—No trates de dejarme, querida —siguió diciendo él. Una risa gruesa borboteó en su podrido pecho—. Ahora estaremos juntos, para siempre.
Tiró de las manos de Robyn y se las sujetó con fuerza detrás de la espalda con una correa; después la levantó e hizo que quedase sentada sobre el caballo.
—Cabalga conmigo..., amor mío.
Rió entre dientes y su aliento silbó junto al oído de ella.
Riendo de nuevo, Laric espoleó el flaco caballo. La luna, casi llena, se había elevado más. Una niebla blanca había empezado a condensarse en el aire de la noche, y la imagen de la luna y sus lágrimas se hizo borrosa e indistinta.
Laric sabía que debía conservarla viva durante dos días, evadiendo la inevitable persecución. Dos noches más, para que la luna se elevase llena y poderosa en el cielo.
Entonces, bajo la mirada funesta de aquella luna, el poder de la druida sería suyo. Terminaría la vida de ella y empezaría realmente la suya. Y, cuando hubiese bebido su poder, ya no tendría que volver a huir de nada en el mundo.
Entre la niebla que poco a poco se fue convirtiendo en una fresca llovizna, el Jinete Sanguinario cabalgó con su impotente cautiva.
Genna Moonsinger levantó la redonda y arrugada cara hacia el cielo. Las arrugas de la edad se acentuaron en un fruncimiento de ansiedad. La luna sólo era visible como una mancha blanca entre la niebla.
La Gran Druida permaneció inmóvil durante un largo momento, escuchando. Una vez se agitó ligeramente. Un observador que hubiese podido acercarse a ella habría visto que unas gotas de humedad salobre se cuajaban en las comisuras de sus párpados.
—Comprendo —murmuró al fin.
En unos instantes, Genna tomó una de sus formas predilectas: la de una pequeña golondrina. La rapidez y la agilidad de aquel pequeño cuerpo siempre le producía un estremecimiento de excitación, pero ahora el poder quedaba subordinado a la urgencia de su misión.
Elevándose en el cielo como una flecha, voló sobre los páramos y los bosques. Tenía mucho que hacer, y muy poco tiempo.
Piando, el pájaro aleteó de un claro a otro del valle de Myrloch, buscando a alguien que sabía que estaría cerca; pero no encontraba rastro de él. Su preocupación aumentó al darse cuenta de que pronto se vería obligada a abandonar esta misión, en favor de otra tarea todavía más urgente.
Sin embargo, sintió que debía darse un poco más de tiempo. Volando lo más deprisa que le permitían sus pequeñas alas, la druida husmeó y buscó por todos los caminos del valle de Myrloch. Transcurría el tiempo y ella seguía buscando.
Por último, se dio por vencida. El pajarillo se elevó y empezó a volar hacia el suroeste. Pero, entonces, una ligera brisa le trajo el débil rastro que había estado persiguiendo. ¡El que producía aquel olor estaba cerca!
Piando excitada, Genna voló a ras del suelo. Sólo unos instantes mas, se dijo, un precioso tiempo que significaría la diferencia entre la vida y la muerte.
Pronto encontró Genna al que buscaba y le habló en tono apremiante durante unos momentos. Después alzó de nuevo el vuelo, resuelta ahora a encontrar al príncipe de Corwell.
Las grandes garras golpeaban el suelo con ritmo incesante mientras Kazgoroth perseguía a su traidor secuaz. El monstruo andaba ahora a cuatro patas, con cierta torpeza debida a que sus extremidades delanteras eran más cortas.
La larga lengua bífída pendía entre las hileras de dientes afilados, como gustando el aire. Muy débilmente, la Bestia detectó el rastro de la druida y salivó a causa del estímulo. Pero, dentro de su oscuro cerebro, Kazgoroth había empezado a preocuparse.
Hacía muchos meses que estaba lejos del Pozo de las Tinieblas, alimentándose con la difusión del mal. Pero ahora las fuerzas del mal habían sufrido un espantoso revés y el poder de Kazgoroth empezaba a menguar.
La Bestia redujo su marcha a un trote y después a un paso lento. Pero el rastro del Jinete Sanguinario lo llamaba, burlándose de la debilidad de la Bestia.
Gruñendo, levantó la cabezota, y clavó los ojos con intensidad asesina. Una vez más, las poderosas patas traseras impulsaron al enorme cuerpo en un paso largo regular, esta vez en posición erguida.
Sacó de nuevo la lengua bífída, gustando el aire. Ya no buscaba el dulce olor de la druida, ni el fétido rastro del usurpador Laric. sino su fuente primaria de nutrición, el poder que había traído a la Bestia al mundo.
Kazgoroth no tenía más remedio que volver al Pozo de las Tinieblas.
—Que nadie se aleje —dijo Tristán, cuando una niebla espesa los envolvió.
—¿Puedes ver a Canthus? —preguntó Daryth, casi invisible a sólo tres pasos de distancia.
—A duras penas —respondió el príncipe.
Se había hecho de noche, y con ella había llegado una niebla que amenazaba con ocultar todos los rasgos del terreno a los perseguidores.
Avalón y los otros caballos espumajeaban y sudaban a causa del esfuerzo de la larga carrera. Canthus trotaba rítmicamente delante de ellos, inagotable en su fuerza y su resistencia.
Ahora, al cubrir la oscuridad el negro rastro del caballo de Daryth, el perro seguía la pista, por lo que eran innecesarias las antorchas.
Durante bastante tiempo más siguieron adelante, hablando en voz baja y manteniéndose todos en contacto. Por fin, después de perder de vista a Canthus por octava o novena vez, Tristán reconoció lo inevitable.
—Será mejor que descansemos un poco. Si nos fatigamos demasiado, nunca los alcanzaremos.
Los otros estuvieron de acuerdo; por consiguiente, desmontaron y se tumbaron en el suelo para dormir un poco antes del amanecer. Keren lanzó un suave silbido y Sable salió de entre la niebla para posarse sobre una alta peña junto al bardo. Incapaz de dormir, Tristán comió un poco de carne seca de buey y bebió vino, pero ni siquiera esto logró relajarlo. Después de lo que le pareció una eternidad, advirtió que empezaba a relucir la espesa niebla. La aurora estaba cerca.
—Vayámonos —dijo.
Entumecidos y doloridos, volvieron todos a montar en sus caballos blancos.
El rastro dejado por el corcel de Laric se destacaba en el suelo como una raya de tinta en una hoja de papel, y arrancaron en un medio galope para calentar sus cuerpos y despertar sus adormilados sentidos. Durante una tiempo cabalgaron en silencio, mientras la turbia niebla iba adquiriendo brillo. Sin embargo, ésta no se dispersó y viajaron a través de un páramo monótono que se perdía de vista a treinta pasos de distancia.
Sólo el negro rastro se destacaba de la pálida hierba verde y de la perpetua blancura de la nieve. Siguieron en fila india, con Canthus en cabeza y Tristán detrás de él; después venían Keren y Pawldo, y Daryth iba en retaguardia sobre un gran caballo castrado.
Junto al rastro del Jinete Sanguinario, veíanse siempre las grandes huellas dejadas por Kazgoroth, la Bestia, en su constante persecución. Las pesadas patas traseras se hundían profundamente en el fangoso suelo, dejando la marca clara de las garras.
Temprano por la mañana, llegaron a un punto donde las huellas se separaban; las de Kazgoroth se dirigían hacia el este, mientras que las de Laric y su cautiva continuaban hacia el norte.
Tristán lo contempló, momentáneamente indeciso.
Los otros se detuvieron en silencio y observaron la expresión de incertidumbre de su semblante.
¿Seguir a la Bestia, que era la criatura más diabólica de las Moonshaes, y matarla?
¿O apresurarse para salvar a la mujer que amaba, si todavía estaba viva?
Pensó en la espada que colgaba de su cinto, sabiendo que si agarraba su empuñadura se vería obligado a seguir a Kazgoroth. Pero ¿podía actuar de otra manera?
La Espada de Cymrych Hugh había sido forjada siglos atrás con el fin de matar a aquella Bestia. Si no seguía su pista, el monstruo se desvanecería pronto en el vasto valle de Myrloch y los ffolk tendrían que sufrir de nuevo su maldad.
¿Debía abandonar a Robyn a su destino?
—Tengo que ir tras ella. La Bestia tendrá que esperar —dijo al fin, bajando los ojos para evitar las miradas de los otros. Le repugnaban sus propias palabras y sentía que había traicionado a sus compañeros, a sus ffolk y a la Espada de Cymrych Hugh.
El piar de una golondrina, que volaba cerca sobre su cabeza, lo distrajo. Al posarse el pájaro en el suelo, su forma cambió con rapidez entre la niebla. Tristán se dispuso a empuñar su espada, pensando que la Bestia había venido a ellos, pero fue una vieja la que se les plantó delante. Con ojos brillantes sonrió al príncipe.
Poco a poco, su expresión se volvió pesarosa.
—Sabes lo que tienes que hacer, príncipe de Corwell. Si no buscas ahora a la Bestia y la destruyes antes de que pueda recobrar su poder, nunca tendrás otra oportunidad.
Su voz era fría y enérgica, más propia de una mujer joven.
—Te conozco, druida —dijo el príncipe, recordando—. Me hablaste aquella noche, en el Festival de Primavera. Pero ¿cómo puedes ordenarme esto cuando Robyn, ¡una druida!, puede estar todavía viva?
—Vive —dijo la druida, y el corazón saltó en el pecho de Tristán— y no está abandonada.
—Pero...
—Es una hija predilecta, ¡y la diosa le sonríe! ¿Es posible que no lo sepas? —Ahora elevó la voz con indignación—. Haremos todo lo posible para salvarla.
—Yo no puedo... —empezó a decir Tristán, presto a discutir la orden.
Pero algo en los ojos de la druida hizo que se mordiese la lengua.
—Eres un príncipe valioso para los ffolk —dijo la druida, algo más amable—. Pronto serás rey, si puedes triunfar en tu tarea final. ¡Ahora ve y cumple con tu deber!
Tristán, muy afligido, comprendió que la druida tenía razón: había que matar a la Bestia, y era su deber hacerlo. Se volvió despacio y, entonces, se acordó de la vara.
—¡Espera! —gritó, desatando la vara de detrás de su silla.
La druida sonrió y se acercó mientras él se la tendía.
—Es suya. Espero que puedas dársela.
—Lo intentaré —prometió ella, y su sonrisa mitigó el tormento de Tristán.
Se envolvió en su capa de lana y desapareció. Esta vez, un pequeño murciélago se elevó entre la niebla, agitando con desesperación las minúsculas alas. A pesar de sus animosas palabras, Genna Moonsinger sabía que el tiempo era precioso y que le quedaba muy poco.
La mente de Robyn se fue aclarando mientras viajaban entre la niebla durante el largo día, pero su cuerpo parecía todavía presa de una debilidad paralizadora. Podía levantar la cabeza y ver a su alrededor, pero no volverse y mirar detrás de ella. Había perdido toda sensibilidad en las manos, pues la dura correa se hundía con crueldad en sus muñecas.
Parecía rodearla un olor a muerte y podredumbre, que brotaba de los cuerpos del caballo y del Jinete. Con frecuencia, Laric se inclinaba sobre ella y le decía algo ininteligible, y entonces su acre y fétido aliento hacía que sintiese náuseas y le diese vueltas la cabeza.
Todavía más repugnantes que su aliento eran sus dedos fríos y esqueléticos. De vez en cuando, Laric ceñía la cintura de Robyn con aquellas manos o le acariciaba largamente la espalda o los hombros.
Cada vez que hacía esto, Robyn se estremecía de asco. Deseaba que la muerte la librase de aquella pesadilla, pero la muerte no venía y la pesadilla continuaba.
Durante todo el día, la niebla flotó baja y espesa sobre el páramo, como si la diosa no pudiese resignarse a levantar el telón sobre la escena que se estaba representando allí. Sin embargo, la niebla no ofrecía ninguna protección a los actores.
El largo día a caballo terminó con el crepúsculo, cuando un disco luminoso se elevó sobre las nubes hacia el este, y Robyn supo que era el plenilunio. Laric refrenó el caballo negro y desmontó. Con rudeza, bajó a su prisionera al suelo y la tendió sobre la hierba. Por un momento, Robyn se atrevió a pensar que se habían detenido para descansar.
Pero algo en los fieros ojos del Jinete Sanguinario le dijo que no era así.
Laric la arrastró hasta una piedra ancha y plana, y la golpeó en el hombro de tal manera que Robyn cayó aturdida sobre aquélla.
Entonces se levantó por unos momentos la niebla y los rayos de la luna llena se derramaron luminosos sobre el claro. Robyn vio que Laric desenvainaba su mancha da y negra espada. A pesar de su deslustre, el arma parecía arder con una corrupción profunda que le dañó los ojos al mirar la hoja.
El Jinete Sanguinario se volvió hacia ella, con el arma levantada y torcida la cara en una horrible mirada de impudicia. Ella tiró frenéticamente de la correa que sujetaba sus muñecas, pero ésta había sido atada demasiado fuerte.
Comprendió lo que él se proponía, pero nada podía hacer para salvarse. Resolvió que aquella criatura no sabría nunca lo aterrorizada que estaba, y levantó la orgullosa cabeza hacia Laric con una expresión de desprecio.
Y, al acercarse él, con una risa mortal y estertorosa brotándole del pecho, le escupió en la cara.
Las pequeñas garras de Newt se cerraban sobre el asta del unicornio, sujetándose con fuerza mientras Kamerynn corría por los intrincados caminos del bosque. El pequeño dragón mantenía constantemente su magia ilusoria, reproduciendo el mundo de manera que la ciega criatura pudiese galopar una vez más, lleno de orgullo, por sus dominios.
Newt no había comprendido el mensaje de la Gran Druida a Kamerynn, pero sus palabras habían dado al unicornio una frenética energía. Temblando, el dragon—duende se esforzaba en no caerse y seguir ejerciendo su magia.
Nunca, hasta entonces, había realizado Newt una ilusión tan sostenida, y el esfuerzo hacía que le doliese la cabecita cubierta de escamas. Por lo general, cualquier mariposa errante o apetitosa rana habrían distraído su atención, pero ahora cabalgaba diligente y atentamente, olvidando su dolor de cabeza para conservar la visión al ciego unicornio.
Durante una larga noche y un día todavía más largo, la pareja corrió sobre el páramo envuelto en niebla. Esta los rodeaba y se pegaba a ellos, y Newt encontraba incluso difícil mantener su orientación. Por fin se hizo otra vez de noche, la noche de la luna llena, y la fatiga obligo al unicornio a moderar su resuelta carrera.
A su alrededor, la niebla parecía gravitar pesadamente sobre ellos. Era muy fría y rezumaba una sensación de peligro.
El murciélago voló resueltamente a través de la niebla, por encima de la negra huella que manchaba y rasgaba el suelo. La noche cayó con espantosa rapidez y lo rodeó con jirones de niebla. Sombras amenazadoras se movían en los bordes de su visión.