Pero, al avanzar por el mojado y fangoso camino, una nube de insectos punzantes y zumbadores salió de los bosques, ensañándose con los hombres del norte como una plaga. El ejército se dispersó para evitar aquel tormento, pero no antes de que muchos soldados muriesen por las picaduras.
Al tratar Grunnarch de reagrupar su fuerza, enredaderas y matas erizadas de espinas brotaron del suelo entre sus hombres. Éstos cortaron con esfuerzo aquellas ligaduras vegetales, pero su progreso se vio gravemente entorpecido. Empezaron a murmurar con inquietud sobre magia, y su avance se hizo todavía más lento.
Cuando el rey ordenó que forzasen el paso, una pared de fuego brotó del suelo entre ellos. Docenas de hombres murieron a causa del calor de las llamas, y los demás, presas de pánico, echaron a correr por el camino.
Aquel día, durante toda la marcha, extraños desastres afligieron a los hombres. Un grupo que camina sobre un sólido lecho de roca sintió de pronto que se hundía en un fangal. Antes de que uno solo de ellos pudiese escapar, fueron absorbidos por el barro movedizo. Grunnarch observó, aterrorizado, las manos de los moribundos agitándose en la ciénaga, retorciéndose y tratando de agarrarse a alguna cosa, antes de desaparecer definitivamente.
—Es cosa de los druidas del valle de Myrloch —explicó Trahern, sin prestar gran atención a las calamides de que eran víctimas los hombres del norte.
—¿Cómo podemos detenerlos? ¿Dónde están? —gruñó el Rey Rojo.
Aborrecía a este enemigo invisible más que a cualquier adversario normal por muy fiero que fuese.
—Podrían estar en cualquier parte —dijo el traidor encogiéndose de hombros—. Tal vez es uno solo, pues la Gran Druida puede tener este poder. —Trahern miró a su alrededor—. Podría estar en nuestro camino, forma de un ratón o de un insecto. Es imposible saberlo.
—Debemos poner fin a estos ataques. ¿Cómo, hombre? ¡Dímelo!
De nuevo encogió el druida los hombros.
—Muy sencillo. Tenemos que salir del valle Myrloch.
Maldiciendo el inútil consejo, el Rey Rojo volvió junto a su ejército. Los ataques parecieron menguar y el pánico dio paso a la fatiga entre los invasores. Siguieron caminando desanimados hasta que al fin salieron de las tierras salvajes del valle de Myrloch. Delante de ellos estaba una vez más el reino de Corwell.
Las esperanzas de Grunnarch renacieron ligeramente. El cielo, al terminar el día, se había despejado.
Poco a poco, la serpenteante columna avanzó hacia el sur. Los Jinetes Sanguinarios cabalgaban en la vanguardia por el camino cenagoso. Grunnarch los vio pasar y pensó que eran muy diferentes de los guerreros que había conocido antaño. Jinetes y monturas se tambaleaban de fatiga, y parecían demacrados y macilentos. Aunque se había dado a la tropa comida en abundancia, Grunnarch se dio cuenta, estremeciéndose, de que los Jinetes Sanguinarios requerían una clase diferente de sustento.
Los soldados de a pie, que caminaban pesadamente sobre el barro detrás de la caballería seguían avanzando sin parar; sin embargo, parecían temerosos y nerviosos al mirar a los terribles jinetes que los precedían o a la banda de firbolg que marchaban detrás de ellos. El ejército de Grunnarch ya no tenía ánimo para quejarse.
Por último, pasaron los firbolg. Parecían no prestar atención al barro en el que se hundían hasta la mitad de las robustas pantorrillas, ni reconocer la presencia del Rey Rojo al desfilar por delante de él.
Más preocupado que nunca, Grunnarch se incorporó con Trahern a la retaguardia de la larga columna. Rezó fervientemente para que el tiempo se mantuviese bueno durante el día. Si era así, confiaba en que alcanzarían y cortarían la carretera de Corwell antes de que fuese demasiado tarde.
De pronto, un grito apremiante lo volvió a la realidad. Transmitido a lo largo de la fila por los agitados soldados, el mensaje era inconfundible:
—¡Nos están atacando!
El príncipe de Corwell, a horcajadas sobre el gran semental blanco, Avalón, bloqueaba el camino de Corwell con su presencia.
La larga lanza, con la banderola del Lobo Solitario ondeando orgullosamente en su punta, estaba plantada junto a él. Unos cincuenta ffolk, todos ellos fugitivos de las comunidades orientales, lo rodeaban o esperaban junto a la carretera. Más refugiados seguían acercándose, para saber lo que significaba aquella reunión.
—Ciudadanos de Corwell —repitió Tristán, para que lo oyesen los recién llegados—. ¡Escuchadme, en nombre de nuestro rey!
Levantó la bandera, mientras los ffolk lo observaban impasibles.
Justo delante de él, dos niñas harapientas, envueltas en los restos de mugrientos vestidos, tendieron las manos y lo miraron sonriendo confiadas. Detrás de ellas había una joven que trataba valientemente de contener las lágrimas.
Algunos de los fugitivos llevaban consigo un animal o dos (una cabra o un par de gallinas) atados con firmeza y guardados con cuidado. Algunos traían unos pocos bienes, tales como herramientas, ollas o, raras veces, un arma.
Algunos tenían triste la mirada, reveladora de pérdidas indecibles. Tristán lo sabía, pues era la misma expresión que veía en los ojos de Gavin, el herrero. Otros le correspondían con una mirada resuelta y valerosa. Otros mostraban rencor, como si él, su príncipe, fuese responsable de los terribles sucesos de que habían sido víctimas.
Al empezar a hablar, advirtió de nuevo las miradas escrutadoras de aquellos que aún no se sentían derrotados, de aquellos que todavía estaban dispuestos a resistir a los invasores. Lo único que necesitaban era una chispa, y el príncipe sabía que ésta podían producirla sus palabras.
—Pido ayuda a todos los que seáis capaces de prestarla. También ofrezco una oportunidad a los que quieran contraatacar a los invasores que han mancillado nuestra tierra y matado a nuestros seres queridos.
El príncipe se sintió animado al ver que muchos aguzaban los oídos para escucharlo.
—El enemigo llegará pronto, desde allí. —Señaló una lejana colina que sobresalía en la distancia—. Lo esperaré aquí, con una compañía de caballeros y de curtidos soldados de a pie.
»Ahora busco a todos los hombres... o mujeres —añadió, pensando en Brigit y Finellen— que quieran unirse a nosotros contra los hombres del norte.
Hizo una pausa para dar a la gente oportunidad de conferenciar apresuradamente entre ellos. Vio muchas miradas de entusiasmo, pero todavía más de miedo y de vergüenza. La multitud había aumentado de manera enorme y otras docenas de refugiados llegaban por la carretera de Corwell desde el este.
—¡El ejército de los hombres del norte se cierne sobre nosotros! —gritó Tristán, levantando la banderola del lobo—. Debemos retenerlos aquí, hasta que los que no puedan luchar hayan escapado sanos y salvos hacia el oeste. Los que podáis empuñar un arma, ¡unios a mí ahora! ¡Dad a los más débiles una posibilidad de vivir!
Tocó ligeramente los flancos de Avalón con la rodilla. El semental saltó de la carretera al campo, donde el príncipe lo refrenó y se volvió de cara a la masa de fugitivos.
—Todos los que queráis uniros a mí, ¡formad aquí!
Desenvainó la Espada de Cymrych Hugh y trazó una línea imaginaria en el suelo.
Y los ffolk corrieron hacia su príncipe.
Grunnarch llegó al fin al lugar del ataque que había desorganizado a toda su columna. Allí encontró un hombre muerto de una sola flecha. El Rey Rojo no pudo ver ninguna señal de los atacantes, ni motivo de alarma para su ejército.
—¡Locos! ¡Imbéciles! ¡Un solo arquero ha hecho cundir el pánico entre vosotros! ¡Adelante!
Obedientes, los invasores reanudaron la marcha. Grunnarch cabalgó lleno de furia junto a la columna hasta que alcanzó a Laric, que ocupaba su acostumbrada posición en la vanguardia.
—¡Envía a algunos exploradores a los bosques! ¡No podemos permitir que sus moradores disparen contra nosotros a cada legua durante nuestra marcha!
Laric lo observó con indiferencia y el rey vio, horrorizado, que aquellos ojos habían perdido toda expresión humana. Apagados y fríos, parecían ser al mismo tiempo profundos y opacos. No había más vida en ellos que las cuencas vacías de una calavera.
Grunnarch buscó con desesperación una idea para doblegar la voluntad de Laric a la suya. El aspecto macilento y debilitado de su lugarteniente lo inspiró de pronto.
—¡Debéis matar! —dijo, lenta y claramente—. Allí, en los bosques... Debéis cabalgar allí, ¡y matar a todos los que encontréis!
La llama que ardió en los ojos de Laric fue lo mas espantoso que Grunnarch el Rojo había visto en su vida. En todo caso, los Jinetes Sanguinarios volvieron a montar en sus caballos. Lanzándose adelante, se desparramaron por el valle, buscando algo, lo que fuese, para matarlo.
Aileen cabalgaba con agilidad sobre su silla, dejando que la ligera yegua eligiese el camino más rápido entre los pinos. Como un fantasma blanco, Osprey llevó a su ama muy cerca del ejército enemigo, deslizandose entre las sombras y la espesura para evitar que los descubrieran.
Ella tenía el arco a punto sobre su falda, pero sabía que su —misión principal era informar, no atacar. Sin embargo no había podido resistir la tentación de la aquel fácil disparo contra la columna. El caos resultante hizo que el riesgo hubiese valido la pena... y ella rió entre dientes.
De pronto, la muerte negra pareció salir de la espesura, y Aileen esquivó a duras penas el ataque salvaje de un jinete. El acoso se produjo desde tan cerca que ni siquiera las veloces reacciones de Osprey pudieron preverlo. Al volverse el atacante, pudo ver Aileen la máscara de calavera y chilló horrorizada.
¡Pero la calavera era su cara! Los Jinetes Sangínarios ya no necesitaban máscaras para crear su horrible aspecto. Aileen creyó sentir el apestoso y maligno aliento de la criatura contra su cara. Tanto si lo había imaginado como si no, la joven amazona no pudo hacer más que agarrar aterrorizada las riendas.
Fue sólo el instinto de Osprey lo que sacó a su ama de peligro. La yegua saltó desde la alta ribera al fondo del barranco y chapoteó hasta la orilla opuesta. Volando como sólo pueden hacerlo los corceles de Synnoria, Osprey bajó por el valle hacia la compañía.
Otros varios jinetes negros trataron de pcrseguirlos pero Osprey dejó con facilidad atrás a los siniestros hombres. Por último, Aileen llegó a un claro y encontro allí a Brigit y a una docena de las hermanas. Jadeando, contó rápidamente su historia.
Laric condujo con concentrada energía a todos los Jinetes Sanguinarios tras aquel pedazo de vida. Quería, o más bien necesitaba, matar. La yegua blanca y su pequeño pero firme jinete rendirían un sustento considerable.
Aunque varios Jinetes Sanguinarios permanecieron junto a Laric, la mayoría de los otros se perdieron a lo lejos. Acuciado por su sed de sangre, Laric fue en definitiva el único que consiguió no perder de vista a aquel fantasma blanco.
Al fin salió el Jinete Sanguinario del bosque y se detuvo. Ni siquiera el afán de sangre que latía en su cráneo podía impulsarlo al suicidio, y una ulterior persecución equivaldría a éste.
El fantasma blanco se había reunido con un grupo de monturas similares. Éstas lo miraron con recelo mientras él las observaba, hasta que Laric se adentró de nuevo en el bosque. Amparado por la sombra de los árboles, se volvió y estudió el grupo de jinetes. Su mirada ardiente buscó, y encontró, su presa original: el jinete con ropa de explorador.
Recordó la impresión que le había causado la presa cuando su golpe estuvo a punto de alcanzarla. Era cálida y suculenta... La quería para él.
Y la tendría.
Tristán sintió un nudo de preocupación en el estómago mientras se paseaba con nerviosismo a un lado y a otro. Estaba en la cima de la baja colina, a la que un agricultor local había puesto el nombre de Loma del Hombre Libre. Desde aquí podía ver todas sus fuerzas. También, veía la suave cuesta, a unos quinientos pasos de distancia, por la que saldrían del bosque los invasores.
Los enanos se acurrucaron a su alrededor para descansar y hablar en voz baja. Tenían el aspecto de estar haciendo algo rutinario, y el príncipe envidió su tranquilo comportamiento. Desde la base de la colina hasta el río, alineados a lo largo de la zanja, se hallaban cuatrocientos hombres y mujeres de las comunidades orientales, provistos de una variedad de armas, tales como picas, lanzas, horcas, hachas y estacas afiladas.
Cada veinte pasos, a lo largo de esta línea, el príncipe había designado un jefe de comunidad, o un anciano respetado, o un soldado veterano, con instrucciones de mantenerse firmes y dirigir a los demás.
A cierta distancia detrás de esta línea, se hallaba Gavin con otro grupo de ffolk armados de manera parecida: la fuerza de reserva. Muchas de las lecciónes de Arlen le habían hecho ver la importancia de una reserva, y el príncipe había resuelto, al concebir su plan, que uno de cada tres voluntarios se incorporaría a aquella unidad.
Al otro lado de la colina, esperaba otro grupo de ffolk que Tristán había tenido la suerte de reclutar. Eran unos cuarenta, en su mayoría leñadores y cazadores, y cada uno de ellos llevaba un arco y varias docenas de flechas. El príncipe hizo que de momento permaneciesen ocultos sus arqueros, ya que la conveniencia de la sorpresa era otra de las lecciones de táctica que a menudo repetía Arlen.
Una hilera de formas blancas salió de entre los a árboles, y entonces oyó Tristán el ruido de las hachas de los enanos talando árboles. Este ruido se había escuchado a menudo durante toda la tarde, mientras Robyn y los enanos trabajaban para dificultar el paso de los invasores por el bosque. Dos chasquidos finales complétaron la tarea, y Robyn y varios enanos salieron del bosque tras las hermanas.
La maraña de árboles talados constituyó un obstáculo casi invencible para la fuerza de Grunnarch. Los hombres del norte tenían que abrirse paso a tajos y hachazos en el bosque, como una pandilla de leñadores; un trabajo ignominioso para unos orgullosos navegantes. Cansado y desanimado, el ejército avanzó ahora con terrible lentitud. Los hombres que marchaban en cabeza hacían turnos para partir los gruesos troncos con las hachas, hasta que se derrumbaban agotados.
—Esto es obra de un druida —observó Trahern, ver las ramas fuertemente entrelazadas que les cerraba el paso.
—Un druida, ¿eh? Bueno, éste morirá como todos los demás —declaró Grunnarch.
—Quizá —comentó el druida, mirando con ojos turbios a su alrededor—. El trabajo es tosco, como de aficionados. Sin embargo, hay aquí una «fuerza» que me preocupa.