Aumonier maldijo la forma en que Aurora había manipulado su renuencia a eliminar hábitats que creía que contenían ciudadanos vivos. Pero de no ser por la huida de Thalia con su pequeño grupo de supervivientes, no lo habría sabido. Seguramente no quedaba nadie vivo en ninguno de esos cuatro hábitats. Aunque algunos supervivientes hubieran conseguido esconderse o resistir a las máquinas, ahora Panoplia no podía hacer nada por ellos.
Bueno, había una cosa, pensó Aumonier. Podía acabar con su tormento ahora, antes de que las máquinas los atrapasen. No era un final muy amable, pero era el único que podía darles.
—Capitanes Sarasota, Yokosuka, Ribeauville y Gilden. Soy Jane Aumonier. Tienen mi permiso para abrir fuego en los objetivos designados.
Esta vez nadie cuestionó su orden, pues no había duda de que lo que había dicho iba en serio.
—Misiles desplegados y en dirección al objetivo —dijo Gilden.
—Desplegados y en dirección al objetivo —dijo Yokosuka.
—Desplegados y en dirección al objetivo —dijeron Sarasota y Ribeauville casi al unísono.
Aumonier cerró los ojos antes de que el primer resplandor llegara hasta ella. Aunque solo estaba viendo un monitor, el brillo de las explosiones nucleares (doce en total, tres por hábitat), le atravesó los párpados. Contó doce resplandores rosas.
Cuando abrió los ojos, no quedaba nada de los objetivos excepto cuatro nubes que se extendían poco a poco; los restos atomizados, ionizados de lo que una vez había sido el hogar de más de dos millones de ciudadanos. Había habido miseria y belleza en esos hábitats, alegría y tristeza, todas las facetas de la experiencia humana, cuya historia se remontaba a doscientos años. Entre respiración y respiración todo aquello había sido borrado de la existencia, como un sueño delirante que nunca hubiera ocurrido.
—Perdónennos —se dijo a sí misma.
Poco después, recibió la confirmación de que los flujos de escarabajos de Aubusson y de Szlumper Oneill habían sido reducidos. Los escarabajos que habían sido fabricados justo antes del ataque seguían cruzando el espacio, pero sus destinos ya estaban siendo evacuados. Aumonier sabía que no sacarían a todos los ciudadanos a tiempo, que podrían darse por satisfechos si conseguían evacuar al setenta por ciento de la población antes de que la contaminación de escarabajos infectara otro hábitat. No podían hacer nada más, dadas las limitaciones que imponían los embotellamientos de las esclusas de aire y las naves y los tiempos de los viajes de ida y vuelta. Sus mejores hombres habían estado trabajando en el problema las veinticuatro horas, y no le cabía la menor duda de que ya habían reducido el tiempo todo lo que habían podido. Ahora sus esfuerzos se centraban en movilizar las naves suficientes para cambiar las órbitas de los hábitats que se encontraban más allá del frente de expansión actual de Aurora, pero el desafío técnico de mover una ciudad de mil millones de toneladas era imponente, y Aumonier sabía que era una solución con la que no podía contar a largo plazo. Como mucho, los escarabajos tardarían un poco más en alcanzar sus objetivos.
Su brazalete sonó. Bajó la vista y vio que era la llamada que había estado esperando.
—Soy Baudry, prefecto supremo.
—Adelante, Lillian.
—Hemos recibido informes del CCT. —Aumonier oyó la voz entrecortada de Baudry—. Están registrando movimientos masivos de naves del Aparcamiento Enjambre. Docenas de naves ultras, prefecto supremo. Abrazadoras lumínicas que abandonan sus órbitas asignadas en el Enjambre.
—¿Están saliendo del sistema, Lillian?
—No. —Baudry sonaba aturdida—. Algunas sí. Pero la mayoría… no. Parece que la mayoría está en vectores que los traen al Anillo Brillante.
—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar?
—De seis a siete horas, prefecto supremo, antes de que los vehículos en cabeza entren en el espacio aéreo del Anillo Brillante. Si vamos a considerar una respuesta estratégica, tenemos que comenzar a prepararnos ahora. Tendremos que reasignar, reabastecer y armar los cruceros de exploración profunda a tiempo…
—¿Crees que se trata de un gesto hostil?
—¿Qué otra cosa podría ser? Hace décadas que quieren controlar el Anillo Brillante. Ahora que nos enfrentamos a una crisis, aprovechan el momento. Usarán la emergencia de Aurora para llevar a cabo su propio golpe de Estado.
—No lo creo, Lillian. De hecho, les pedí ayuda a los ultras. Envié mi petición al capitán de puerto Serafín. No había oído nada de él desde la marcha de Dreyfus, así que supuse… pero supuse mal, creo. —Aumonier hizo una pausa, consciente de que había sido un error no informar a los otros séniores de su contacto con Serafín—. ¿Se ha intentado hablar con las naves que se acercan?
—Se han transmitido las preguntas de acercamiento estándar, prefecto supremo. No se ha recibido ninguna respuesta válida.
—Eso no significa nada. Estamos hablando de ultras. Tienen su manera de hacer las cosas.
—Pero prefecto supremo… tenemos que imaginar lo peor.
—Imaginaré lo peor cuando tenga pruebas de intenciones hostiles. ¿De verdad crees que llegaríamos muy lejos si declarásemos una guerra abierta contra los ultras?
—Solo digo… que no podemos fiarnos de ellos. Nunca hemos podido fiarnos de ellos. Esa ha sido siempre la piedra angular de nuestra política operativa.
—Entonces quizá ya sea hora de buscar una nueva piedra angular. Son personas, Lillian. Puede que sean personas que nos incomodan, gente con valores muy diferentes a los nuestros, pero cuando nos enfrentamos a la extinción local a manos de una inteligencia artificial genocida, no creo que las diferencias entre nosotros tengan mucha importancia, ¿verdad?
—La mantendré informada —dijo Baudry.
—Sí. No estoy teniendo uno de mis mejores días, Lillian, y lo único de lo que estoy segura es de que aquello que no queremos por nada del mundo es añadir nuevos enemigos a nuestra lista.
Cerró la conexión con Baudry y dejó que su mano cayera de su boca. Al hacerlo, vio que la línea roja del láser atravesaba su puño. Hacía algunas horas que había visto aquella fina línea, pero no había querido pararse a reflexionar sobre su objetivo. Sin embargo, ahora había una ventana en su horario. Las naves ultras no llegarían hasta dentro de seis o siete horas. Dreyfus tardaría aun más en llegar a Ops Nueve.
Tenía tiempo para reflexionar.
Volvió a levantar su brazalete y habló con suavidad.
—Póngame con el doctor Demikhov.
Este respondió casi de inmediato, como si la hubiera estado mirando mientras hacía la llamada.
—Prefecto supremo. Qué sorpresa. —Aumonier sonrió: Demikhov mentía muy mal—. No esperaba una llamada suya.
—Doctor —respondió—, tal vez esté equivocada, pero no puedo evitar sentir que tiene algo pensado para mí. —Esperó unos segundos, escuchando su respiración—. Estoy en lo cierto, ¿verdad? Ese láser no estaba aquí ayer. Los ruidos que Dreyfus tanto se esforzó por justificar. ¿Qué va a ocurrir, doctor?
Tras un silencio que le hizo dudar si se había interrumpido la comunicación, Demikhov dijo:
—Es mejor que no lo sepa.
—Seguramente tiene razón. No es que nunca haya tenido motivos para dudar de su capacidad clínica, después de todo. Pero solo quería decirle una cosa.
—Adelante —respondió Demikhov.
—He hecho todo lo que he podido para las próximas horas. Si tiene pensado quitarme el escarabajo, ahora es el mejor momento para intentarlo.
—Habrá riesgos.
—Igual que hay riesgos al permitir que siga agarrado a mi nuca. Ya lo sé, doctor.
—Después del procedimiento que tenemos en mente —dijo Demikhov de forma vacilante—, existe la posibilidad de que quede incapacitada.
—En cuyo caso el prefecto sénior Clearmountain asumirá la autoridad temporal. Pero solo hasta que esté de nuevo lista para retomar el mando. No me tenga al margen mucho tiempo, doctor. Lo único que necesito es un par de ojos y una boca para dar órdenes. ¿Entendido?
—Entendido —respondió él.
—Entonces le pido que ejecute el plan que haya estado preparando. Están listos para empezar, ¿verdad?
—Estamos listos.
—Entonces haga todo lo que pueda, doctor. Me pongo en sus manos.
—Si fracaso… —comenzó.
—Le seguiré estando eternamente agradecida. Ahora, quíteme esa cosa asquerosa de la nuca.
—Está en posición —dijo Demikhov—. Por favor, no mueva ni un músculo, prefecto supremo. Ni siquiera para responderme.
Jane Aumonier contuvo la respiración. Oyó un
clic
.
El doctor Demikhov vio el desarrollo de los acontecimientos con una curiosa sensación de retraso, como si estuviera reproduciendo una de sus simulaciones a la mitad de la velocidad normal. Las cuchillas atravesaron a toda velocidad la parte debilitada de la pared, y sus bordes cortantes formaron un círculo que se cerró en torno a la prefecto supremo. Aumonier flotaba inmóvil con la expresión inalterable: no tuvo tiempo de reaccionar a la intrusión de las cuchillas en su espacio privado. Se cerraron a su alrededor, alcanzaron su garganta y la atravesaron de forma limpia, entrelazándose con una precisión microscópica al encontrarse. Ahora Demikhov estaba obligado a asimilar dos vistas distintas, capturadas por las cámaras en las dos mitades aisladas de la esfera anterior. En el hemisferio superior, la cabeza cortada de la prefecto supremo comenzó a alejarse de las cuchillas con una lentitud casi imperceptible. En el hemisferio inferior, su cuerpo y el escarabajo se movieron en la dirección contraria. En el mismo margen de tiempo desacelerado, Demikhov vio la reacción del escarabajo a la violenta intrusión de un gran objeto extraño en su volumen. La parte inferior del cuello de Aumonier, por debajo del corte, se hinchó y explotó en una nube de rosa y gris. La sangre comenzó a brotar profusamente del cuello. El corazón siguió latiendo. Los restos del cuerpo decapitado y de su parásito herido se oscurecieron con rapidez.
Demikhov centro su atención en la esfera superior. El tiempo se aceleró. El lento movimiento de la cabeza se convirtió en una caída desgarbada. También le salía sangre de la cabeza, aunque con mucha menos fuerza que del cuerpo.
Los sirvientes entraron en ambas cámaras a toda prisa, y se movieron tan rápido que el ojo apenas podía seguirlos. Las máquinas llegaron hasta el escarabajo, lo separaron del cuello y lo metieron en un capullo de materia rápida antiexplosiones. En la cámara superior, las máquinas llegaron hasta la cabeza y detuvieron su movimiento para apartarla del suelo brillante formado por las cuchillas.
—El escarabajo está neutralizado —informó uno de los analistas de Demikhov—. Repito, el escarabajo está neutralizado. El equipo médico tiene ahora vía libre en la cámara superior.
—Adelante —dijo Demikhov con toda la urgencia que fue capaz de mostrar.
Y entonces él también se movió como si su propia vida dependiera de ello.
Estaba ligeramente detrás del equipo médico cuando llegó hasta la cabeza. Los sirvientes la habían sujetado y colocado entre unos manipuladores telescópicos. Habían tenido la tentación de sumergir la cabeza en un tanque de materia rápida curativa, pero Demikhov se había resistido. Sin duda la materia rápida estabilizaría la cabeza, inundaría el cerebro para preservar la estructura neural y comenzaría la necesaria reparación de los tejidos. La desventaja era que la materia rápida probablemente borraría los recuerdos a corto plazo y retrasaría la vuelta a la conciencia durante varios días. Demikhov había considerado todos los aspectos y sabía que era un momento en el que el juicio clínico ganado a pulso y los conocimientos acumulados por sus ojos y su experiencia pesaban más que la opción fácil.
Solo quería mirar el cuello, juzgar la precisión del corte y evaluar el daño causado en las principales estructuras. De inmediato vio que las cuchillas habían seccionado las vértebras cervicales entre C3 y C4, tal y como esperaba. El corte había sido tan preciso que solo había sido destruido el disco cartilaginoso entre los huesos. La arteria carótida, las venas yugulares internas y externas y el nervio vago habían sido cortados a un milímetro de sus puntos de corte óptimos. Si hubiera estado examinando una simulación, Demikhov la habría rechazado como poco realista. Pero aquello era real. Zulu —al menos aquella fase del proceso— había funcionado justo como había soñado.
Luego miró la cara. No quería. Era clínicamente irrelevante, y se había dicho que no debía prestar atención a ninguna señal de consciencia aparente que viera tras los ojos de Jane Aumonier. Pero no pudo evitarlo. Y allí había algo: una agudeza en su mirada, una sensación de que solo lo estaba mirando a él en la sala, de que era totalmente consciente de su condición.
Habían transcurrido menos de diez segundos desde que las cuchillas habían entrado.
—Comiencen la estabilización —dijo Demikhov—. Plan tres delta. Tenemos trabajo, gente.
Se arriesgó a volver a mirarla a los ojos. Esta vez vio una ausencia velada donde antes había habido una mente.
Tardaron tres horas en llegar a Yellowstone. El cúter podría haber hecho el trayecto en una tercera parte del tiempo, pero entonces se habría movido de forma anómalamente rápida, y se habrían arriesgado a atraer la atención de Aurora. Dreyfus no podía estar seguro del alcance de su vigilancia. Pero era probable que estuviera alerta a cualquier tráfico que pareciera fuera de lo ordinario, ya fuera civil o policial. Por mucho que le doliera ver cómo corría el tiempo, sabía que un acercamiento lento y discreto era necesario.
—El capitán dice que nos abrochemos —dijo Sparver instando a que Dreyfus pusiera a un lado el compad que había estado estudiando—. Empezaremos a disminuir la velocidad para entrar en la atmósfera dentro de cinco minutos.
Dreyfus asintió con sequedad.
—Puedes decirle que me has pasado el mensaje.
Sparver se sujetó con un brazo y un pie.
—¿Sigue enfadado conmigo por haberme embarcado sin decírselo?
—¿Tú qué crees?
—Tenía la autorización de Jane. ¿Quién si no cree que puso eso debajo de su asiento?
—Pedí expresamente ir solo —dijo Dreyfus.
Sparver se encogió de hombros, como si aquello no fuera culpa suya, sino el resultado de una serie de circunstancias que escapaban a su control.
—Mire, ya está hecho. Estoy a bordo. Así que aprovécheme al máximo.
—Lo haré. Puedes acompañar a Pell cuando regrese con el cúter a Panoplia.