El caballo negro galopó veloz en dirección a Grunnarch, tan velozmente que éste se preguntó si el jinete de túnica roja pretendía atrepellarlo. En el último momento, el hombre refrenó su montura con una fría sonrisa y Laric, capitán de los Jinetes Sanguinarios, saltó a tierra.
—¿Por qué te has retrasado? —preguntó el Rey Rojo—. ¡El consejo empezará sin nosotros!
—Estuve pasando revista a mi compañía —respondió Laric con voz tranquila.
El capitán miró con descaro al rey, con un aire de sutil desafío. Grunnarch se volvió, irritado. «¡Maldita sea, Laric!», pensó. Era una lástima que aquel hombre fuese un caudillo de jinetes tan experto y que él no pudiese prescindir de sus servicios, pues, de no haber sido así, habría destituido a Laric años atrás. Pero no podía esperar que otro hombre pudiese dirigir a los Jinetes Sanguinarios con la astucia y el arrojo de Laric.
Un criado se acercó, tomó de las riendas al furioso caballo negro y lo condujo hacia el campamento de las tropas del Rey Rojo. Laric se aproximó al rey con irritante calma.
—¿Crees que habrá guerra? —preguntó, lamiéndose lentamente los labios.
—Seguro —gruñó Grunnarch, animado por el recordatorio de la ocasión de aquella noche.
Tenían que reunirse en el salón de Thelgaar Mano de Hierro, para proyectar la campaña de la estación.
Laric se puso al lado del rey y ahora Grunnarch se detuvo. El Rey Rojo se volvió y contempló la escena que se extendía a sus pies y no pudo dejar de sentirse complacido.
Los mástiles de cientos de largos barcos parecían erizarse sobre las aguas de la Bahía de Hierro. Sobre la árida costa, y extendiéndose tierra adentro a lo largo de todo el valle, veíanse las numerosas tiendas, caballerizas y otros elementos de un importante campamento militar.
Elevándose sobre los mástiles y las tiendas, se erguía el Castillo de Hierro, la amenazadora e imponente fortaleza de Thelgaar Mano de Hierro, a la que se dirigían ahora Grunnarch y Laric. Altas murallas de granito dominaban un suelo rocoso y muchas torres se alzaban en el interior del recinto. La enseña de Thelgaar, un dragón carmesí bordado en una bandera negra, ondeaba en la torre más alta. Ondulando orgullosamente en torres más bajas, aparecían los símbolos de otros reyes de los hombres del norte, que estaban allí invitados por Thelgaar. La espada escarlata en la bandera de Grunnarch el Rojo, la ballena azul de Raag Hammerstaad y media docena de estandartes de reyes inferiores, proclamaban una reunión sin precedentes de los hombres del mar.
Un cielo gris se cernía sobre la fortaleza, y el viento azotaba la superficie del puerto, mientras aquellos reyes y sus hombres de confianza se preparaban para el consejo.
Los dos hombres del norte subieron por la escalera de piedra que conducía a una puerta abierta en la fachada de granito de la fortaleza. Ambos ofrecían un interesante contraste: siendo de la misma raza, el rey era alto y corpulento, de tez blanca y abundante barba rubia, mientras que el capitán era bajo y moreno y caminaba inclinado hacia adelante, circunstancia que acentuaba su baja estatura. Sin embargo, cualquier observador que estudiase sus ojos tendría la impresión de que Laric era, con mucho, el más peligroso de los dos.
Había algo repelente y vagamente inhumano en su negra y fría mirada.
—Por aquí, mis señores —dijo sonriendo una moza rolliza, cuando la pareja pasó del crepúsculo a la fuerte luz de las antorchas del castillo.
La mujer, contoneándose incitante bajo un vestido de colores, giró en una esquina y los condujo a un vasto patio. Grunnarch tuvo la impresión de que le habían ordenado que les mostrase el poder de Thelgaar, pues los llevó por un camino indirecto que pasaba entre grandes cuarteles, altas murallas y gruesas paredes. El Castillo de Hierro era, ciertamente, impresionante.
Por último, la mujer los introdujo en el inmenso salón lleno de humo. Por el aspecto del lugar, hacía ya algún tiempo que había empezado el banquete. No hacía calor en la gran sala, pero estaba iluminada por el resplandor de una gran fogata dentro de una larga chimenea. El macizo hogar contema no menos de cuatro troncos de árboles, que proyectaban un resplandor infernal en toda la estancia. Grandes mesas de roble, cargadas de comida y de bebidas, estaban colocadas junto a las paredes del salón. Cientos de hombres se sentaban a ellas, bebiendo y comiendo mientras la noche exten día su manto fuera de la fortaleza.
Grunnarch y Laric se sentaron en un largo banco, cerca de los hombres de Raag Hammerstaad; el Rey Rojo agarró un trozo grasicnto de pata y arrancó una porción con los dientes, sin prestar atención a los jugos que caían sobre su barba.
—Me alegro de verte —gruñó Raag, enjugándose el bigote—. La cosa empezará pronto, cuando nuestro anfitrión se haya sentado adecuadamente.
Grunnarch respondió con un gruñido y se volvió para mirar a Thelgaar, apenas visible a través del humo que llenaba el fondo del salón.
Las criadas sirvieron más cerveza y los esclavos atizaron el fuego, mientras las voces se hacían más roncas en la cámara. Los olores a carne cocida, a cerveza derramada y a humo de leña apestaban el ambiente. Al proseguir el banquete, se añadieron a aquéllos los olores a vómito y a sudor rancio. Muchos de los juerguistas se derrumbaban inconscientes sobre la mesa. Otros perse guían y agarraban a las renuentes mozas y se introducían debajo de las mesas o en cualquier otro lugar que estuviera libre.
Por último, la celebración tocó a su fin y empezó el Consejo de los Reyes.
Thelgaar Mano de Hierro, el rey más poderoso del norte y anfitrión de los reunidos, se puso en pie y, poco a poco, se hizo el silencio en el salón. Hombre imponente, incluso en su edad avanzada, Thelgaar examinó durante un rato a sus invitados. Su cara arrugada, oculta debajo de una espesa barba blanca, era inexpresiva cuando empezó a hablar.
—Amigos... y paisanos. Constituimos una poderosa fuerza. Un ejército y una flota de enormes proporciones se han reunido espontáneamente ante mi puerta.
Es una fuerza capaz de hacer la guerra o de mantener la paz.
Gruñidos y murmullos de confusión se elevaron en la sala cuando los hombres del norte escucharon las últimas palabras del rey. La paz era un tema inesperado en aquella reunión.
—¡Oídme! —rugió Thelgaar, y al instante cesó el ruido—. Hemos reclamado como nuestras, muchas partes de estas bellas islas. Hemos conquistado algunas y coexistido en otras con los ffolk indígenas, pero las islas Moonshaes, todas juntas, alardean de ser un pueblo orgulloso y próspero, un pueblo que no inclina la cabeza ante ningún rey extranjero.
»Y ahora, una vez más podríamos embarcarnos en una guerra. Con nuestras fuerzas combinadas, podríamos atacar cualquier parte de las islas y nuestro triunfo sería seguro. Otro reino de los ffolk caería a nuestros pies y la oleada invencible podría ir todavía más lejos.
»Pero yo digo, amigos míos, ¡que éste sería un camino equivocado!
Un murmullo de incomprensión empezó a elevarse en toda la vasta cámara.
—Con esta base segura desde la que operar, preparemos nuestros barcos para el comercio. ¿Acaso no somos los marineros más grandes del mundo? Nuestros bajeles pueden transportar mercancías desde cualquiera de los reinos conocidos hasta cualquier otro reino. Y los beneficios serán espléndidos.
»¡ Hagamos que sea éste el camino a nuestro futuro!
Sonaron exclamaciones de asombro mezcladas con gritos de indignación, y Grunnarch y Raag se levantaron al mismo tiempo que otros tantos encolerizados hombres del norte. «¡Palabras de mujer!», «¡Guerra!» y otras muchas frases menos corteses resonaron en el salón.
Grunnarch saltó sobre la mesa, volcando vasos y platos al levantar su gran hacha de guerra sobre la cabeza. Vociferó para atraer la atención de sus paisanos y, gradualmente, los hombres del norte se volvieron a mirar al furioso personaje de barba rubia.
—Las palabras de Thelgaar son las propias de un viejo, ¡de un hombre que ha perdido el espíritu de guerrero! Nuestro destino nos conduce a la conquista de las Moonshaes y el hado nos ha dado el instrumento para cumplir ese destino. No en la época de nuestros hijos o de nuestros nietos, ¡ sino ahora !
Grunnarch se volvió en redondo para contemplar a los hombres que lo rodeaban. Sus palabras, insolentes y traidoras, habrían provocado una contienda si no hubiese expresado con ellas la opinión de muchos de los presentes.
—¡Digo que debemos embarcar para la guerra sin pérdida de tiempo! He enviado mis exploradores al reino de Corwell, apenas a siete jornadas hacia el sur. Es un reino rico y poderoso, pero, con la fuerza que tenemos hoy aquí, ¡podemos conquistarlo! En cuanto caiga Corwell, los reinos de los ffolk quedarán partidos por la mitad y el resto de las Moonshaes será fácil de conquistar.
Roncos gritos de adhesión brotaron de los reunidos. Poco a poco el ruido se concentró en un solo grito: «¡Guerra! ¡Guerra!», en un coro que llenó la vasta cámara. Armas, puños y botas marcaron un ritmo marcial que se intensificó hasta hacerse febril. Sólo después de un rato se dieron cuenta los hombres del norte de que Thelgaar se había levantado de nuevo, y el tumulto se extinguió lentamente lo bastante para que el viejo rey pudiese ser oído.
—Si es esto lo que queréis, no os lo puedo impedir. Pero sabed que iréis a la guerra sin los barcos ni los combatientes de Thelgaar Mano de Hierro.
Cuando el cuerpo sin vida del firbolg chocó contra el suelo, Tristán corrió sobre el rocoso suelo para arrodillarse junto a su amigo y maestro. Le bastó una mirada para saber que Arlen estaba muerto. Entonces el príncipe de Corwell se levantó y contempló aturdido el cuerpo de su viejo amigo y mentor. Se sentía extrañamente impasible, como si hubiese tenido que reaccionar con firmeza y no pudiera obligar a las lágrimas a subir a susojos.
—¡Mira! —gritó Robyn, y el príncipe siguió la dirección que le indicaba con el dedo.
Una capa escarlata onduló en una arboleda al otro lado del valle; al observarla con más atención, el príncipe vio que la llevaba un jinete montado en un gran caballo negro. El poderoso corcel galopó hacia ellos y, cuando Tristán vio el enorme arco cruzado sobre las rodillas del jinete, comprendió que éste había sido su bienhechor. El príncipe lanzó una rápida mirada hacia el desfiladero rocoso: no había señales de la otra banda de firbolg.
El jinete se acercó más, y entonces vieron que era alto y muy apuesto. Llevaba los negros cabellos y la barba recortados con sumo cuidado. La capa escarlata, así como su túnica azul y sus polainas negras, eran de la seda más fina, y el arco que llevaba era el más pesado y más largo que jamás hubiese visto Tristán.
La cara del hombre sonrió debajo de un sombrero de ala ancha. Estaba adornado con varias plumas de brillantes colores, haciendo juego con la capa, la túnica y las polainas del caballero. Este traje llamativo parecía extrañamente fuera de lugar en el bosque salvaje de Llyrath. Aunque arrugadas por el viaje, las ropas del hombre estaban limpias. Su actitud, al acercarse más, pareció amistosa. Para completar el asombroso cuadro, un gran halcón negro volaba bajo, sobre el jinete, trazando círculos a su alrededor. Y, al detenerse el caballero delante de Tristán, Robyn y Pawldo, el ave se posó en su ancho hombro.
—¡Hola! —exclamó con voz alegre—. Ha sido una lucha merecedora de los mejores versos.
Por primera vez advirtió Tristán el arpa, delicadamente tallada, que colgaba del hombro del jinete.
Éste saltó al suelo sorprendiendo al halcón, que emprendió un rápido vuelo, y se inclinó en profunda reverencia. Después contempló la escena de la batalla y sus ojos grises parecieron absorber todos los detalles. Volviéndose de nuevo, dijo:
—Keren Donnell, bardo del arpa, a vuestro servicio.
Tristán y Robyn intercambiaron una mirada de sorpresa al oír el nombre del bardo más famoso entre los ffolk.
—Yo soy Tristán Kendrick, príncipe de Corwell. Ésta es la pupila de mi padre, Robyn, y éste, nuestro amigo Pawldo.
Pawldo saludó con la cabeza, estudiando el arco de aquel hombre con considerable interés, y Robyn hizo una breve reverencia.
El príncipe siguió diciendo:
—Gracias por tu ayuda; nos has salvado la vida.
—¡Me encanta haber podido ayudar a un príncipe y a una dama! —dijo el bardo, sonriendo y quitando importancia a su hazaña—. Y siempre es un placer conocer a uno de la gente pequeña —añadió, inclinándose ante Pawldo.
—Tu fama te ha precedido, señor —añadió Tristán—. Es un honor conocer al bardo más famoso del reino de los ffolk. Pero ¿qué es lo que te ha traído desde la corte del Alto Rey a estas tierras salvajes de Gwynneth?
—¡Ah, Gwynneth! La más bella de las Moonshaes, en mi opinión. Vuestra isla contiene también un tesoro de la historia antigua de los ffolk. ¿No sabíais que se rumorea que la Espada de Cymrych Hugh está oculta en alguna parte de Gwynneth?
—Ciertamente, es un lugar muy bello —convino el príncipe—. Pero no sabía que se presumiese que la Espada de Cymrych Hugh está oculta aquí en alguna parte, aunque es una idea interesante. —Como aprendían todos los niños de los ffolk, Cymrych Hugh era el héroe que había unido por primera vez su raza bajo un régimen único—. Entonces ¿viajas por placer?
—¡Ay, no! Estoy aquí por un asunto del Alto Rey. Me dirijo a Caer Corwell. ¿Acierto al suponer que es vuestra casa?
Tristán y Robyn asintieron con la cabeza.
—Si Sable, mi halcón, y yo pudiésemos acompañaros... —dijo el bardo, arqueando las cejas.
—¡Desde luego! —De pronto, recordó el príncipe el lugar donde se hallaban—. ¡Pero no estamos fuera de peligro!
Rápidamente, explicó que había más firbolg en los alrededores. Miró con nerviosismo hacia lo alto del paso, pero no vio señales de otros atacantes.
—Veamos cómo está vuestro amigo —dijo el bardo, señalando con la cabeza a Daryth, que empezaba a moverse—. ¿Y el otro? —añadió, indicando el cuerpo de Arlen, que yacía en un charco de sangre.
Tristán no había considerado este problema, pero comprendió enseguida que no podía dejar el cadáver del viejo guerrero en poder del enemigo.
—Tendremos que atarlo sobre uno de los caballos. Era el capitán de la guardia de mi padre, y un fiel soldado que ha muerto como un guerrero. Será enterrado en Corwell, en el túmulo real.
El bardo ayudó a Tristán a sujetar el cadáver sobre el caballo de Arlen. Mientras tanto, Robyn roció con agua fría la cara de Daryth, y el calishita volvió poco a poco en sí. Pronto se puso en pie, pero no podía mover el brazo izquierdo.