Sparver abrió la cubierta del Breitenbach y sacó la boca con su delicada batería de emisores de plasma y ópticas de confinamiento con láser. Encendió el arma con cuidado, por si el cúter estaba rastreando el entorno electromagnético local. El arma recorrió su ciclo de arranque, luego indicó que estaba preparada. Sparver se puso el largo cañón del rifle al hombro, al estilo bazuca. Una parte de su placa frontal se llenó con una retícula de observación, superpuesta sobre una vista del objetivo actual del rifle. Sparver volvió a ponerse en cuclillas hasta que el cúter apareció en el centro de la retícula. Pulsó un botón situado a un lado de la empuñadura y le ordenó al arma que rastreara su objetivo. Al instante, Sparver notó que su traje se ponía rígido y ajustaba su postura. El rifle había asumido el mando del traje; estaba usándolo como plataforma de puntería, y a Sparver no le quedaba más remedio que seguirle el juego.
El motor del cúter cambió. Sparver vio que la nave rotaba y luego comenzaba a deslizarse en su dirección. Sus armas giraron poco o poco hacia él, como un nido de serpientes que se mueven al unísono. El cúter lo había detectado. Gaffney estaba explorando el terreno, no quería disparar sus armas contra un falso objetivo. El rifle, siguiendo el movimiento de la nave, ajustó la posición del traje de Sparver. Un destello de luz salió de un lado del casco. Una lluvia de disparos cayó en el borde superior de la rampa de entrada, arrancando las estalactitas justo antes de que el borde se derrumbara por completo. Sparver recibió un disparo en una rodilla, que rebotó en el suelo. El impacto estuvo a punto de derribarlo, pero su traje no estaba agujereado.
Hizo tres disparos seguidos con el rifle antes de recuperar el control de su traje y ponerse a cubierto. «Disparo confirmado», le informó el arma.
Miró por encima del borde. El cúter seguía en el aire, pero ya no disparaba. El motor se había vuelto errático. Las armas se movían al azar, apuntando a docenas de falsos objetivos. Sparver se volvió a colocar el rifle en el hombro e hizo tres disparos más, esta vez confiando en su propia puntería. Una luz carmesí salió del agujero que había hecho a un lado de la nave de Gaffney. El motor se quedó en silencio.
El cúter cayó.
Un segundo después, Sparver sintió el impacto en el suelo. Se sujetó, pero no hubo explosión. Esperó un tiempo prudencial, luego salió del escondite de la rampa hecha pedazos y se dirigió hacia el suelo pulverizado, nervioso, con el rifle apuntado ante sí. El cúter se había desplazado un kilómetro, cerca de la entrada principal de Ops Nueve, donde Saavedra había atracado y escondido su propia nave. Cuando Sparver llegó hasta el cúter, vio que la parte frontal estaba enterrada tres metros en el hielo, y unos riachuelos de color orina de metano y amoniaco derretido goteaban en el punto de impacto. La esclusa de aire estaba abierta, la puerta exterior destrozada y a un lado, unos metros más allá, la puerta interior también estaba abierta y revelaba el interior débilmente iluminado del vehículo accidentado. El traje de Sparver comenzó a avisarle de que los niveles de radiación eran superiores al índice tolerable. Ignoró sus protestas y usó una roca al alcance para subir al casco. Apuntó con el rifle al interior, usando el dispositivo de visión para mirar a su alrededor. Pero solo tuvo que echar un vistazo para confirmar que el cúter estaba vacío.
Gaffney no estaba.
—Para ser una cucaracha, me está costando mucho matarte —dijo Sparver.
Dreyfus volvió a recobrar la consciencia. No recordaba cuándo la había perdido, aunque sí recordaba que había estado a punto de volver a intentar librarse de la mesa. Quizá el dolor, o sencillamente la presión, habían bastado para perder el sentido. En cualquier caso, esta vez tampoco tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, si segundos o minutos u horas.
—No se mueva —le dijo una voz de mujer—. Ahora está a salvo.
Se dio cuenta de que ya no estaba aprisionado bajo la mesa, y de que el dolor generalizado se había transformado en un vago entumecimiento. Le seguían sonando los oídos, los ojos le seguían picando, pero no se sentía peor que cuando había estado hablando con Veitch.
—¿Paula? —preguntó al reconocer la voz de Saavedra, que estaba de pie a un lado de la cama o camilla en la que descansaba—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?
—Lo rescaté de la sala. Está en una parte diferente de la instalación, lo bastante profunda como para haber escapado del daño.
Saavedra estaba casi perdida en las sombras, solo unos débiles puntos de luz roja dibujaban su forma. Estaba de pie con las manos cruzadas delante de ella, contra el brillo rojizo de un panel en la pared.
—¿Ha visto a Veitch?
Ella asintió con rigidez.
—Ya estaba muerto cuando regresé.
Dreyfus movió la cabeza para mirarse el cuerpo. Era difícil, pues apenas había luz en la sala. La parte inferior de su pierna izquierda estaba cubierta de sangre seca, pero no había señales de huesos rotos. El dolor había disminuido: su uniforme debía de haber comenzado a segregar antiséptico tópico y calmantes en cuanto había detectado la herida, y ahora habían hecho efecto. Su brazo derecho seguía doliéndole —el uniforme le permitía sentir el dolor suficiente para recordarle que no siguiera haciéndose daño—, aunque la herida podría haber sido peor.
—No sé qué ha pasado con Gaffney, pero probablemente deberíamos pensar en salir de aquí —dijo Dreyfus—. Antes de perder la consciencia, Veitch me dijo que se había producido una anomalía en el confinamiento. Estaba convencido de que El Relojero había escapado.
—¿Cree que tendría sentido huir de él?
—Prefiero correr que sentarme aquí a esperar que me dé audiencia.
—Bueno, no tiene que preocuparse. El confinamiento falló, pero no el tiempo suficiente para que el Relojero escapara. Sigue dentro del tokamak. Los generadores de respaldo no lo mantendrán allí para siempre, pero estaremos a salvo durante una hora o dos.
—Me alegro. Pero, de todos modos, debería pensar en salir de aquí.
Ella inclinó la cabeza, confusa por su respuesta.
—¿Yo, Dreyfus? ¿Después de todo lo que ha ocurrido?
—Llegó aquí con una nave, Paula. Encuentre a Sparver y luego recoja su cúter. Si tiene combustible para llegar a la órbita, hágalo. De lo contrario, vaya a Ciudad Abismo y póngase en contacto con las autoridades. Si queda algo de Panoplia, seguramente podrán ponerle en contacto con ellos.
—¿Y luego qué?
—Dígales lo que yo les he contado sobre el Relojero. Asegúrese de que alguien lo sepa. Si Jane Aumonier sigue viva, dígaselo a Jane.
—¿Cómo ayudará eso?
—Quizá sea útil cuando tengan que volver a meter al Relojero en la botella.
—No sufre heridas graves, Dreyfus. No tiene que morir aquí.
—Alguien tiene que bajar al tokamak. Alguien tiene que hablar con la cosa y convencerlo de que haga lo que pueda para derrotar a Aurora.
—¿Cree que usted puede convencer al Relojero?
—Lo intentaré.
—¿Cómo? Ni siquiera sabe cómo comunicarse con él.
—Encontraré la manera. Aunque tenga que abrir el tokamak y soltarlo.
—Lo matará.
—Pero quizás antes quiera hablar. Tengo que contar con eso. Si puedo hacerle ver la amenaza que supone Aurora… si no lo ha averiguado ya por sí mismo, claro.
Saavedra separó las manos. Se tocó los labios con el dedo índice, como si estuviese meditándolo con detenimiento.
—Cometí un error al no confiar en usted cuando llegó, ¿verdad? Tendría que haberlo escuchado con atención, haber averiguado todo lo que podía sobre Aurora, no solo sobre el Relojero. Dijo que era uno de los ochenta originales, ¿verdad?
Dreyfus asintió con cansancio. Parecía innecesario volver sobre el mismo tema, dado lo que ya le había contado a Saavedra.
—Mi colega sabe lo mismo que yo.
—Pero se lo pregunto a usted, no a su ayudante. ¿Cuál era su nombre completo?
—Aurora Nerval-Lermontov. Era solo una niña cuando la escanearon. No creo que entonces fuera un monstruo. Tal vez fue el odio y el miedo de la sociedad lo que la llevó a convertirse en lo que es, cuando supieron lo que Calvin Sylveste había creado. O quizá siempre lo fue, como una semilla que espera florecer. Quizá fuera una niñita enferma desde que nació. En cualquier caso, hay que detenerla, borrarla de la existencia, antes de que se apodere de todo el Anillo Brillante. Porque ella no se detendrá allí.
—¿Dónde está?
—Ya hemos hablado de eso, Paula. No lo sabemos. Hay diez mil hábitats ahí afuera, y cualquiera podría estar cobijándola.
—¿Podría distribuirse, como un programa que se ejecuta en una arquitectura paralela? ¿Una parte de ella funcionando en miles de hábitats, para que la pérdida de un centro de procesamiento no sea catastrófica?
—Como he dicho, no lo hará porque el intervalo de tiempo ralentizaría sus procesos de pensamiento.
—Da igual. Si tiene que coordinar un golpe de Estado, debe usar la infraestructura de la red para enviar órdenes y recibir información.
—Sí, pero obviamente se ha hecho experta en esconderse. No tenemos la visión de conjunto para distinguir la señal del ruido.
—Y usted cree que el Relojero sí podrá.
—Esa es la idea. —Se estaba irritando cada vez más por tener que repetir el argumento que ya había expuesto a Saavedra y a Veitch—. Paula, ¿por qué volvemos a hablar de esto? No tenemos tiempo. O está de acuerdo o no lo está.
—Estoy de acuerdo —dijo en voz tan baja que Dreyfus apenas oyó la respuesta—. Es su única esperanza de supervivencia. Enfrentar a una mente de nivel alfa con otra. ¿Qué podría ser más lógico?
Fue entonces cuando Dreyfus tuvo la primera sospecha de que algo iba muy mal.
—¿Paula? —preguntó.
Ella se dio la vuelta de modo que solo podía verle la cara de perfil. Silueteada contra la pared iluminada, su cuerpo tenía la pose erecta de una bailarina a punto de comenzar algún difícil movimiento. Dreyfus vio que llevaba algo atado en la parte posterior de la cabeza, el cuello y la columna. Era como una gruesa oruga de metal, una cosa segmentada con muchas patas. Le había cortado la túnica negra sin mangas desde el cuello hasta el coxis. Cuando se dio un poco más la vuelta, Dreyfus vio que había hecho lo mismo con su piel. Podía ver su blanca columna vertebral a través de la carne y el músculo. La oruga había metido sus pies por el nervio espinal.
Sin previo aviso, cayó al suelo.
Dreyfus se quedó inmóvil, paralizado por el horror de lo que acababa de presenciar. La había encontrado, la había torturado o engañado para extraerle los detalles básicos de la misión de Dreyfus. Luego la había rajado y la había convertido en una marioneta.
Ahora la marioneta ya no le servía. En el suelo, Saavedra se retorcía y sufría espasmos como un pez fuera del agua.
—Estás aquí —dijo, encontrando fuerzas para hablar—. Estás conmigo, ¿verdad? En esta sala. Escapaste, después de todo.
Había habido un zumbido todo el tiempo, pero solo ahora sus oídos se acostumbraron a él. Movió ligeramente el cuello, giró la cara para mirar el otro lado de la cama, frente al lugar donde había estado Saavedra. Aquella parte de la sala estaba oscura, pero vio la forma esperando. Era más grande que un hombre, se alzaba imponente hacia el techo, y se encorvaba para caber en el espacio. La luz roja brillaba en una caja torácica cromada, en los dedos en forma de hoz de una enorme mano metálica, en un enorme cráneo sin ojos en forma de martillo. El zumbido se intensificó. Para Dreyfus, se convirtió en el sonido más malévolo del universo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó sin esperar respuesta.
Pero el Relojero habló. Su voz era sorprendentemente suave, sorprendentemente paternalista.
—Has sido muy valiente al venir aquí a buscarme. ¿Esperabas que acabara así?
—No sabía qué esperar. No tuve elección.
—¿Esperabas convencerme para que te ayudara?
Dreyfus se lamió los labios. Estaban más secos que el barro. Su corazón estaba intentando salirse del pecho.
—Solo quería enseñarte cómo están las cosas.
—¿Con Aurora?
—Sí. No se detendrá. Tú eres la única cosa que puede tocarla. Por lo tanto, tiene que destruirte. Y lo hará, tarde o temprano. A menos que tú la destruyas primero.
—Aurora os asesinará a todos.
—Lo sé.
—¿Qué te hace pensar que yo soy mejor?
—Que no mataste a todo el mundo en el ISIA.
El Relojero parecía divertido.
—¿Y eso te da esperanza? ¿Te hace pensar que soy el demonio menos malo?
—No creo que seas malvado. Creo que estás furioso y fuera de control, como un ángel vengador. Te han hecho daño y quieres devolver algo de ese daño. Creo que eso te hace malo. Pero no creo que te haga malvado.
El Relojero se torció aun más, se dobló por la mitad para bajar la parte superior de su pecho y de su cabeza a tan solo un metro por encima de Dreyfus. Aun así, Dreyfus solo pudo ver toques de luz allí donde la luz roja brillaba en un trozo de metal brillante. La cabeza, que hacía un momento le había parecido como la de un martillo, ahora tenía la forma de un yunque.
—¿Crees que sabes lo que soy?
—Sé quién eres —dijo Dreyfus, y sentía como si cada palabra fuese la última—. Sé lo que te hicieron, Philip.
El Relojero no respondió. Pero algo cortó el aire, uno de sus brazos se movió tan rápido que el movimiento se convirtió en una imagen borrosa y fustigadora de oscuridad y sombra. El brazo fustigador tocó la frente de Dreyfus. De repente, sintió la piel fría. Algo goteó en su ojo, caliente e irritante.
—Sé lo que te hicieron —repitió—. Te cogieron y te quemaron el cerebro para intentar extraer una simulación de nivel alfa. Luego arrojaron tu cuerpo a un estanque e hicieron que pareciera un suicidio. Solo querían esos niveles alfa para una cosa, Philip. No para darte la inmortalidad, sino para ayudarlos a programar una máquina que pudiera viajar a la Mortaja sin que la destrozaran. Sobrevivirías a lo que los demás no habían podido sobrevivir. Hicieron un robot y cargaron tu simulación de nivel alfa dentro, con la esperanza de que algo en esa estructura de cerebro cambiara las cosas.
El Relojero estaba escuchando. Aún no lo había matado. Quizá estaba planeando algo peor que la muerte, alguna nueva e ingeniosa crueldad que harían parecer una niñería los once años de insomnio de Jane Aumonier.
—Debieron de enviarte a una Mortaja —continuó Dreyfus—. Una a años luz de Yellowstone, para que tuvieras tiempo de ir y volver antes de aparecer por el ISIA. Eso es lo que ocurrió, ¿verdad? Te enviaron a la Mortaja como una máquina que funcionaba con la simulación de nivel alfa de Philip Lascaille, y regresaste… «cambiado», igual que Philip años antes. Algo dentro de la Mortaja te rehízo. Seguías siendo una máquina, pero ahora eras una máquina con componentes ajenos. Y estabas enfadado. Más que enfadado. Eras una máquina que llevaba el alma que le habían robado a un hombre inocente, un hombre que ya se había vuelto medio loco por las cosas que había visto dentro de la Mortaja.