Una mesa de metal y un sillón componían todo el mobiliario y el único material era la pantalla y el ordenador con que estaba equipada la sala. Vackeers se instaló ante el tablero y miró su reloj. Una señal sonora le avisó de que la conferencia iba a comenzar.
«Buenos días, señores —escribió Vackeers en el teclado de su ordenador—. Ya saben por qué nos hemos reunido hoy todos.»
Madrid: Yo creía que este asunto estaba cerrado desde hacía años.
Amsterdam: Nosotros también lo pensábamos, pero algunos acontecimientos recientes han hecho necesaria la recomposición de esta célula. Y esta vez, sería preferible que no nos desafiáramos unos a otros.
Roma: La época ya no es la misma.
Amsterdam: Me alegra oírtelo decir, Lorenzo.
Berlín: ¿Qué esperáis de nosotros?
Amsterdam: Que pongamos en común nuestros medios y que cada uno aplique las decisiones que tomemos conjuntamente.
París: La lectura de vuestro informe deja entrever que Ivory tenía razón hace treinta años, ¿me equivoco? ¿No deberíamos invitarlo a unirse a nosotros?
Amsterdam: Efectivamente, este descubrimiento parece corroborar las teorías de Ivory, pero creo que es preferible mantenerlo al margen. Es imprevisible cuando se aborda un tema como el que hoy nos reúne.
Londres: ¿Así que existe un segundo objeto absolutamente idéntico al nuestro?
Atenas: Su forma es diferente, pero su pertenencia común es segura. Aunque el episodio de ayer fuera un incidente lamentable, nos ha aportado la prueba irrefutable. Nos ha revelado una propiedad que ignorábamos. Uno de nosotros lo pudo constatar con sus propios ojos.
Roma: ¿Al que le rompieron la cara?
Amsterdam: Ése mismo.
París: ¿Piensa que hay otros objetos?
Amsterdam: Ivory está convencido de ello, pero la verdad es que no sabemos nada. Por el momento, nuestra preocupación es recuperar el que acaba de aparecer y no saber si existen otros.
Boston: ¿Está usted seguro? Como acaba de recordar, no dimos crédito a las advertencias de Ivory y nos equivocamos. Me parece bien que destinemos fondos y recursos humanos para recuperar el objeto, pero preferiría saber dónde ponemos los pies. ¡Dudo que todavía estemos aquí dentro de treinta años!
Amsterdam: Este descubrimiento es puramente accidental.
Berlín: ¡Lo que quiere decir que podrían producirse otros accidentes!
Madrid: Si lo pensamos bien, no creo que nos interese intentar cualquier cosa ahora. Amsterdam, su primera tentativa se ha saldado con un fracaso, un segundo fallo llamaría la atención. Además, nada nos prueba que el o la que tiene el objeto sepa de qué se trata. Por otra parte ni siquiera nosotros estamos seguros. No reavivemos un fuego que no sabemos si podremos apagar.
Estambul: Madrid y Amsterdam expresan dos posiciones divergentes. Yo me coloco al lado de Madrid, y les propongo que no hagamos nada más que observarlos, al menos por ahora. Nos reuniremos de nuevo si la situación evoluciona.
París: Me adhiero al punto de vista de Madrid.
Amsterdam: Es un error. Si reuniéramos los dos objetos, quizá podríamos saber más.
Nueva Delhi: Pero, Amsterdam, precisamente es que no queremos saber más, ¡si hay algo en lo que estamos todos de acuerdo desde hace treinta años, es justo en eso!
El Cairo: Nueva Delhi tiene toda la razón.
Londres: Deberíamos confiscar el objeto y concluir el caso lo más rápido posible.
Amsterdam: Londres tiene razón. El que lo tiene es un eminente cosmólogo y el azar ha querido que fuera encontrado por una arqueóloga. ¿Ustedes creen que, habida cuenta de sus respectivas competencias, tardarán mucho tiempo en descubrir la verdadera naturaleza de lo que tienen en las manos?
Tokio: Siempre que reflexionen al unísono. ¿Están ambos en contacto?
Amsterdam: No, no por ahora.
Tel Aviv: Entonces yo estoy de acuerdo con El Cairo, esperemos.
Berlín: Pienso como usted, Tel Aviv.
Tokio: Yo también.
Atenas: Así pues, ¿quieren que les dejemos libertad de movimientos?
Boston: Llamémoslo libertad vigilada.
Como no había nada más en el orden del día, se levantó la sesión. Vackeers apagó su pantalla de muy mal humor. La reunión no había terminado como él hubiera querido, pero había sido el primero en pedir que se unieran las fuerzas de sus aliados y respetaría la decisión tomada por la mayoría.
El barco-taxi nos dejó en la isla entrada la mañana. Walter y yo debíamos tener un aspecto lamentable para que mi tía nos mirase así al vernos. Dejó su tumbona y la terraza de su tienda para precipitarse hacia nosotros.
—¿Habéis tenido un accidente?
—¿Por qué? —preguntó Walter mientras ponía un poco de orden en su pelo.
—¿Os habéis mirado?
—Digamos que el viaje fue un poco más movido de lo previsto, pero nos hemos divertido mucho —repuso Walter en tono jovial—. Aunque una taza de café me iría muy bien. Y dos aspirinas para librarme de estos calambres que me hacen un daño horrible en las piernas. No tiene ni idea lo que llega a pesar su sobrino.
—¿Cuál es la relación entre el peso de mi sobrino y sus piernas, Walter?
—Ninguna, hasta que se ha sentado sobre mis rodillas durante más de una hora.
—¿Y por qué Adrián estaba sentado en sus rodillas?
—¡Porque desgraciadamente no había más que una plaza para volar! Bueno, ¿se toma ese café con nosotros?
Mi tía declinó la invitación, tenía clientes, dijo al tiempo que se alejaba. Walter y yo miramos extrañados; su tienda estaba más vacía que nunca.
—Hay que reconocer que tenemos una pinta bastante desastrosa —dije a Walter.
Levanté la mano para atraer la atención del camarero, saqué el colgante del bolsillo y lo puse sobre la mesa.
—Si hubiera imaginado por un segundo la cantidad de problemas que esta cosa nos acarrearía…
—En tu opinión, ¿para qué sirve? —me preguntó Walter.
Era sincero al decirle que no tenía la menor idea. ¿Qué podían representar todos los puntos que aparecían cuando se le acercaba a una fuente de luz potente?
—Y no unos puntos cualesquiera —apostilló Walter—, ¡centellean!
Sí, los puntos centelleaban, pero de ahí a extraer conclusiones demasiado precipitadas, había un trecho que un científico riguroso no estaba autorizado a franquear. El fenómeno del que habíamos sido testigos también podía ser accidental.
—La porosidad, invisible a simple vista, es tan ínfima que hace falta una luz extremadamente potente para que pase a través de la materia. Algo así como la pared de una presa, que perdería su impermeabilidad bajo el efecto de una presión excesiva de agua.
—¿No me habías dicho que tu amiga arqueóloga no había podido decirte nada en cuanto a la procedencia o la edad del objeto? Confiesa que, como poco, es extraño.
No recordaba que Keira estuviera tan intrigada como estábamos nosotros en ese momento y así se lo hice notar a Walter.
—La joven abandona en tu casa un collar que tiene la curiosa facultad que ambos conocemos, ¡qué casualidad! Nos intentan robar su colgante y tenemos que huir como dos inocentes perseguidos por las fuerzas del mal, ¿y no ves en todo eso más que el azar? ¡Debe ser lo que se llama el rigor científico! ¿Podrías al menos mirar de cerca las fotos que he tenido la inspiración de sacar en Heraklión y decirme si esas imágenes te hacen pensar en otra cosa que no sea un primer plano de un trozo de gruyere?
Walter puso su cámara digital en la mesa sobre la que estábamos desayunando. Pasé una a una las imágenes, pero su tamaño era demasiado pequeño como para que me pudiera hacer una idea concreta. Con la mayor atención y la mejor voluntad del mundo, seguía sin ver más que puntos; nada que me permitiera afirmar que se trataba de estrellas, ya fuera de una constelación cualquiera o de un enjambre estelar.
—Estas fotografías no prueban nada, lo siento.
—¡Entonces, tanto peor para mis vacaciones, volvemos a Londres! —exclamó Walter—. Quiero quedarme tranquilo. Una vez en la Academia, transferiremos las fotos a un ordenador y podrás estudiarlas en buenas condiciones.
Yo no tenía ningunas ganas de dejar Hydra, pero Walter se había apasionado tanto por el enigma que no quería decepcionarle. Se había implicado tanto mientras yo preparaba mi examen oral, que hubiera sido un ingrato si lo dejaba irse solo. Sólo quedaba subir a casa y anunciar a mi madre mi partida anticipada.
Mi madre me escrutó, constató el estado de mi ropa y las heridas de mis antebrazos; luego bajó los hombros, como si el mundo se le hubiera caído encima.
Le expliqué por qué Walter y yo debíamos volver a Londres, y le prometí que el viaje no sería más que ir y volver y que estaría otra vez en Hydra antes del fin de semana.
—Si he entendido bien —me dijo—, quieres ir a Londres para copiar en tu ordenador unas fotos que has hecho con tu amigo. ¿No sería más sencillo ir a la tienda de tu tía? Vende hasta cámaras desechables, ¡así que si las fotos han salido mal, zas, las tiras a la basura!
—Quizá hayamos descubierto algo importante que nos concierne a Walter y a mí y queremos saber a qué atenernos.
—Si necesitabais haceros los dos una foto para saber a qué ateneros, no tenías más que preguntar a tu madre, ¡yo te lo hubiera dicho en seguida!
—Pero ¿de qué estás hablando?
—¡De nada, tú continúa tratándome como a una imbécil!
—Necesito estar en mi despacho, aquí no tengo el material necesario y no entiendo por qué te lo estás tomando así de mal.
—Porque hubiera querido que tuvieras confianza en mí, ¿crees que te querría menos si me dijeras la verdad? ¡Aunque me confesaras que te habías enamorado del burro del jardín, seguirías siendo mi hijo Adrián!
—Mamá, ¿estás segura de que estás bien?
—Yo, sí; tú, lo dudo. Vete a Londres ya que es tan importante, yo quizá siga viva cuando vuelvas, ¿quién sabe?
Cuando mi madre me hacía una escena de tragedia griega, era que algo la perturbaba seriamente. Pero prefería no imaginarme lo que la atormentaba, de lo grotesca que me parecía la idea que me vino a la cabeza.
Una vez hecha la maleta, me reuní con Walter en el puerto. Mi madre había insistido en acompañarnos. Elena también vino al muelle y nos despidieron efusivamente cuando el transbordador se hizo a la mar. Mucho después supe que mamá había preguntado a mi tía si ella pensaba que iba a hacer la travesía sobre las rodillas de Walter. Yo ignoraba que no volvería a ver Hydra tan pronto como pensaba.
Jan Vackeers miró la hora en su reloj. Ivory no había llegado y eso le preocupaba. Su adversario en el ajedrez era de una puntualidad estricta y ese retraso no iba con él. Se acercó a la mesa de ruedas y verificó el aperitivo que había hecho preparar. Picoteaba algunos frutos secos que decoraban el plato de queso cuando llamaron a la puerta de su suite; por fin iba a poder empezarse la partida. Vackeers abrió la puerta y su mayordomo le presentó un sobre en una bandeja de plata.
—Acaba de llegar, señor.
Vackeers se retiró a sus aposentos para leer el mensaje que acababan de remitirle. En una cartulina había unas pocas palabras escritas con estilográfica:
Siento darle plantón, un compromiso de última hora me obliga a dejar Amsterdam, volveré pronto.
Cordialmente,
Ivory.
P.D.: Jaque y ahogado, no es más que una partida aplazada.
Vackeers releyó tres veces la posdata, preguntándose qué quería sugerir Ivory con esa frase que, viniendo de él, no podía ser anodina. Ignoraba adónde había ido su amigo, y era demasiado tarde para hacer que lo vigilaran. En cuanto a pedir a sus amigos que tomaran el relevo…, era él quien había insistido en dejar a Ivory al margen. ¿Cómo explicarles que quizá llevaba una jugada de ventaja?
Jaque y ahogado
, como había escrito Ivory. Vackeers sonrió mientras guardaba la cartulina en su bolsillo.
Aeropuerto de Schiphol, Amsterdam. A aquella hora tardía, sólo algunos aparatos que unían las grandes capitales europeas estaban todavía sobre la pista.
Ivory tendió su tarjeta de embarque a la azafata y se encaminó por la pasarela. Se instaló en primera fila, abrochó su cinturón y miró por la ventanilla. En hora y media, estaría en el pequeño aeropuerto de la City. Un coche lo estaría esperando a la llegada, su habitación estaba reservada en el Dorchester, todo estaba en orden. Vackeers había debido recibir ya la nota que le había enviado y el mero pensamiento le hizo sonreír.
Ivory cerró los ojos; la noche sería larga y había que aprovechar cada minuto de sueño.
Walter necesitaba a cualquier precio llevar un recuerdo de Grecia a la señorita Jenkins. Compró una botella de ouzo en el
duty free
, una segunda, por si acaso la primera se rompía, dijo, y una tercera para hacerse un regalo. Se oyó la última llamada y nuestros nombres resonaron por los altavoces. La voz no era muy afable y percibí la mirada acusadora de los pasajeros cuando subimos al aparato. Tras una loca carrera por los pasillos, llegamos justo a tiempo para sufrir el rapapolvo con el que nos obsequió el sobrecargo en la puerta de embarque y sucesivas reprimendas en el camino hacia las dos únicas plazas libres, en la última fila. El desfase horario con Inglaterra nos haría ganar una hora y llegaríamos a Heathrow hacia la medianoche. Walter devoró la comida que nos sirvieron y la mía, que le ofrecí de buena gana. Una vez recogidas las bandejas, la azafata atenuó la luz de la cabina. Miré por la ventanilla y disfruté del espectáculo. Ver el cielo desde una altitud de diez mil metros es siempre un momento maravilloso para un astrónomo. La estrella Polar brillaba ante mí, vi Casiopea y adiviné Cefeo a su derecha. Me volví hacia Walter, que estaba dando cabezadas.
—¿Tienes tu cámara encima?
—Si es para hacer fotos de recuerdo en el avión, la respuesta es no. Entre lo que acabo de comer y la distancia que nos separa de la fila de delante, debo de tener el aspecto de una ballena en una lata de conservas.
—No, Walter, no es para fotografiarte.
—En ese caso, si tienes una herramienta que te permita acceder a mi bolsillo, es tuya, yo no puedo moverme.
He de reconocer que estábamos apretados como sardinas, y coger la cámara no fue tarea fácil. Cuando la tuve en la mano, volví a mirar la serie de imágenes captadas en Heraklion. Una idea insensata me vino a la mente y me quedé perplejo al mirar de nuevo a través de la ventanilla.