—Contrólate —se dijo a sí mismo.
Salió del cubículo y atravesó la nave. Pasó por los huecos para las armas y las habitaciones de la tripulación, hasta que llegó a la zona de reunión principal donde los otros prefectos estaban esperando, vestidos y armados, con los cinturones de desaceleración abrochados, apiñados como soldaditos de juguete de color negro brillante, con las armas entre las rodillas. No solo látigos cazadores, sino también las pistolas que les había prohibido la votación democrática. Cuando todo aquello hubiera acabado, cuando la gente tuviera acceso a toda la información, verían que Panoplia había hecho lo correcto al desestimar esa votación. Incluso los aplaudirían cuando supieran lo que había estado en juego.
Los prefectos lo miraron mientras se propulsaba por la pasarela, mano sobre mano en la caída ingrávida de la fase crucero del
Sufragio Universal
. Ninguno de ellos se había puesto aún los visores. Podía verles la cara, sentir cómo sus ojos lo seguían al pasar. No reconoció a ninguno de ellos. Sus nombres, estarcidos en la armadura de materia inerte de sus trajes, apenas le sonaban.
La presión de su atención exigía una respuesta, algún discurso conmovedor y proselitista.
Seguro que Dreyfus habría dicho algo
, pensó Crissel. No tenía que ser gran cosa. Solo una palabra o dos de ánimo. Se detuvo, se giró poco a poco y saludó con la cabeza a los hombres y mujeres jóvenes que vestían aquellos estrechos trajes negros.
—Ninguno de nosotros se engaña pensando que esto va a ser fácil —dijo Crissel, consternado por lo trémula y poco convincente que sonaba su voz—. Las esclusas de aire está bien custodiadas y seguro que encontramos resistencia en cuanto lleguemos al interior. Es bastante probable que nos superen en número. Pero tenemos la ventaja de nuestra formación y nuestro equipo. Recuerden, son funcionarios de Panoplia. La verdad está de su lado.
La reacción no fue la que esperaba, o la que hubiera deseado. Los prefectos parecían desconcertados y temerosos, como si sus palabras les hubiesen robado justo la moral que esperaban infundir.
—Cuando digo que no será fácil —prosiguió—, no quiero decir que no vayamos a lograrlo. Por supuesto que no. Solo quiero decir…
Una chica de ojos color almendra y rostro en forma de corazón preguntó:
—¿Cómo distinguiremos los elementos hostiles de los locales, señor?
Crissel golpeó ligeramente la parte superior de su casco.
—El desplegable estratégico les mostrará todos los ciudadanos conocidos por el aparato electoral. Cualquiera que no sea reconocido por el desplegable será considerado un elemento hostil no indigente. —Le envió una sonrisa demasiado confiada—. Por supuesto, están autorizados a practicar la eutanasia.
—Disculpe, señor —dijo un joven con barba de un día—, pero se nos ha informado que seguramente operaríamos en un entorno sin abstracción local.
—Es correcto —dijo Crissel asintiendo con la cabeza—. Si Aubusson ha salido de la abstracción exterior, creemos que sus sistemas internos también estarán desactivados.
—Entonces, ¿cómo sabrán los desplegables estratégicos quién es quién? —preguntó la chica, con el tono de alguien que espera una respuesta razonable.
Crissel abrió la boca para responder, luego sintió que se le abrían unas inquietantes trampillas mentales. Había cometido un error. No había ninguna garantía de que los desplegables fuesen a funcionar.
—Los hostiles serán… los que se muestren hostiles —dijo.
Los prefectos lo miraban fijamente. Habría preferido que se rieran de él, o incluso que le hiciesen otra pregunta, a aquella mirada expectante, como si lo que les había dicho tuviera algún sentido operativo.
Algo volvió a azuzar las brasas medio apagadas de sus tripas.
—Disculpen —dijo, y se dispuso a dar media vuelta para regresar al cubículo. Pero, en aquel instante, el piloto salió del puesto de pilotaje con los auriculares encima de la cabeza.
—Un visual de Aubusson, señor. Pensé que le gustaría verlo.
—Gracias —dijo Crissel.
Entró en el espacioso puesto de pilotaje del crucero con una vergonzosa sensación de alivio. Casa Aubusson parecía horripilantemente cercana en los paneles, pero era una sensación engañosa; aún estaban a miles de kilómetros de distancia, y los sistemas anticolisión del hábitat aún no habrían distinguido al crucero que se acercaba de la confusión del trágico general del Anillo Brillante que se movía en vectores similares.
—Parece bastante normal —comentó Crissel cuando la vista desde el extremo' se amplificó y reveló los detalles a pequeña escala del muelle de atraque, donde un montón de naves seguían atracadas—. ¿Supongo que no ha habido ningún cambio significativo desde que salimos de Panoplia?
—Nada que afecte a nuestro acercamiento —dijo el piloto—. Pero hay algo que debería saber. —Abrió las ventanas sobre la vista principal, ilustrando vistas laterales del hábitat captadas por algún otro vehículo o cámara distante—. Luz visible —dijo—. Con un margen de seis horas. La vista de la derecha es la más reciente.
—Parecen iguales.
El piloto asintió, confirmando la opinión de Crissel.
—Ahora observe las mismas instantáneas en infrarrojo. ¿Hay algo que le salte a la vista?
Un extremo del hábitat era una mancha de emisiones termales donde antes había sido frío. El desplegable sombreaba las estructuras en una gradación de colores, desde el rojo teja al naranja intenso.
—A juzgar por esas láminas de enfriamiento, está sacando mucho calor.
El piloto hizo un ruido afirmativo.
—Comenzó en las últimas cuatro horas, según parece.
Crissel se arriesgó a hacer una pregunta estúpida.
—¿Qué extremo es?
—No en el que vamos a aterrizar. El muelle de atraque sigue tan frío como siempre, a excepción de unos pequeños puntos alrededor de las armas, que están lanzando el calor residual después de haber disparado.
Armas
, pensó Crissel. Qué fácil era dejar de pensar en los sistemas anticolisión como instrumentos para la preservación de la vida a máquinas diseñadas para acabar con ella.
—Entonces, ¿qué está ocurriendo? ¿Por qué está más caliente en ese extremo?
—Solo son elucubraciones, pero una explicación podría ser que las fábricas estuvieran funcionando.
—No sabía que Aubusson tuviera fábricas.
—Parece que hace años fueron bastante importantes —dijo el piloto golpeando con un dedo un sumario de texto en el panel plegable de su apoyabrazos—. No tanto como una de las grandes fábricas, pero fabricaban algunos cientos de miles de toneladas anuales. Productos de alto valor y poco volumen. Sirvientes de construcción, sobre todo, para usarlos en la construcción de los nuevos centros industriales del Ojo. Durante un tiempo fue un buen negocio, pero cuando las fábricas lunares empezaron a funcionar a pleno rendimiento, los lugares como Aubusson perdieron su negocio.
La misma vieja historia de siempre, pensó Crissel. El Ojo de Marco era el principal proveedor industrial del sistema desde hacía más de un siglo.
—¿Qué pasó con la fábrica?
—Mantuvieron la infraestructura. Imagino que decidieron esperar hasta que llegara el momento en el que pudieran competir con el Ojo. A juzgar por el calor termal que se desprende, han vuelto a poner en marcha el engranaje de la fábrica.
—Pero solo hace medio día que tienen el control de Aubusson. No pueden haber puesto en marcha la fábrica tan rápido. No es humanamente posible.
—Como he dicho —dijo el piloto a la defensiva—, solo son elucubraciones.
—Eso no afecta nuestra misión —dijo Crissel con voz temblorosa—. En todo caso, hace más urgente que entremos y aseguremos el lugar para Panoplia.
—Solo pensé que debería saberlo, señor.
—Ha hecho bien en comunicármelo. —Tras una incómoda pausa, durante la cual no estaba seguro de si su presencia en el puesto de pilotaje era adecuada o no, Crissel preguntó—: ¿Cuánto falta?
—Entraremos en el volumen de colisión evitación del hábitat dentro de seis minutos. Los vehículos no tripulados fueron interceptados cuando estaban doscientos kilómetros dentro de ese volumen, a unos cien kilómetros del muelle de atraque. —El piloto llamó su atención sobre otra lectura, llena de datos estratégicos—. Pero estaremos listos para dirigir nuestros misiles contra sus armas anticolisión mucho antes. Ya tenemos soluciones positivas de disparo para la mitad de ellas.
Crissel sintió un escalofrío en la nuca.
—Entonces, ¿por qué no disparamos? Si no es una pregunta estúpida.
—Porque nos verían. Ahora nos estamos acercando con mucho sigilo, pero en cuanto lancemos los misiles, los sistemas de puntería del enemigo podrán rastrear los vectores de escape de nuestros misiles.
—Estamos hablando de sistemas anticolisión, piloto, no de
hardware
militar. Están programados para reconocer objetos extraños que se acercan, no para rastrear los tubos de escape de los misiles.
Había una nota de reticencia en la voz del piloto.
—El prefecto Dreyfus dijo que debemos suponer que están cargados con nuevo
software
.
Crissel tosió.
—Sí, claro, por supuesto. Aunque la probabilidad de que sea así… ¿Pero está seguro de que no podemos disparar y eliminar todas las armas en un solo ataque?
—No puedo garantizarlo, señor. La mejor estrategia es esperar hasta que tengamos soluciones claras en todas las armas, lo que significa suspender nuestro ataque hasta justo antes de iniciar la fase de frenado.
—De acuerdo. Solo necesito tenerlo claro. ¿Y a qué distancia del volumen de evitación estaremos en ese momento?
—Treinta kilómetros dentro —dijo el piloto.
Crissel asintió como si la cuestión estuviese zanjada y no tuviesen que volver a hablar del tema.
—Mantenga ese vector, piloto. Voy a hablar con los prefectos.
—Tendrá que sujetarse dentro de cinco minutos, señor. Empezaremos a movernos mucho, sobre todo si tenemos que esquivar disparos.
Crissel salió gateando del frío y clínico santuario del puesto de pilotaje y se dirigió a la zona de reunión. La mayoría de los prefectos ya se habían puesto los cascos, y de ellos más de la mitad se habían bajado y sellado los visores.
—El piloto me informa que comenzaremos la fase de frenado dentro de unos cinco minutos —dijo Crissel, sujetándose a un pasamanos reforzado mientras contemplaba las hileras negras—. No se equivoquen, esto no es solo un confinamiento o una acción disciplinaria. Hay más de ochocientas mil personas dentro de Casa Aubusson, y cada una de ellas espera nuestra ayuda. A veces los agentes de Panoplia son temidos y odiados. No hay nadie en la organización que no sepa lo que se siente. Yo también he pasado por eso. Sé lo que se siente cuando te desprecian. Pero hoy esas personas están deseando ver un uniforme negro de Panoplia. Y esperarán que hagamos nuestro trabajo. Podemos hacerlo. Seguro que nos encontraremos con una fuerza armada y eficaz, pero recuerden esto: por muy numeroso que sea el enemigo, por muy ágil o agresivo, tenemos a ochocientos mil ciudadanos agradecidos de nuestro lado. Hoy Panoplia vencerá. Nunca he estado más seguro de algo en toda mi vida.
Alzó su puño, apretado como el símbolo de Panoplia, y le respondió un prudente clamor de aprobación.
Satisfecho con su respuesta, consciente de que si los empujaba más allá se arriesgaba a sufrir una humillación, Crissel regresó al puesto de pilotaje.
—Estatus, por favor, piloto.
—Frenado en cuatro minutos, prefecto. Ciento veintidós kilómetros hasta el borde exterior del volumen de evitación. Será mejor que se sujete.
—Sobre esos sistemas anticolisión, supongo que ahora tiene una visión más clara.
—Estoy refinándola todo el tiempo.
—¿Y no ha habido cambios en la situación estratégica? ¿Todavía no podemos garantizar una eliminación total a esta distancia?
—No puedo prometérselo, señor.
Pero captó un matiz en la voz del piloto.
—¿Pero las probabilidades han mejorado a nuestro favor?
—Ligeramente, señor.
—¿Tenemos ya soluciones de disparo?
—Listas para salir, señor, en cuanto estemos treinta kilómetros dentro del volumen. Lo que sucederá dentro de tres minutos, treinta y tres segundos.
—Voy a sujetarme para la fase de frenado. Haga usted lo mismo, piloto. —Se giró al resto de la tripulación del puesto de pilotaje—. Escuchen. Vamos a adelantar el plan de batalla. Quiero disparar contra esas armas antes, mientras aún tenemos algo de distancia de margen. Tienen mi permiso para comenzar a disparar misiles dentro de sesenta segundos.
El piloto abrió la boca, como si fuese a formular una objeción.
Crissel le preguntó con amabilidad:
—¿Tiene algún problema?
—Es un cambio de planes, señor.
—No había nada escrito. Sencillamente nos estamos adaptando a una información mejorada.
—Puede que no eliminemos todas las armas.
—Y puede que tampoco lo hagamos cuando estemos más cerca. Esto es la guerra, piloto. Implica un elemento de riesgo. Tenga la amabilidad de ejecutar mi nueva orden en el momento adecuado.
Captó un momento de vacilación cuando los miembros de la tripulación se miraron entre sí. Un momento que se tambaleó al borde del amotinamiento, pero enseguida dio marcha atrás.
—Soluciones preparadas —murmuró el piloto—. Misiles fuera dentro de treinta y cinco segundos.
Crissel regresó a la zona de reunión y se colocó en posición. Se puso el casco en el último momento, y sintió que el seguro se cerraba exactamente en el mismo momento en el que una serie de golpes secuenciados anunciaron que los misiles del crucero salían disparados desde sus rampas de lanzamiento de despliegue rápido. Hasta entonces no había habido ninguna señal exterior de que el
Sufragio Universal
estuviera a punto de enseñar sus garras.
Crissel ya había ordenado a su casco que desplegara una representación de la situación exterior, recopilada de las propias cámaras, sensores y sistemas de gestión de la batalla del crucero. Vio el intenso y detallado disco gris de Aubusson, la vista desde el extremo del cilindro. Los misiles eran invisibles excepto por las rayas blanco-azuladas de sus tubos de escape, girados a varios ángulos mientras se dirigían a diferentes objetivos. Unos indicadores verdes de estatus rastreaban cada misil, llenos de números que no significaban nada para Crissel. Unas cruces rojas marcaban los puntos de impacto deseados en el disco gris.