Al mediodía no había un solo guerrero en el vasto campamento que no supiese que Thelgaar Mano de Hierro había cambiado de idea. La bandera del dragón rojo ondearía junto a las de los otros reyes del norte. La flota y el ejército marcharían con todo su enorme poder a la conquista de Gwynneth.
Thelgaar Mano de Hierro conduciría a los hombres del norte a la guerra.
El banquete funerario había constituido un gran éxito. Platos rotos, vasos volcados y comensales dormidos yacían en el gran salón de Caer Corwell. La música de gaitas y de címbalos resonaba en el aire y muchos bailarines seguían danzando en el salón. Tristán hacía girar a Robyn en un círculo furioso, sosteniéndola cuando ella se inclinaba hacia atrás hasta casi tocar el suelo. Pensó que la doncella no había parecido nunca tan adorable como ahora.
Sus cabellos negros ondeaban libremente al dar ella vueltas y caían sobre su espalda hasta las caderas. Bajo las manos de él, su esbelta cintura parecía elástica y fuerte. Tristán habría deseado ser más atrevido con ella, pero le faltaba valor para esto. Era extraño: había tocado y palpado a más de una docena de doncellas que nada significaban para él pero, cuando trataba de mostrar afecto a esta mujer, a esta deliciosa criatura que, casi de la noche a la mañana, se había convertido de compañera de juegos de la infancia en toda una mujer, su ser parecía paralizarse. Desde luego, ella no era una fregona a la que pudiese tratar de llevar a los establos después de la celebración. Sin embargo, su indecisión lo volvía loco.
—Perdón.
El príncipe se volvió y vio a Daryth —que parecía asombrosamente sano—, plantado detrás de él. El calishita carraspeó.
—¿Puedo tener el placer del próximo baile?
Robyn miró su brazo, que había recobrado su posición normal, y dijo enseguida:
—Claro que sí.
Se desprendió del príncipe para entregarse a los largos brazos de Daryth.
Durante un momento, Tristán los vio alejarse dando vueltas y se dio cuenta de que su oportunidad había pasado. Enfadado consigo mismo, volvió a la mesa, se sentó y se sirvió otro vaso de cerveza. Por unos momentos, casi lamentó que Daryth se hubiese recobrado tan bien bajo los cuidados del clérigo.
—Hola, mi principe.
Tristán se volvió y vio a un Pawldo de aire sombrío, acompañado de la doncella haifling que había estado con él en la feria... ¿No se llamaba Allian? Su cara de muñeca tenía ahora unas ojeras profundas que la afeaban, y la joven no paraba de mirar de un lado a otro como si estuviese aterrorizada por algo.
—¿Cómo estás? —preguntó el príncipe—. ¿Ocurre algo malo?
—Una desgracia en Lowhill —admitió el haifling, mientras Allian desviaba la mirada—. Alguna criatura entró a la fuerza en una madriguera hace un par de noches, bajo la luna llena. Mató a toda una familia.
Keren, que estaba sentado cerca de ellos, se volvió al oír las palabras del haifling.
—¿Has dicho luna llena? ¿Qué clase de criatura?
—Nadie la vio, pero debía de ser terrible. Excavó el suelo junto a la puerta, dejando grandes huellas de garras, y destrozó la madriguera.
Allian se tapó la cara y se apartó para no oír la descripción de Pawldo. Éste bajó la voz, mientras Daryth y Robyn se acercaban para escuchar. Los dos haifling y los humanos se sentaron alrededor de una pequeña mesa. Tristán hizo señas a una doncella para que le trajese otra jarra de cerveza, y Pawldo prosiguió:
—No se comió los cuerpos; sólo los desgarró y esparció la sangre a su alrededor. Los guerreros siguieron su rastro hasta el torrente de Coriyth, pero allí lo perdieron. Nadie había visto nunca unas huellas parecidas; como de perro, pero enormes.
—La situación es tal vez peor de lo que imaginábamos —murmuró el bardo—. Primero, los firbolg, y ahora esto. El poder de la diosa parece estar menguando muy deprisa.
—Pero ¿qué significa esto? —gritó Robyn, agitada—. ¿Qué podemos hacer para remediarlo?
—Más de lo que te imaginas —respondió Keren—. Dime una cosa. ¿Qué hiciste para que los árboles sujetasen a aquel firbolg?
Robyn pareció confusa e intrigada al mismo tiempo.
—En realidad, no hice nada. El iba... a matar a Tristán, y grité. Creo que dije «¡No!» o algo así. Y entonces ocurrió aquello.
—¿Habías hecho antes algo parecido?
—No, nunca. Quiero decir que siempre he sentido una especie de empatia con las plantas..., con todas las cosas silvestres. A veces me parece como si pudiese compartir su alegría y sus peoas..., si es que las plantas pueden sentirlas.
—Habíame de tus padres —insistió el bardo.
—No los he conocido. Mi padre fue un digno capitán del regimiento del rey, pero murió en la última guerra contra los hombres del norte, antes de que yo naciese.
Por un instante, Robyn pareció vacilar; pero después prosiguió:
—No sé quién fue mi madre. El rey me dijo que murió al nacer yo. Le he preguntado por ella, pero no quiere decirme más. Yo..., bueno, siempre he tenido la impresión de que hubo algún escándalo o algo parecido; pero el rey se enfada si yo insisto, y por esto no lo he forzado a hablar del asunto. ¡Y nadie de por aquí quiere tampoco decirme nada!
Frunció el entrecejo al recordar sus frustraciones a lo largo de los años, todas las personas a quienes había preguntado y le habían respondido que no sabían nada. Habían mentido. Y otros le habían dicho que era mejor que no lo supiese.
Daryth miró con curiosidad a Tristán mientras Robyn hablaba.
—¿Sabes tú algo más? —preguntó a media voz.
—No. Ella ha estado aquí desde que yo era pequeño. Durante mucho tiempo creí que era mi hermana.
—Pero luego dejaste de creerlo —dijo Daryth, guiñándole un ojo.
Robyn abrió la boca para seguir hablando, pero tuvo la súbita impresión de que el bardo ya no la escuchaba. Estaba mirando el techo con aire distraído, mientras pulsaba las cuerdas de su arpa. De pronto, se puso en pie y le sonrió... y esa sonrisa levantó el ánimo de Robyn.
—Seguiremos hablando, pronto —dijo él, y se volvió hacia la chimenea.
El gemido de las gaitas se extinguió gradualmente, mientras el bardo se acomodaba delante del fuego. El arpa, bello y gracioso instrumento dorado, era como un objeto amado entre sus manos. Y, al hacerse el silencio en el salón, el bardo empezó a tocar el maravilloso y áureo instrumento.
La música vibró en el salón como un mágico ensalmo, apaciguando y calmando, trayendo paz y contento a los espíritus. Después de las estridentes notas de las gaitas y los címbalos, la música del arpa era gentil, suave. Eran uno sonidos que los ffolk de Corwell oían raras veces, y por eso todos guardaban silencio, presintiendo las notas que iban a seguir.
Al principio Keren tocó sin cantar, y poco a poco el humor frenético de los presentes se fue calmando para dar paso a una relajada expectación. Cuando vio que su público estaba dispuesto, el bardo inició su primera balada.
La
Canción del Llewyrr
era en verdad una de las más antiguas de los ffolk, pero su obsesionante belleza fluía fresca del arpa de Keren. Y la voz de éste, fuerte y grave, acariciaba cada palabra e infundía una profunda tristeza al estribillo. Y, gracias a ello, todos los oyentes sentían el verdadero poder de la magia.
La canción hablaba de los llewyrr antes del advenimiento del hombre. Los elfos de larga vida y amantes de la paz moraban en todas las Moonshaes en perfecta armonía con las fuerzas de la tierra. Los primeros humanos que llegaron fueron bien recibidos y protegidos por los llewyrr. Pero, gradualmente, al aumentar el número de los humanos, los llewyrr se fueron retirando de sus moradas ancestrales. En muchas islas, sólo eran conocidos a través de la leyenda, decía la canción. Pero aquí, en Gwynneth, los llewyrr se retiraron al valle de Myrloch, y allí vivían, poco numerosos, tímidos, pero conservando el espíritu despreocupado y el sentido armónico de la naturaleza que habían poseído desde tiempo inmemorial. Los humanos los veían raras veces, pero sabían que estaban allí.
Después, el bardo tocó la
Canción del Viento del Norte,
una violenta y discordante alegoría del crudo viento que soplaba furiosamente desde un mar ignoto. Cortante, helado, mortífero, el viento barría las tierras de los ffolk. Todos los oyentes sabían que el viento simbolizaba la llegada de los hombres del norte, que habían asolado muchas islas de las Moonshaes con la misma fuerza implacable de un huracán. Los sanguinarios enemigos de los ffolk realizaban frecuentes incursiones contra sus más pacíficos vecinos. Tristán sabía que su padre había participado en campañas contra ellos, pero ninguna había tenido lugar durante la vida del príncipe.
Entonces el bardo levantó los ánimos con la soberbia
Balada de Cymrych Hugh,
la crónica del mayor héroe de la historia conocida de los ffolk. Blandiendo una espada de plata que, según la leyenda, le había sido dada por la propia diosa, Cymrych Hugh había unido todas las tierras de los ffolk bajo un solo régimen, por primera vez en su historia. Había sido el primero de los Altos Reyes, y sus legendarias batallas contra los firbolg y los hombres del norte eran tema de versos conmovedores.
Todavía se contaban muchas historias sobre el héroe: el relato de su muerte en combate contra algún terrible animal era una de las grandes narraciones épicas de los ffolk. Después del combate, su espada había desaparecido misteriosamente. Esta arma poderosa, forjada para el héroe por herreros enanos, con acero fraguado por la propia diosa, era por sí sola digna de ser cantada. La canción de Keren dedicaba varios versos a la historia de la fabricación del arma.
Tristán soñaba en la espada con aire distraído preguntándose cómo sería, qué se sentiría al empuñarla. Arlen le había hablado de ella muchas veces, y escuchar ahora la canción era como oír la historia de labios de un viejo amigo.
Keren siguió tocando, entusiasmando al auditorio con historias de esperanza y de héroes, de unicornios y de los hijos de la diosa. Después conmovió profundamente a sus oyentes con el relato de un trágico amor y de un antiguo tesoro perdido hacía tiempo en un saqueo de los guerreros del norte.
Por fin, el bardo tocó una lenta tonada de rara belleza y exquisito dolor. Era la canción de un héroe, de un hombre bueno que había enseñado y servido, y se había merecido la paz, pero que al cabo había muerto luchando.
Robyn tenía apoyada la cabeza sobre el hombro del príncipe mientras éste escuchaba, cautivado por los conmovedores acordes. Tristán sintió el estremecimiento de Robyn y la suave humedad de sus lágrimas. La abrazó para consolarla, y siguió escuchando para consolarse él mismo. Pero no pudo encontrar solaz en la música.
Era la Canción de Arlen.
La fiesta fúnebre terminó muy avanzada la noche. Sólo unas pocas personas permanecieron en el gran salón, entre ellas Tristán, Robyn, Pawldo, Allian y Keren. Una vez más, el bardo tomó el arpa y cantó una canción de historia y leyenda.
Los oyentes del bardo luchaban contra el sueño, para no perder la letra y la música que tan bellamente acariciaba sus oídos. Aunque no todos lo consiguieron, los que se durmieron oyeron la canción como parte de sus sueños.
¿Y quién podía decir dónde terminaba la canción y dónde empezaba el sueño?
Saciada después de su horrible festín y calmados los efectos del hambre, la Manada se tumbó a dormir. Era ya mas numerosa, aumentada por continuas llegadas. Pronto los lobos volvieron a sentirse inquietos. Poco a poco, uno tras otro, se levantaron y reunieron hasta que el aullido de su jefe los impulsó a emprender la carrera. La Manada avanzó sobre los brezos y entre los heléchos, como si tuviese ahora un objetivo definido. Sin prisa, pero también sin vacilar, cientos de peludos cuerpos cruzaron corriendo la región.
Se hizo de noche, y la Manada no aflojó su marcha. Mas bien su ritmo pareció mas urgente al dirigirse a su próximo destino. Al elevarse la luna en el cielo sin nubes, iluminando el abrupto paisaje con un resplandor de plata, la Manada se introdujo en un estrecho barranco y entró en una solitaria y rocosa cañada. Por último, se detuvo alrededor de un estanque brillante.
Cientos de caras lobunas centellearon a la luz reflejada en el estanque, una luz aumentada de un modo sobrenatural porque era un Pozo de la Luna. Mas y mas lobos fueron acudiendo a la cañada, hasta que no quedó espacio libre. Y todavía aumentaba la Manada, extendiéndose fuera de la cañada y en un estrecho valle detras de ella.
Largo tiempo los lobos observaron las brillantes aguas, hasta que la aurora coloreó el cielo en el este. Como criaturas de una sola mente, la Manada se levantó y empezó a correr. En número de miles, los lobos llenaron de lado a lado el estrecho valle y avanzaron como una marea, inexorablemente, hacia el mar.
Como último en entrar, Tristán cerró la pesada puerta de madera a su espalda, y corrió el cerrojo a una mirada de su padre. El salón, a pesar de la gran fogata que ardía en la chimenea, estaba frío y oscuro. Pieles de venado y de oso cubrían el suelo, y la larga mesa de roble pulido del consejo dominaba el centro de la estancia. Una gran cabeza de lobo, símbolo del clan Kendrick, parecía mirar a través del salón desde su montura sobre el hogar. Los consejeros se sentaron alrededor de la mesa y el rey ocupó la cabecera de ésta.
La cámara del consejo del rey era la habitación más suntuosa de todo el castillo. Situada en el centro de la fortaleza, no tenía ventanas que diesen al mundo exterior. A falta de ellas, la iluminaba el fuego de la ancha chimenea.
Tres nobles señores se sentaban a un lado de la mesa. Cada uno de estos hombres presidía una pequeña comunidad rural, arbitraba las disputas, servía de portavoz entre el rey y el pueblo, y organizaba y mandaba una compañía de hombres de armas en tiempos de emergencia. Los nobles Dynnatt, Koart y Nowll gobernaban varias comunidades situadas a media jornada a caballo de Caer Corwell y habían llegado temprano, aquel mismo día, para la reunión con el bardo. Robyn y Tristán se sentaron frente a ellos. Keren ocupó el otro extremo de la mesa, y un sillón a la derecha del rey permaneció ostensiblemente vacío.
Arlen se hubiese sentado allí.
—Disculpad la falta de cumplidos —dijo el rey—. Vayamos directamente al grano.
—Ejem... —lo interrumpió Dynnatt, un corpulento guerrero cuyas facciones desaparecían debajo de unos revueltos cabellos y una poblada barba.