró Walter, encantado por la rapidez de su cálculo.
Magdalena cruzó la habitación; al volver a pasar por delante de la consola apretó un nuevo interruptor y el aparato se puso a zumbar. La energía procedente de los electrones de la corriente eléctrica comenzaba a estimular los átomos de gas contenidos en el tubo de vidrio. Los fotones no tardarían en entrar en resonancia entre los dos espejos situados en cada extremidad del tubo, permitiendo que el proceso se amplificara; en pocos instantes el haz sería lo suficientemente potente para atravesar la pared semitransparente del espejo.
—Ya está casi operativo, coloquen el objeto que quieren analizar ante la salida del haz y déjenme terminar mis ajustes, ya sacaremos conclusiones más tarde —dijo ella.
Saqué el colgante de mi bolsillo, lo puse en una peana adecuada y esperé.
Magdalena había controlado la potencia del instrumento, liberó el rayo, que rebotó sobre el colgante como si la superficie le fuera totalmente impermeable. Aproveché que ella estaba verificando los parámetros que desfilaban en su pantalla de control para girar la ruedecilla y amplificar la intensidad del láser. Magdalena se volvió hacía mí y me fulminó con la mirada.
—¿Quién le ha autorizado a hacer eso?—me dijo mientras me cogía la mano.
Yo cogí la suya y le supliqué que me dejara hacer. Conforme amplificaba la potencia del haz, iba viendo el asombro en la mirada de Magdalena. En la pared estaba imprimiéndose la misma impresionante serie de puntos que habíamos visto la noche de la tormenta.
—¿Qué es esto? —murmuró Magdalena, estupefacta.
Walter apagó la luz y los puntos en la pared empezaron a centellear.
—Yo diría que eso se parece a las estrellas —dijo con una voz en la que se traslucía su alegría.
Al igual que nosotros, Magdalena no daba crédito a sus ojos. Walter metió la mano en su bolsillo y sacó una pequeña cámara digital.
—¡Las virtudes del turismo! —dijo, y apretó el disparador.
Hizo una docena de fotos. Magdalena cortó el haz y se volvió hacía mí.
—¿Cuál es la función de este objeto?
Pero antes de que pudiera darle cualquier explicación, Walter volvió a encender la luz.
—Sabes tanto como nosotros. Habíamos constatado el fenómeno y queríamos reproducirlo, eso es todo.
Discretamente, Walter había vuelto a guardar su cámara en el bolsillo. El profesor Dimitri Mikalas entró en la habitación y cerró la puerta tras él.
—¡Fenomenal! —me dijo sonriente.
Se acercó a la peana donde estaba el colgante y lo cogió.
—Hay un ventanuco de observación —me dijo mientras señalaba a las vidrieras que yo no había visto en lo alto de la habitación—. No he podido resistir la tentación de mirar lo que hacíais.
El profesor hizo girar el colgante en la palma de su mano y lo acercó a su ojo para intentar ver a través de él. Se volvió hacia mí.
—¿Tienen alguna objeción a que estudie este extraño objeto durante la noche? Por supuesto, se lo devolveré a primera hora de mañana.
¿Fue la inesperada llegada de un guardia de seguridad o el tono que había empleado el profesor Mikalas lo que hizo reaccionar así a Walter? Nunca lo sabré, pero dio un paso hacia el profesor y le endilgó un derechazo impresionante. Dimitri Mikalas se desplomó y yo no tuve otra opción que ocuparme del guardia que había sacado su porra y se disponía a atizar a Walter. Magdalena gritó, Walter se inclinó hacia Mikalas, que se retorcía de dolor, y le arrebató el objeto. En cuanto a mí, mi
uppercut
no había sido suficiente para noquear al guardia y rodamos por el suelo como dos perros peleándose para conseguir ventaja. Walter puso fin a la bronca. Cogió al guardia por la oreja y lo levantó con una fuerza inaudita. Éste me soltó gritando mientras Walter me miraba furioso.
—¡Haz algo útil y ponle las esposas que tiene en la cintura, si no, voy a arrancarle el lóbulo!
Le obedecí y sujeté al guardia como Walter me había pedido.
—No saben lo que están haciendo —gimió el profesor.
—No, ya se lo he dicho hace un momento, no tenemos ni idea —respondió Walter—. ¿Cómo se sale de aquí? —preguntó a Magdalena—. No me obligue a utilizar la fuerza con usted, me horrorizaría levantarle la mano a una mujer.
Magdalena lo miró fijamente y se negó a responderle. Creí que Walter iba a abofetearla y me interpuse. Walter bajó la cabeza y me ordenó que lo siguiera. Cogió el teléfono que había en la mesa de control y le arrancó los cables. Después abrió la puerta del sótano, echó una ojeada y me arrastró en su huida. El pasillo estaba desierto. Walter cerró la puerta con llave detrás de nosotros y consideramos que teníamos apenas cinco minutos antes de que dieran la alarma.
—Pero ¿cómo te ha dado por ahí? —pregunté.
—Ya lo discutiremos más tarde —respondió, y echó a correr.
La escalera, ante nosotros, subía hacia la planta baja. Walter se detuvo en el rellano, recuperó el aliento y empujó la puerta que daba al vestíbulo. Se presentó ante el guardia, que a cambio de nuestras cartulinas nos devolvió los pasaportes, íbamos hacia la salida cuando un
walkie-talkie
se puso a sonar. Walter me miró.
—¿No has confiscado la radio al guardia?
—No sabía que tuviera una.
—Entonces, ¡corre!
Nos marcamos un
sprint
por el parque, camino de la verja y rogando para que nadie nos cortara el paso. El vigilante no tuvo tiempo de reaccionar. Mientras salía de su garita para interpelarnos, Walter le dio un golpe con el hombro digno de un jugador de rugby, que lo mandó a pasear entre las flores en el sentido literal de la expresión. Mi amigo apretó el botón que controlaba la puerta y salimos de allí como conejos.
—Walter, pero ¿qué te ha pasado, por favor?
—¡Ahora no! —gritó mientras bajábamos por una escalera que nos llevaba a los barrios bajos de la ciudad.
Corríamos por las calles a toda velocidad, pero Walter no desfallecía. Nos metimos por una callejuela de enorme pendiente, torcimos y aterrizamos en una avenida, evitando por los pelos una moto que pasaba a toda velocidad. Nunca había visitado Creta a ese ritmo.
—Por aquí —me gritó Walter mientras un coche de policía venía hacia nosotros, con todas las sirenas accionadas.
Al abrigo de la puerta de un garaje, recuperé un poco el aliento y Walter me arrastró de nuevo a una loca carrera.
—El puerto, ¿dónde está el puerto? —me preguntó.
—Por ahí —respondí, y señalé una callecita a nuestra izquierda. Walter me cogió del brazo y se reanudó aquella huida cuyo sentido seguía sin comprender. Cuando llegamos a la zona portuaria, Walter aminoró el paso; en la acera, dos policías no parecían prestarnos mucha atención. En el muelle se encontraba un ferry con destino a Atenas; los coches ya estaban embarcando mientras que los pasajeros esperaban su turno ante una taquilla.
—Ve a comprar dos billetes —me ordenó Walter—. Voy a la cola.
—¿Quieres volver a Hydra por mar?
—¿Prefieres pasar por los controles de seguridad del aeropuerto? ¿Verdad que no? Entonces, ve a por los billetes en lugar de discutir.
Volví unos instantes más tarde; el ferry navegaría buena parte de la noche y había conseguido obtener un camarote con dos literas. Por su parte, Walter había comprado a un vendedor ambulante una gorra para él y un estrafalario sombrero para mí.
—No embarquemos a la vez, deja que se intercalen diez o doce pasajeros entre nosotros. Si la policía está tras nuestra pista, buscará a dos hombres que viajan juntos. ¡Y ponte este ridículo sombrero, te sentará de perlas! Nos reuniremos en el puente de proa del barco después de que haya soltado amarras.
Obedecí las instrucciones de Walter al pie de la letra y me reuní con él una hora después, en el lugar convenido.
—Walter, tengo que confesarte que me has impresionado profundamente. Primero tu fulgurante mamporro, y después esa carrera-persecución a través de la ciudad. No me esperaba en absoluto todo eso… ¿Puedes explicarme de una vez por qué pegaste al profesor?
—¡Es que me tomaban por tonto! Cuando llegamos al despacho de la tal Magdalena, algo me intrigó en seguida. El colega que nos había recomendado me había dicho que estudió con ella. Pero el colega en cuestión se jubila dentro de dos meses y la mujer que se presentó ante nosotros apenas tenía treinta y cinco años. También, en Hydra, había consultado el anuario del centro y el director no era en absoluto ese profesor que sin embargo reivindicaba el título. ¿Extraño, no?
—Admitámoslo, ¡pero de ahí a romperle la mandíbula…!
—Si son mis falanges las que están hechas polvo… ¡Si supieras cómo me duele la mano!
—¿Y dónde has aprendido a pelear así?
—¿Tú nunca has conocido un internado, no? ¿Ni las novatadas, ni los castigos corporales, ni nada de eso?
Yo había tenido la suerte de tener padres que no se hubieran separado de su hijo por nada del mundo.
—Era lo que pensaba —prosiguió Walter.
—Pero no era necesario reaccionar con tanta virulencia, bastaba con irnos.
—¡Hay veces, Adrián, que tendrías que bajar un poco de tus estrellas! Cuando el tal Dimitri te pidió si podía quedarse con el colgante, ya se lo había metido en el bolsillo. No creo que la llegada del guardia te hubiese dejado muchas posibilidades y dudo mucho que hubieses visto tu precioso objeto en mucho tiempo. Un último detalle, y no de los menores, en el caso de que todavía tengas algún reproche que hacerme: ese profesor al que he vapuleado un poco me parecía mucho menos asombrado que nosotros del resultado de nuestro experimento. Quizá yo haya reaccionado de manera un tanto exagerada, pero estoy seguro de tener razón.
—Pues aquí estamos, hechos dos fugitivos, y me pregunto cuáles serán las consecuencias de todo este asunto.
—Ya lo veremos cuando bajemos del barco, pero no me extrañaría que hubiese algunas.
—¿Qué tal está el profesor? —preguntó la voz a través del auricular.
—Una fractura de mandíbula y una torsión de los ligamentos del cuello, pero no hay traumatismo craneal —respondió la mujer.
—No había previsto que reaccionaran así. Me temo que ahora la partida se complica.
—Nada de todo lo que ha pasado era previsible, señor.
—Y lo que todavía es peor es que el objeto se nos ha escapado de entre las manos. ¿Tenemos alguna idea del sitio en el que están nuestros dos fugitivos?
—Han embarcado a bordo de un ferry que une Heraklion con Atenas; desembarcarán mañana por la mañana.
—¿Tenemos alguien a bordo?
—Sí, esta vez la suerte nos ha sonreído. Uno de nuestros hombres los ha visto en el puerto. Como no tenía instrucciones, no los ha abordado, pero ha tenido la buena idea de subir al barco. He recibido un mensaje suyo tras haber zarpado el barco. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Ha hecho lo correcto. Arrégleselas para que el incidente pase desapercibido; el profesor se ha caído por las escaleras. Ordene al jefe de seguridad que no se filtre ninguna mención de este lamentable episodio a los trabajadores del instituto. No es cuestión de que a su vuelta de vacaciones el director descubra algo.
—Puede contar conmigo, señor.
—Y quizá también sería la ocasión de cambiar el nombre que figura en la puerta de su despacho. Magdalena murió hace seis meses y la cosa comienza a ser de mal gusto.
—¡Quizá sí, pero hoy nos ha sido muy útil!
—En vista de los resultados, yo no diría tanto —respondió el hombre, y colgó el teléfono.
Jan Vackeers se acercó a la ventana para reflexionar unos instantes. La situación le contrariaba mucho más de lo que quería confesarse. Descolgó de nuevo el teléfono y marcó un número de Londres.
—Quería agradecerle su llamada de ayer, sir Ashton; desgraciadamente, la operación en Heraklion ha fracasado.
Vackeers informó detalladamente a su interlocutor de los acontecimientos ocurridos unas horas antes.
—Desearíamos la mayor discreción posible.
—Ya lo sé, y créame que lo siento mucho —respondió Vackeers.
—¿Piensa usted que todo esto nos puede comprometer? —preguntó sir Ashton.
—No, no veo cómo podrían establecer un vínculo. Sería considerarlos demasiado inteligentes.
—Usted me pidió que hiciera instalar escuchas telefónicas y dos miembros de la Academia; accedí a su petición y la transmití a Atenas, saltándome todas las normas habituales. Tuve la deferencia de informarle de que uno de ellos había hablado con otro de sus colegas para obtener un acceso privilegiado al centro de investigaciones de Heraklion. Lo organicé de manera que su petición prosperara y, a instancias suyas, le otorgué a usted plenos poderes para dirigir las operaciones. Al día siguiente, se monta una trifulca en los sótanos y nuestros dos gamberros se escapan, ¿no cree que a lo mejor se están planteando algunas cuestiones?
—¿Hubiéramos podido soñar una oportunidad mejor para hacernos con el objeto? No es culpa mía si los de Atenas han fallado. París, Nueva York y el nuevo Zúrich ya están en alerta y pienso que lo mejor sería reunimos todos y decidir en común lo que tenemos que hacer. Si seguimos actuando así, acabaremos por provocar exactamente lo que queremos evitar.