El hombre del traje se quitó el casco.
—Bienvenido de nuevo al mundo, Anthony Theobald Ruskin-Sartorious.
El hombre del no envoltorio gimió y se revolvió. Tenía los ojos encolados con gel protector. Se los limpió de un manotazo, y luego los entornó para focalizarlos mejor.
—¿He llegado?
—Está a bordo de la nave, tal y como planeó.
Su alivio era visible.
—Creí que esto no terminaría nunca. Cuatro horas en esta cosa… me han parecido un millón de años.
—Apostaría a que es el primer malestar físico que ha sufrido en toda su vida.
El hombre del traje espacial negro estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, sujetado gracias a la media gravedad producida por la aceleración de la nave.
Anthony Theobald miró a la figura con los ojos entrecerrados.
—¿Lo conozco?
—Ahora sí.
—Había quedado aquí con Raichle.
—Raichle no ha podido venir. Supongo que no le importa que haya venido yo en su lugar.
—Claro que no me… —Pero el habitual autocontrol de Anthony Theobald lo estaba traicionando. El hombre del traje sintió que una oleada de miedo lo ponía tenso. Una oleada de miedo y de desconfianza y una arrogante resistencia a entender que sus planes de escape no habían sido tan infalibles como le habían parecido cuando subió al no envoltorio—. ¿Realmente ha ocurrido? ¿Ruskin-Sartorious ha desaparecido?
—Sí. Los ultras hicieron un buen trabajo. Usted salió justo a tiempo.
—¿Y los demás? ¿El resto de nosotros?
—Me extrañaría que quedase un solo resto de ADN humano intacto en la Burbuja.
—Delphine… —Se le quebró la voz de forma desgarradora—. ¿Mi pobre hija?
—Ya sabía cuál era el trato, Anthony Theobald. Usted era el único con una cláusula de escape.
—Exijo saber quién es usted. Si no lo envía Raichle, ¿cómo sabía dónde encontrar el no envoltorio?
—Porque él me lo dijo durante el interrogatorio, por eso.
—¿Quién es usted?
—Esa no es la cuestión, Anthony Theobald. La cuestión es por qué estaba cobijando a esa cosa maligna en su pequeño y bonito hábitat familiar.
—No estaba cobijando nada. No sé de qué me está hablando.
El hombre del traje se puso la mano en la parte baja de la espalda y se desabrochó un objeto pequeño en forma de mango. Lo sujetó con la palma de la mano como si fuera una porra.
—Creo que ya es hora de que conozca a un buen amigo mío.
—Se equivoca. La cosa clandestina solo era…
El hombre hizo un extraño movimiento con el mango, y algo salió con rapidez y se extendió hasta el suelo. Era tan fino que casi parecía invisible, y solo atrapaba la luz de forma intermitente. Parecía chasquear contra el suelo por voluntad propia, como si estuviese buscando algo.
El hombre soltó el mango, que permaneció inmóvil mientras el filamento enroscado se endurecía para sostenerlo. Rastreó a su alrededor hasta que el cilindro negro de su cabeza apuntó directamente a Anthony Theobald. Este levantó una mano para protegerse del láser, que estaba marcando una línea brillante y fluctuante a través de sus ojos.
Ahora tenía una huella suya, que el hombre de negro confirmó con un rápido movimiento de cabeza.
—Aleje esa cosa de mí.
—Es un látigo cazador modelo c —dijo el hombre del traje—. Tiene algunas características adicionales en relación con la última versión. Una de ellas se llama «modo de interrogatorio». ¿Quiere que lo probemos?
El látigo comenzó a acercarse a Anthony Theobald con sigilo.
Dreyfus estaba solo en sus dependencias. Había logrado distraerse preparando un poco de té. Cuando terminó, se arrodilló frente a una mesa baja y negra y dejó que la infusión caliente de color jengibre se enfriase antes de bebería. La habitación se llenó con el sonido tintineante de un carillón distante, una fantasmal melodía implícita en la aparente aleatoriedad. Normalmente le agradaba, pero hoy Dreyfus hizo un gesto con la mano para bajar la música, hasta que la habitación quedó casi en silencio. Sorbió un poco de té, pero aún estaba demasiado caliente.
Estaba sentado frente a una pared de papel de arroz vacía. Alzó una mano e hizo un gesto de conjuración básico, que había practicado miles de veces. La pared se iluminó con bloques de vividos colores. Los colores se convirtieron en un mosaico de varias docenas de caras, dispuestas en una composición con las imágenes más grandes agrupadas cerca del medio. Las caras eran todas de la misma mujer, pero tomadas en diferentes épocas de su vida, de modo que casi parecían imágenes de personas distintas. A veces la mujer miraba a la cámara; otras la miraba de reojo, o le habían tomado una foto sin que se diera cuenta. Tenía los pómulos altos, los dientes ligeramente separados y los ojos de un sorprendente color bronce, salpicados de motitas doradas. Tenía el pelo negro y se lo peinaba en tirabuzones. Sonreía en muchas de las imágenes, incluso en las que no se había dado cuenta de que la estaban fotografiando. Sonreía mucho.
Dreyfus miró fijamente las fotos como si fueran un rompecabezas que tenía que resolver.
Faltaba algo. En su imaginación podía ver a la mujer de las fotos mirándolo con un ramo de flores en la mano, luego arrodillándose en una tierra recién labrada. La imagen era vivida, pero cuando intentaba concentrarse en una parte específica los detalles se le escurrían. Sabía que aquel recuerdo tenía que proceder de algún sitio, pero no podía relacionarlo con ninguna de las imágenes que colgaban de la pared.
Había estado intentando situarlo durante casi once años.
Por fin el té estaba lo bastante frío como para bebérselo. Lo sorbió poco a poco, y se concentró en el mosaico de caras. De repente, la composición le pareció irritantemente desequilibrada en la esquina superior derecha, aunque durante muchos meses le había parecido correcta. Levantó una mano y ajustó la disposición de las imágenes. La pared obedeció a sus gestos con una disciplina perfecta. Ahora estaba mejor, pero sabía que con el tiempo llegaría a desagradarle. Hasta que encontrara la pieza que faltaba, el mosaico siempre sería inarmónico.
Volvió a pensar en lo que había sucedido, y se estremeció con el recuerdo al tiempo que se aferraba a él.
Seis horas que no recordaba.
—Todo fue bien —le dijo a la mujer de la pared—. Te salvamos. No te cogió antes que nosotros.
Se obligó a creerlo, como si nada más en el universo importara tanto.
Dreyfus hizo desaparecer las imágenes y dejó la pared de papel de arroz tan vacía como cuando había entrado en la habitación. Se acabó el té de un trago, sin apenas degustarlo mientras le bajaba por la garganta. Sacó un resumen del trabajo del día en la misma sección de pared, y se preguntó si el equipo forense habría averiguado algo sobre la escultura que Sparver y él habían visto en Ruskin-Sartorious. Pero cuando el resumen apareció en la pared, ni las imágenes ni las palabras eran legibles. Podía distinguir formas en las imágenes, letras individuales en las palabras, pero en alguna parte entre la pared y su cerebro se había instalado un filtro codificador.
Dreyfus tardó un rato en darse cuenta de que había olvidado tomar su dosis regular de Pangolín. La dislexia de seguridad hizo acto de presencia cuando los efectos de su última dosis de autorización desaparecieron.
Se levantó de la mesa y se dirigió a la zona de la pared en la que le entregaban la dosis de refuerzo. Extendió la mano hacia la superficie de color gris perla y la dosis de refuerzo apareció en un rincón. Era un tubo gris claro marcado con el guante de Panoplia y un código de barras de seguridad que se correspondía con el de su uniforme. El texto situado a un lado decía:
Autorización Pangolín. Para ser autoadministrada por el prefecto de campo Tom Dreyfus. Su uso no autorizado puede provocar una muerte permanente e irreversible
.
Dreyfus se arremangó y presionó el tubo contra la piel de su antebrazo. Sintió un cosquilleo frío cuando la dosis de refuerzo vertió su contenido en su cuerpo, pero no fue doloroso.
Se retiró a su dormitorio. Durmió muy mal, pero no tuvo sueños. Cuando se despertó, tres o cuatro horas después, el resumen de la pared estaba más claro que el agua.
Lo estudió durante un rato, y luego decidió que los ultras ya habían tenido bastante tiempo.
Una alarma sonó en el panel de control del cúter. Dreyfus volvió a introducir el termo de café en la pared y examinó la lectura. Algo se estaba acercando desde el Aparcamiento Enjambre, demasiado pequeño para ser una abrazadora lumínica. Con cautela, incrementó la posición defensiva del cúter. Las armas se cargaron y desplegaron, aunque evitaron dejarse ver a través del casco. Dreyfus concluyó que el objeto que se acercaba se movía con demasiada lentitud como para convertirse en un misil eficaz. Momentos después, las cámaras del cúter identificaron la forma acortada de una pequeña lanzadera nave a nave. El vehículo tenía la forma de un cráneo equino sin ojos. El blindaje negro quedaba compensado con el dibujo de una libélula escarlata rebordeada de filamentos brillantes.
Recibió una invitación para establecer comunicación auditiva.
—Bienvenido, prefecto —dijo una voz masculina en rusiano moderno—. ¿En qué puedo ayudarlo?
No sin cierto esfuerzo, Dreyfus cambió su engranaje verbal.
—Puede ayudarme quedándose donde está. No he entrado en el Enjambre.
—Pero se ha acercado mucho al perímetro exterior. Eso sugiere la intención de entrar.
—¿Con quién estoy hablando?
—Yo le hago la misma pregunta, prefecto.
—Tengo autoridad legal en este espacio aéreo. Eso es todo lo que necesita saber. Imagino que estoy hablando con un representante del Enjambre.
Tras una pausa, que nada tenía que ver con una demora en la comunicación, la voz respondió:
—Puede llamarme capitán de puerto Serafín. Hablo en nombre de todas las naves reunidas en el Enjambre, o atracadas en las instalaciones centrales de reparación y mantenimiento.
—¿Lo convierte eso en un ultra?
—Según su definición estrecha de miras, no. No debo lealtad a ninguna nave o tripulación. Pero mientras estén aquí, todas las tripulaciones son responsables ante mí.
Dreyfus se devanó los sesos, pero no recordó haber tenido trato con alguien llamado Serafín, ultra o no.
—Entonces, eso facilita mucho las cosas.
—¿Disculpe, prefecto?
—Puede que necesite acceder a una de sus naves.
—Eso sería un tanto irregular.
—No tanto como dirigir un rayo de propulsión a un hábitat de novecientas sesenta personas, capitán de puerto.
De nuevo, hubo una larga pausa. Dreyfus sintió que le sudaban las palmas de las manos. Se había precipitado al mencionar Ruskin-Sartorious, y estaba contraviniendo de forma expresa las instrucciones de Jane Aumonier. Pero Aumonier no contaba con que a Dreyfus se le acercara alguien dispuesto a hablar en nombre de todo el Enjambre.
—¿Por qué ha desplegado sus armas, prefecto? Puedo verlas a través del casco, a pesar de su blindaje deflector. No estará nervioso, ¿verdad?
—Soy prudente. Si yo pudiera ver sus armas, también esperaría que estuvieran desplegadas.
—
Touché
—dijo el capitán de puerto Serafín con una risita—. Pero yo no estoy nervioso. Tengo el deber de proteger mi Enjambre.
—Una de sus naves puede hacer mucho más daño que una de las nuestras. Creo que ya ha quedado suficientemente demostrado.
—Sí, eso ha dicho. Es una grave acusación.
—No la haría si no tuviera pruebas concluyentes.
—¿Como qué?
—Movimientos de navegación. Muestras forenses del hábitat que concuerdan con el fogonazo de uno de sus motores. Puedo incluso darle el nombre de una nave, si…
—Creo que tenemos que hablar en persona —dijo el capitán de puerto Serafín, con una premura que Dreyfus no se esperaba—. Baje sus armas, por favor. Voy a acercarme para iniciar el acoplamiento con su esclusa de aire ventral.
—No le he dado permiso.
—Pero está a punto de hacerlo —respondió el capitán de puerto Serafín.
Mientras la esclusa se enfrentaba a la diferente presión y a los protocolos de mezcla atmosférica de ambas naves, Dreyfus liberó su mente de toda idea preconcebida. Nunca servía de nada hacer conjeturas sobre las manifestaciones físicas de los ultras. Podían tener un aspecto tan humano como cualquier funcionario de Panoplia y, sin embargo, ir armados hasta los dientes de máquinas furtivas y peligrosas.
Pero Dreyfus había visto seres más extraños que el capitán de puerto Serafín. Llevaba las extremidades y el torso protegidos con el armazón color verde fuerte de un exoesqueleto mecánico. Parecía como si le hubieran reducido la cabeza, y tenía la boca y la nariz escondidas tras un dispositivo de respiración en forma de rejilla plateada que parecía injertado en la cara. La única señal de cibernetización era un conector de entrada cromado que le habían insertado en el lado izquierdo del cráneo (los ultras preferían la conexión directa cuando interactuaban con sus máquinas). Tenía el pelo largo y negro peinado hacia atrás en una trenza. Sus pálidas y delicadas manos le recordaron la huella de las alas de un pájaro en una roca antigua.
—Gracias por permitirme subir a bordo —dijo la voz de Serafín, procedente de algún lugar por debajo de su garganta.
Dreyfus se presentó, luego escoltó al ultra a la zona habitable del cúter.
—¿Puedo ofrecerle algo por hospitalidad?
—¿Está capacitado para hacer hemodiálisis?
—Me temo que no.
—Es una pena. Mi nave está teniendo problemas para limpiar mis toxinas del cansancio. Creo que debo cambiar los filtros, pero nunca encuentro el momento de regresar a las instalaciones de reparación y mantenimiento.
—¿Qué le parece un café?
—No, gracias, prefecto. Bien: en relación con el desagradable asunto que estamos a punto de discutir…
—Novecientas sesenta víctimas. Es mucho más que desagradable. Esa gente nunca estuvo en mi radar, capitán de puerto. Eso significa que solo eran seres humanos honrados que intentaban vivir sus vidas sin hacer daño a nadie. No sobrevivió ninguno.
—Lamento esas muertes, de verdad. Nosotros tenemos alma, prefecto Dreyfus. Tenemos conciencia. Pero puede que esto no sea lo que parece.
—Puedo situar al
Acompañamiento de Sombras
lo bastante cerca como para descartar la implicación de cualquier otra nave.